SECCIÓN TERCERA
EL BIEN Y LA CONCIENCIA
§ 129
El
Bien es la Idea, en cuanto unidad del concepto de la voluntad y de la
voluntad particular —en la cual el Derecho abstracto, así como el
bienestar y la subjetividad de saber, y la accidentalidad del existir exterior,
son superados en cuanto son autónomos por sí, pero no obstante, contenidos
y conservados según su esencia—; es la libertad realizada, el
absoluto fin del mundo.
§ 130
El bien en esta
idea no tiene validez por sí, en cuanto existencia de la individual voluntad
particular, sino solamente como Bien Universal, y sustancialmente como
Universal en sí, esto es, según la libertad; el Bienestar no es Bien sin
el Derecho. Igualmente el Derecho no es el Bien sin el Bienestar ("fíat
iustitia" no debe tener como consecuencia: "pereat mundus").
En
consecuencia, el Bien como necesidad de ser realmente por medio de la voluntad
particular y, a la vez, en cuanto sustancia de la misma, tiene el Derecho
Absoluto frente al Derecho Abstracto de la propiedad y a los fines
particulares del Bienestar. Cada uno de estos dos momentos, en cuanto es
distinto del Bien, tiene validez sólo en cuanto a él se conforman y subordinan.
§ 131
Para la voluntad subjetiva,
el Bien es, justamente, lo único esencial y aquél tiene valor y dignidad
sólo en cuanto se confirme a ella, en su idea e intención. Como el Bien aquí es
todavía Idea abstracta del Bien, la voluntad subjetiva no está aún incluida en
el mismo y conformada a él; únicamente existe una relación entre ambos, es
decir, en aquello por lo cual el Bien debe ser lo sustancial para la misma y
por lo que la voluntad subjetiva debe instituir al Bien como fin y cumplirlo; así
como el Bien, por su parte, tiene únicamente en la Voluntad Subjetiva el medio
por el cual entra en la realidad.
§ 132
El Derecho de la voluntad subjetiva consiste en que lo
que ella debe reconocer como válido lo considere también como bueno; y que a
ella le sea imputada una acción, como fin que llega a la objetividad externa,
de acuerdo a su conocimiento del propio mérito que ella tiene en esta
objetividad, como justa o injusta, buena o mala, legal o ilegal.
El Bien es, en general, la esencia de la voluntad en
su sustancialidad y universalidad —^la voluntad en su verdad— y, por lo tanto,
sólo reside, simplemente, en el pensamiento y para el pensamiento. La
afirmación de que el hombre no puede conocer la verdad, sino que trata
solamente con los fenómenos; que el pensamiento perjudica a la buena voluntad;
estas y otras concepciones semejantes privan al espíritu así como del valor
intelectual, de todo valer y dignidad ética.
El Derecho de no
reconocer nada que el Yo no conozca como racional, es el derecho supremo del
sujeto; pero, a la vez es formal por su determinación subjetiva; y el derecho
de lo racional, como objetivo en el sujeto, permanece, por lo tanto,
invariable. A causa de su determinación formal el juicio es, asimismo, tan apto
para ser verdadero, como para ser mera creencia y error. El hecho de que el
individuo alcance aquel derecho de su juicio, pertenece, desde el punto de
vista de la esfera aun moral, a su particular conformación subjetiva.
Yo puedo concebir
en mí la pretensión, y mantenerla en mí como un derecho subjetivo, de reconocer
una obligación por las buenas razones y de tener la convicción de la misma y,
más aún, de que Yo la conozca en su concepto y en su naturaleza. Lo que yo
requiero para la satisfacción de mi convicción del Bien, de lo lícito o ilícito
de una acción, y, en consecuencia, de su responsabilidad a este respecto, no
perjudica, empero al Derecho de la Objetividad. Este Derecho del Juicio
en el Bien es distinto del Derecho del Juicio (§ 117) respecto a la acción en
cuanto tal; de acuerdo a esto el derecho de la objetividad tiene el aspecto de
que, ya que la acción es un cambio que debe existir en un mundo real, y, por lo
tanto, quiere ser reconocida en esto, ella (la acción), debe
ser conforme en general a lo que tiene valor
en tal mundo. Quien quiera obrar en esa realidad, precisamente por eso,
está sometido a sus leyes y ha reconocido el derecho de la objetividad.
Igualmente en el Estado, como objetividad del concepto racional, la
responsabilidad judicial no debe limitarse a lo que retiene conforme o
disconforme a una razón suya, ni a la opinión subjetiva de la juridicidad o
antijuridicidad, acerca del Bien y del Mal, ni a las exigencias que el Estado
tiene para la satisfacción de su convicción.
En este campo
objetivo tiene valor el derecho del juicio, en cuanto juicio sobre lo legal o
ilegal como derecho vigente; y se Limita a ser su próximo significado, esto es,
conocimiento en cuanto noción de lo que es legal y como tal,
obligatorio. Con la publicidad de las leyes, las prácticas generales, el Estado
quita lo formal y accidental para el sujeto, al derecho del juicio que aún
tiene desde este punto de vista. El derecho del sujeto a conocer la acción en
la determinación del Bien o del Mal, tiene como consecuencia disminuir o
eliminar, en este sentido, la responsabilidad en los niños, los imbéciles y los
dementes. Sin embargo, no se puede fijar un límite determinado para estos
estados y para su responsabilidad.
Pero, instituir
como fundamento la ofuscación del instante, la exaltación de las pasiones, la
embriaguez y, en general, lo que se llama la violencia de los impulsos
sensitivos (en cuanto es excluido lo que justifica un derecho de necesidad, §
120), en la responsabilidad y determinación del delito mismo y de su punilidad
y mantener tales situaciones, como si para ellas la culpa del delincuente
fuese eliminada, significa, igualmente, no tratarlo (§§ 105, 119 anotac), según
el Derecho y el honor del hombre, en cuanto su naturaleza es, precisamente, ser
esencialmente algo universal y no un momento abstracto o un aislamiento del
saber.
Así como el
incendiario ha puesto fuego, no en esta superficie del tamaño de una pulgada de
la viga que él ha tocado con la tea, como un algo aislado, sino que ha
incendiado con ella el todo, la casa; así, también, como sujeto, él no es lo
singular de este momento o la sensación aislada del ardor de la venganza. En
ese caso él sería un animal, al cual, en razón de su nocividad y
terribilidad, por estar sujeto a los accesos de furor, se debería matar. Que
el delincuente, en el momento de su acción, debe haberse representado
claramente la injusticia y la punibilidad de la misma, para que pueda serle
imputada como delito, esta pretensión, que parece garantizarle el derecho de su
subjetividad moral, lo priva, por el contrario, de la inmanente naturaleza
inteligente, la cual no está ligada en su actualidad activa, a la figura
wolfiano-psicológica de las representaciones distintas, y sólo en el
caso del maníaco es insensato separarla de la noción y del hecho de las cosas
singulares. La esfera en la cual estas situaciones son consideradas como base
para la mitigación de la pena, es distinta de la del Derecho: constituye
la esfera de la gracia.
§ 133
El
Bien tiene para con el sujeto particular la cualidad de ser lo esencial de
su voluntad, la que tiene en él simplemente su obligación. Siendo la individualidad
distinta del Bien y reintroduciéndose en la voluntad subjetiva, el Bien
ante todo, tiene sólo la determinación de la esencialidad universal
abstracta, como deber; en razón de su determinación, el deber debe
ser cumplido por el deber.
§ 134
Puesto
que el obrar exige por sí un contenido particular y un fin determinado, pero
como el término abstracto de deber no contiene aún nada semejante, surge la
pregunta: ¿Qué cosa es el Deber? Para esta determinación no existe,
primeramente, otra cosa que esto: realizar el Derecho y cuidar del Bienestar
como determinación universal, el Bienestar de los otros (§ 119).
§ 135
Empero,
esas determinaciones no están contenidas en la determinación del deber mismo;
pero siendo entrambas condicionadas y limitadas, conducen, precisamente por
eso, al lugar más elevado de lo incondicionado, del Deber. Al Deber
mismo, en cuanto es en la autoconciencia moral lo esencial y lo universal de la
misma, así como se refiere dentro de sí y solamente a sí, queda, en
consecuencia, sólo la universalidad abstracta; él tiene para su determinación
la identidad privada de contenido o la abstracta positividad, la
indeterminación.
Por más que sea esencial poner
de relieve la pura autodeterminación incondicionada de la voluntad, como raíz
del deber; y como pues, el conocimiento de la voluntad ha adquirido
únicamente con la filosofía kantiana (i) su fundamento estable y su
punto de vista por medio del concepto de su infinita autonomía (§ 133); otro tanto, el mantenimiento de la posición,
meramente moral, que no alcanza al concepto de la ética, rebaja esa conquista a
un vacío formalismo y la ciencia moral a una retórica éel deber en razón del
deber. Desde este punto de vista no es posible una doctrina del deber
inmanente; ciertamente, aquí se puede admitir una sustancia de lo exterior y
llegar a los deberes particulares; pero de aquella determinación del
deber como ausencia de contradicción, de un acuerdo formal consigo —que
no es más que el establecimiento de la indeterminación abstracta—, no se
puede llegar a la determinación de los deberes particulares, ni, si tal
contenido particular es considerado con miras a la acción, hay en ese principio
una norma de que él sea o no, un deber. Al contrario, todos los modos de obrar antijurídicos
e inmorales pueden ser justificados de ese modo. La forma posterior kantiana
(i), la capacidad de un acto a ser representado como norma universal, produce,
ciertamente, la representación más concreta, la de una situación, pero
no contiene por sí otro principio, en cuanto tal ausencia de contradicción es
la identidad formal. La afirmación de que no existe propiedad no contiene en sí
una contradicción, como tampoco la otra de que éste o aquel pueblo determinado,
familia, etcétera, no existe, o que, en general no existen hombres. Si no
obstante se establece o presupone por sí que existe propiedad y vida humana y
que deben ser respetadas, entonces es una. contradicción cometer un
hurto o un homicidio; una contradicción puede acaecer solamente con alguna
cosa, esto es, con un contenido, el cual es asentado con anticipación como
fundamento, como principio estable. En relación con tal principio, una acción
sólo es concordante con él, o está en contradicción. Pero el deber, como identidad
formal que debe ser querido sólo como tal y no a causa de un contenido, es,
precisamente, exclusión de todo contenido y determinación.
Las otras antinomias y los otros aspectos del perenne deber
ser, en el cual sólo anda vagando el punto de vista meramente moral de la
relación sin poderlo resolver y llevar más allá el deber ser, ha sido
desarrollado por mí en la Fenomenología del Espíritu, página 550, y
en Encoclopedia de las Ciencias Filosóficas, § 420 y sig..
§ 136
A la causa de la naturaleza
abstracta del bien, el otro momento de la Idea, la particularidad en general,
cae en la subjetividad —la cual en su universalidad reflexiva en sí que pone la
certeza absoluta de sí misma en sí, como particularidad es el elemento
determinante y distintivo: — la Conciencia.
§ 137
La
verdadera conciencia es la disposición de querer lo que es bueno en sí y por
sí. Tiene principios estables, es decir: las prescripciones objetivas por sí y
los deberes. Diferente de esto, su contenido de la verdad es sólo el aspecto
formal de la actividad del querer, el que como tal no tiene contenido propio.
Pero el sistema objetivo de estos principios y deberes y la unión del saber
subjetivo con aquél, existe solamente desde el punto de vista de la Ética.
Aquí, en la posición de la Moralidad, la conciencia está sin contenido
objetivo; de este modo y por sí, es la infinita certeza de sí misma la que,
precisamente por eso, sea tal vez como la certeza de este sujeto.
La conciencia
expresa el absoluto derecho de la autoconciencia subjetiva, de saber en sí y
por sí misma lo que es Derecho y Deber, y de no reconocer nada más que lo que
ella conoce de este modo, como Bien; y al mismo tiempo, de afirmar que lo que
ella sabe y quiere, es en verdad Derecho y Deber. La Conciencia, como tal
unidad de la voluntad subjetiva y de lo que es en sí y por sí, es un santuario
que sería sacrílego tocar. Pero, si la conciencia de un determinado individuo
es conforme a esta Idea de la conciencia, si lo que sostiene y da por bueno es
realmente bueno, esto únicamente se reconoce por el contenido de lo que debe
ser bueno. Lo que es Derecho y Deber, como elemento en sí y por sí racional
de las determinaciones de la voluntad, no es esencialmente ni propiedad
particular de un individuo, ni en la forma del sentimiento,
o de otro modo, de un saber singular, esto es,
sensitivo; sino que se da esencialmente en forma de determinaciones universales
pensadas, es decir, en forma de leyes y principios. La Conciencia está so
metida al juicio de si es o no es verdadera; su invocación única mente a sí
misma contrasta inmediatamente con lo que ella quiere ser: la norma de un modo
de obrar racional, válido en sí y por sí, universal. El Estado no puede conocer
a la conciencia en su forma propia, como saber subjetivo; tanto menos cuanto
que la opinión subjetiva, la seguridad y la invocación a una opinión subjetiva
tienen valor científico.
Lo que en la
conciencia verdadera no es distinto, es, empero, distinguible, y la
subjetividad determinante del saber y del querer puede separarse del verdadero
contenido e independizarse, y puede degradarlo a forma y apariencia.
La
ambigüedad, respecto a la conciencia, reside en el hecho de que ella está
presupuesta en el significado de aquella identidad del saber y del querer
subjetivo y del verdadero bien, y así es afirmada y reconocida como algo santo;
y precisamente, sólo como reflexión subjetiva de la autoconciencia en sí,
pretende, sin embargo, el pri-vilegio que sólo pertenece a la identidad misma
en virtud de su contenido válido en sí y por sí, racional. Desde el punto de
vista moral, como es diferente en este tratado del ético, entra sólo la conciencia
formal; la verdadera sólo ha sido mencionada para de-terminar su diferencia y
apartar en lo posible el equívoco de que aquí, donde sólo se considera la
conciencia formal, se hable de la verdadera que está encerrada en el
sentimiento ético, que se plantea sólo a continuación. Empero la conciencia
religiosa, en general, no pertenece a este ámbito.
§ 138
La subjetividad como
autodeterminación abstracta y puro consábimiento de sí misma, volatiliza
toda determinación del Derecho y del Deber y de la existencia en sí, en cuanto
es el poder que juzga y determina, sólo por sí mismo y mediante un contenido,
lo que es bueno; y, a la vez, es el poder al cual es deudor de una realidad
aquello que antes era sólo una simple concepción y debe ser el bien.
La conciencia de sí, que, en
general, está unida a la absoluta reflexión en si, se conoce en ella como tal,
y a la que ninguna determinación existente puede ni debe dañar. Como aspecto
universal en la historia aparece (en Sócrates y los Estoicos) la tendencia a buscar
dentro de sí mismo, y de saber y determinar por sí, lo que es justo y bueno, en
una época en la cual lo que tiene fuerza de Derecho y de Bien en la realidad y
en el ethos, no puede satisfacer a la buena voluntad; cuando el mundo existente
de la libertad le ha llegado a ser infiel y aquélla no se encuentra ya en los
deberes que tienen fuerza de obligación y debe buscar sólo en la interioridad ideal
el recuperar la armonía perdida en la realidad. De este modo, habiendo afirmado
y adquirido su derecho formal la conciencia de sí mismo, importa ahora conocer
cómo está constituido el contenido de aquélla.
§ 139
La
conciencia de sí en la vanidad de todas las determinaciones vigentes y en la
pura intimidad de la voluntad, es la posibilidad de establecer como principio
así lo que es universal &n sí y por sí, como, sobre lo universal, el
albedrío, la propia particularidad y de realizarla mediante el
obrar; es decir, es la posibilidad de ser mala.
La conciencia de la
subjetividad formal consiste simplemente en esto: estar en el momento de
volcarse en el mal; la moral y el mal tienen su raíz común en conocer por sí
mismos que aquélla (la conciencia), es por sí y que conoce y decide por sí.
El origen del mal
está en el misterio, esto es, en el lado especulativo de la libertad, en su
necesidad de salir de la naturalidad del querer y de ser interior
frente a ella. Es esta naturalidad de la voluntad la que, como
contradicción de sí misma e Incompatible consigo, se manifiesta en aquella
oposición; y, así, esta particularidad de la voluntad misma es la que se
determina ulteriormente como el Mal. La particularidad sólo es como algo
dúplice; de aquí, la antítesis de la naturalidad frente a la interioridad de la
voluntad, la que en esta oposición es sólo un ser por sí, relativo y formal,
capaz de extraer su contenido únicamente de las determinaciones de la voluntad
natural: del deseo de los estímulos e inclinaciones. De estos deseos e
impulsos, etcétera, se dice que pueden ser buenos, "o", también,
malos.
Pero, puesto que la
voluntad los hace determinación de su contenido —también, en igual
determinación de accidentalidad que ellos tienen como naturales—, la
forma que, por consiguiente, la voluntad tiene aquí es la particularidad; ella
es contrapuesta a la universalidad, en cuanto objetividad interna, en
cuanto bien, el cual, a la vez, con la reflexión de la voluntad en sí y por la
conciencia cognoscente, se presenta como el otro extremo, en la objetividad
inmediata, en lo meramente natural, y así esta intimidad del querer es mala.
En consecuencia, el hombre es, a la vez, malo, tanto en sí o por naturaleza,
como por su reflexión en sí; de suerte que ni la naturaleza como tal
—esto es, si ella no fuese naturalidad de la voluntad que permanece en su
contenido particular—; ni la reflexión que se ahonda en si, el
conocimiento en general, si no constituyesen aquella antítesis, son por sí
el Mal
Con
este aspecto de la necesidad del Mal, precisamente, se liga en absoluto
el que este mal está determinado como lo que no debe ser necesariamente —esto
es, que debe ser eliminado—; y no que aquel primer punto de vista de disidencia,
en general, no deba resaltar—, más bien él constituye la distinción del animal
Irracional y del hombre—; pero no se debe permanecer firme en lo universal;
esto es, que el mal sea abandonado como nulo. Además, en esta necesidad del
mal, la subjetividad, como infinitud de esa reflexión, es la que tiene
ante sí aquella oposición y reside en ella; si se detiene en la antítesis, esto
es, si es Mala, es por lo tanto por sí, se comporta como singular y ella
misma es tal capricho. Por consiguiente, el sujeto singular tiene
sencillamente la culpa de su Mal.
§ 140
Puesto
que la conciencia de sí sabe producir un aspecto positivo en su fin (§ 135)
—que necesita de aquél—, porque pertenece al propósito de la concreta acción
real y a causa de tal aspecto, ella como deber e intención perfecta, tiene
^1 poder de afirmar como buena para los demás y para sí misma a la
acción, cuyo contenido negativo y esencial está, al mismo tiempo, en ella como
algo reflejado en si y, en consecuencia consciente de la universalidad de la
voluntad, en cotejo con ésta;— "Para los demás": esta es la
hipocresía: "para sí misma", he aquí la cima todavía más elevada de
la objetividad que se afirma como lo Absoluto.
Esta última
oscurísima forma del Mal —por la cual el mal se convierte en bien y el bien en
mal y por la cual la conciencia se conoce como poder, por lo tanto, como
absoluta—, es el supremo grado de la subjetividad desde el punto de vista
moral, la forma en la cual ha prosperado el M&l en nuestros tiempos,
es decir, por medio de la filosofía, de una superficialidad del pensamiento que
ha trastornado de esta manera un concepto profundo y se ha atribuido el nombre
de filosofía; así como el mal se ha atribuido el nombre de bien. Yo quiero en
esta anotación aludir brevemente a algunos aspectos de esta subjetividad, que
han llegado a ser muy comunes.
a) Por lo
que respecta a la hipocresía, están contenidos en ella los siguientes momentos:
ἀ) El saber de lo universal
verdadero, asi en la forma solamente de sentimiento del Derecho y del Deber,
como en la forma de otra noción y conocimiento de ellos; β) la voluntad del individuo opuesta a este universal; γ) Como saber comparativo de los dos momentos, de
suerte que, para la misma con-ciencia que quiere, su querer particular es de
mala conciencia, aún no es hipocresía como tal.
Ha
sido una cuestión a la que en un tiempo se dio gran importancia, si un acto
ha de ser mato sólo en cuanto efectuado con mala conciencia, es decir, con
la conciencia desprovista de los momentos antes indicados. Pascal saca (Les
Provine. 4?- carta) bastante bien las consecuencias de la afirmativa a la
cuestión: lis seront touts damnés, ees demi-pécheurs, que ont quelque amour
pour la vertu. Mais pour ees
francs-pécheurs, pécheurs enduréis, pécheurs sans mélange, pleins et achevés,
l'enfer ne les tient pas; ils ont trompé le diable a forcé de s'y abandonner
(i). El
derecho subjetivo de la conciencia de sí —por el cual ella conoce la acción
bajo la determinación de qué forma ella es buena o mala en sí y por sí—, no
debe ser pensado en colisión con el derecho absoluto de la objetividad de
esta determinación, en tanto que ambos sean representados como separables,
indiferentes y accidentales, el uno respecto del otro; relación que también
es colocada como fundamento, en particular, en la vieja cuestión sobre la eficacia
de la gracia. Por el lado formal, el mal es lo más propicio del
individuo, siendo, precisamente, su subjetividad la que toma posición en sí y
por sí y, por lo tanto, la que establece la culpa (V. § 139 y anotación); por
el lado objetivo, el hombre es, según su concepto, en cuanto espíritu,
un ser racional en general, y tiene en sí la determinación de la universalidad
reconocida por él. Por lo tanto, significa tratarlo no según la dignidad de su
concepto, si el lado del bien y, por consiguiente, la determinación de su mala
acción como mala, es separada de él y no le es imputada como mala. De este
modo, cómo se determina, en qué grado de claridad o de oscuridad sea desarrollada
como conocimiento la conciencia de los momentos en su diferencia, y hasta
qué punto una mala acción sea reconocida más o menos con conciencia mala,
formal; esto constituye el aspecto más indiferente y que más considera la
práctica.
b) Pero obrar mal y
con mala conciencia no es aún hipocresía; en ésta acaece la determinación
formal de la ficción de presentar al Mal como Bien, en especial para los
demás y sobre todo de ponerse externamente como Bueno, concienzudo, devoto
y demás cosas semejantes, lo que, de este modo, es solamente una trampa del
fraude hacia los demás. Empero, el malvado puede, además, encontrar por sí
mismo una justificación al mal en su posterior hacer bien, o en la religiosidad
y, en general, en buenas razones; puesto que con ellas lo cambia por sí
en bien. Esta posibilidad está en la subjetividad que, como negación abstracta,
conoce todas las determinaciones como sujetas a sí y provenientes de ella.
c) A esta
perversión se debe atribuir, en especial, aquel aspecto que es conocido como probabilismo.
Este erige como principio, el que una acción es permitida y que la
conciencia puede estar segura de ello, para lo cual aquélla sabe encontrar alguna
buena razón, aunque sea solamente la autoridad de un teólogo del
cual disientan por completo los demás.
También, en esta
concepción persiste la exacta conciencia de que tal razón y tal autoridad
solamente conceden una probabilidad, aunque esto sea suficiente para la
seguridad de la conciencia; y aquí se admite que una buena razón es sólo una
naturaleza tal que pueden existir frente a ella, al menos, otras razones
igualmente buenas. Es de reconocer, también, otra huella de objetividad en
esto: que debe haber una razón que determine; pero, puesto que la decisión
acerca del bien o del mal es colocada en las muchas buenas razones, entre
las cuales están comprendidas también aquellas autoridades y estas razones son
tantas y tan opuestas; al mismo tiempo se da en esto, que no es la objetividad
de la cosa la que debe decidir, sino la subjetividad. De donde el albedrío y el
capricho son los llamados a decidir sobre lo bueno y lo malo, subvirtiéndose
tanto la Ética como la religiosidad. Empero, que es propiamente en la
subjetividad en la cual entra la decisión, no está aún expresado como
principio; más bien, como se ha notado, se da como decisiva una razón.
El probabilismo es, por eso, además, una forma de hi
pocresía.
d) El grado
inmediatamente más elevado es aquel en el cual la buena voluntad debe consistir
en querer el bien; esta voluntad del bien abstracto debe bastar;
más bien, ser la sola exigencia, para que la acción sea buena. Ya que la
acción, como voluntad determinada tiene un contenido, pero el bien abstracto
no determina nada, es reservado a la subjetividad individual el darle su
determinación y su cumplimiento. Como en el probabilismo, para aquel que no es
también un docto y "reverendo padre", es en la autoridad de un
teólogo semejante en la cual puede hacerse la asunción de un contenido
determinado bajo la determinación universal del Bien; así, aquí, todo sujeto es
colocado inmediatamente en condición de poner el contenido en el bien
abstracto, o, lo que es lo mismo, de tomar un contenido bajo un universal. Ese
contenido en la acción, en cuanto más concreta, en general es un aspecto, y de
ellos la acción tiene muchos, y los tales aspectos quizás puedan darle hasta el
predicado de delictuoso y malo.
Empero, aquélla, mi determinación subjetiva del
bien, es el conocido por mí en la acción, la buena intención (§
111).
Por lo tanto, se plantea una antítesis de
determinaciones, según una de las cuales la acción es buena, pero de acuerdo a
la otra es delictuosa. En consecuencia, parece presentarse también en la acción
real la cuestión de si la intención sea realmente buena.
Pero, que el bien
sea intención real, no solamente puede, sino que, más bien, debe poder ser
siempre así, desde el punto de vista en el cual el sujeto tiene por causa
determinante el bien abstracto. Lo que es perjudicado con tal acción de la
buena intención que se determina por otros aspectos como delictuosa y mala,
ciertamente es también bueno y parece tratarse de entender, cuál entre
aquellos aspectos sea el más esencial; pero esta cuestión objetiva es
excluida aquí o, más bien, es la subjetividad de la conciencia misma, cuya
decisión constituye únicamente lo objetivo. Esencial y bueno son, por lo
demás, sinónimos. Aquél es precisamente una abstracción como éste; bueno es lo
que es esencial al punto de vista de la voluntad, y esencial, a tal respecto,
debe ser justamente esto: que una acción es determinada por mí como buena.
Pero la asunción de
todo cualquier contenido bajo el bien, sucede inmediatamente por sí, porque
este bien abstracto, no teniendo verdaderamente contenido, se reduce todo a
significar solamente,
en general, algo positivo —algo que vale para
algún sentido y según su determinación inmediata puede también valer como fin
esencial—, por ejemplo: hacer el bien a los pobres, tener cuidado de mí, de mi
vida, de mi familia, etcétera. Además como el bien es lo abstracto, así también
el mal es un algo privado de contenido, que recibe su determinación de mi
subjetividad y se da, también, por este lado, el fin moral de odiar y
desarraigar el mal indeterminado. Un hurto, una acción vil, un homicidio,
etcétera, como acciones; esto es, en general, efectuadas por una voluntad
subjetiva, inmediatamente tienen la determinación de ser la satisfacción de tal
voluntad, esto es un algo positivo; y para hacer buena la acción, sólo importa
saber el aspecto positivo de la misma, como mi intención, y este aspecto
es lo esencial para determinar que la acción es buena, puesto que Yo la
conozco como bien en mi intención.
Un hurto para hacer el bien a
los pobres, una acción, una deserción del combate a causa de la obligación de
cuidar de la propia vida, de la propia familia (quizás también, además, pobre),
un homicidio por odio y por venganza, esto es para satisfacer la presunción del
derecho propio, del derecho en general y la convicción de la maldad del otro,
de su sinrazón hacia mí y hacia los demás, hacia el mundo y el pueblo en
general; con el aniquilamiento de este hombre malo que tiene en sí al mismo Mal,
con lo cual, al menos, se contribuye al fin de la destrucción del Mal, a causa
del lado positivo de su contenido, son erigidos, de este modo en buena
intención y, por lo tanto, en buena acción. Basta un desarrollo intelectual
extremadamente limitado para discernir, como los doctos teólogos, un lado
positivo en cada acción, y, por consiguiente, una buena razón y una buena
intención. Así se ha dicho que no existe propiamente el malvado, puesto
que él no quiere el Mal a causa del Mal, esto es no la pura negación como
tal, sino que siempre quiere algo positivo y, por lo tanto, desde este
punto de vista, un bien. En este bien abstracto se desvanece la diferencia
entre el Bien y el Mal y todos los deberes reales; por esto, querer meramente
el Bien y tener en una acción una buena intención, es más bien el Mal, en
cuanto que sólo el Bien es querido en esta abstracción, y, por ende, la
determinación del mismo se reserva al albedrío del sujeto.
A este criterio
también pertenece el famoso principio: "el fin justifica los medios".
Esta expresión por sí es trivial e insignificante. Se puede, justamente,
replicar en forma indeterminada, que un fin santo, santifica ciertamente los
medios, pero que un fin no santo no los santifica; la frase: "si el fin es
justo los medios también lo son", es una expresión tautológica, en cuanto
el medio es, precisamente, lo que no es absolutamente por sí, sino que es a
causa de otra cosa, y en eso, en el fin, tiene su determinación y su valor, si
es verdaderamente un medio. Pero con aquella proposición no se piensa el
significado meramente formal, sino que se entiende con él algo más determinado;
es decir, que utilizar como medio para un buen fin algo que por sí no es
simplemente un medio, violar lo que es por sí santo y, en consecuencia, cometer
un delito, como medio de un buen fin, es permitido; más aún, es también un
deber.
Revolotea en aquel
principio por un lado, la conciencia indeterminada de la dialéctica del
elemento positivo primeramente anotado, en aisladas determinaciones jurídicas o
éticas; o justamente en indeterminadas proposiciones universales tales como:
"Tú no debes matar"; "Tú debes cuidar tus bienes, los bienes de
tu familia". Los jueces, los guerreros, tienen no sólo derecho sino el deber
de matar hombres, a condición de que se determine exactamente qué
especie de hombres y la circunstancia en que sea permitido y sea un deber.
Así, también, mi
bien, el bien de mi familia, deben ser pospuestos a más altos fines y ser
degradados a medios.
Pero lo que se califica
como delito, no es un universal dejado sin determinación, que esté aún sujeto a
una dialéctica, pero que tiene ya su determinada delimitación objetiva. Lo que
a tal determinación es ahora contrapuesto en el fin que debe quitar al delito
su naturaleza, el fin santo, no es nada más que la opinión subjetiva de lo que
es bueno y mejor. Es lo mismo que aquí acontece cuando el querer se detiene en
el Bien abstracto; es decir, que toda determinación que es en sí y por sí y
tiene valor del Bien y del Mal, del derecho y de lo Injusto, es negada; y esta
determinación es atribuida al sentimiento, a la representación y al albedrío.
La convicción subjetiva se presenta expresamente como regla del Derecho
y del Deber, puesto que:
e) La convicción,
que considera como justo a algo, debe ser por la cual se determina la
naturaleza ética de una acción. El Bien que se quiere no tiene aún un contenido
y el principio de la convicción encierra de particular, que la asunción de una
acción bajo la determinación del Bien concierne al Sujeto. En
consecuencia, la apariencia de una objetividad ética está totalmente
desvanecida. Tal doctrina está de inmediato ligada con la sedicente filosofía,
muy frecuentemente mencionada, que niega el conocimiento posible de la verdad
(y la verdad del Espíritu, volitiva, su racionalidad en cuanto él se realiza,
constituyen los principios éticos). Puesto que semejante filosofía hace creer
como vacía inutilidad el conocimiento de la Verdad, que mariposea sobre el
ámbito del conocer, el cual es sólo lo aparente, ella debe de inmediato erigir
como su principio, respecto al obrar, también lo aparente y poner, en
consecuencia, el Ethos en la concepción del mundo, propia del individuo y
en sus convicciones particulares. La degradación a la que, de
este modo, es rebajada la filosofía, aparece, ciertamente, a los ojos del mundo
como un acontecimiento indiferente en extremo que considera solamente la ociosa
disputa escolástica; pero necesariamente, tal actitud se adapta desde el punto
de vista del Ethos, como parte esencial de la filosofía, y ahora aparece
solamente en la realidad y para la realidad lo que hay en aquellas posiciones.
Con la difusión del criterio, de que la convicción subjetiva es con la que
únicamente se determina la naturaleza ética de una acción, acontece que, si
bien en el pasado se ha hablado mucho de la hipocresía, en el presente
se habla poco; puesto que la calificación del Mal como hipocresía, debe colocar
como base el que ciertas acciones son en sí y por si, yerro, culpa y delito, y
que quien las comete las conoce necesariamente como tales, como conoce y
distingue las normas y las acciones externas de la religiosidad y de la
juridicidad, precisamente en la apariencia de la cual hace mal uso.
Con respecto al Mal
en general regía la presuposición de que es deber conocer el Bien y saberlo
distinguir del Mal. Empero, en todo caso, regía la absoluta pretensión de que
el hombre no cometa acciones inicuas y delictuosas y que ellas, en cuanto él es
hombre y no bruto, deban serle imputadas como tales.
Pero,
si el buen corazón y la buena intención y la convicción subjetiva son
declaradas lo que da su valor a las acciones, no hay más hipocresía ni mal, en
general, puesto que lo que uno hace, con la reflexión de la buena intención y
de los motivos, sabe hacerlo bueno de algún modo; y gracias al momento de su convicción,
eso es lo bueno. Así, no hay más delitos ni vicios en sí y por sí, y en el
ámbito del pecar franco y libre, impenitente y no conturbado, como ya se ha
dicho, se introduce la conciencia de la completa justificación, por medio de la
intención y de la convicción. Mi intención del Bien en mi acción y mi
convicción del hecho de que aquello es un Bien, vuelve la acción un Bien. En
virtud de este principio, cuando se habla de juicio y de condena de la acción,
es solamente de acuerdo a la intención y a la convicción del agente y según su
creencia, que él debe ser juzgado; no en el sentido en el cual Cristo exige una
creencia en la verdad objetiva, de suerte que aquel que tiene una mala
conciencia, esto es, una mala convicción por su contenido, también el Juicio
resulta malo, es decir, conforme a aquel mal contenido; sino, según la creencia
en el sentido de fidelidad a la propia convicción, es decir, si el
hombre en su acción ha permanecido fiel a la propia convicción, a la formal fe
subjetiva que únicamente encierra la conformidad del deber.
En
ese principio de la convicción, puesto que a la vez ella es determinada como
algo subjetivo, realmente también el pensamiento debe ser impelido a la
posibilidad de un error; y, por lo tanto, en lo cual está presupuesta
una ley que es en sí y por sí. Pero la ley no actúa, solamente es el
hombre real el que actúa y en el valor de las acciones humanas, según aquel
principio, sólo puede Importar hasta qué punto él ha escogido aquella ley en su
convicción. Pero si, como consecuencia de esto, no son aquéllas las
acciones que necesita Juzgar, es decir, comparar con aquella ley, no se puede
decir para qué aquella ley debe existir y servir; tal ley es rebajada a una
letra externa solamente y en realidad, a una palabra vacía, puesto que
sólo mi convicción es instituida como ley, como algo que me obliga y me
vincula.
El
hecho de que tal ley tiene para sí la autoridad divina del Estado y también la
autoridad de los milenios en los cuales fué el vínculo con el que los hombres y
todos sus hechos recíprocamente se sostuvieron y tuvieron consistencia —autoridad
que encierra en sí un número Infinito de convicciones de individuos—, y
el hecho de que yo ponga contra la autoridad de mi convicción singular
(en cuanto convicción subjetiva mía, su validez sólo es autoridad) esta
arrogancia que al comienzo aparece monstruosa, es introducida por parte del
mismo principio como lo que instituye como regla general la convicción
subjetiva.
En verdad, si ahora
con la más grande incongruencia que es introducida por la razón, no susceptible
de ser engañada con una ciencia superficial y con una mala sofisticación, y por
la conciencia se admite la posibilidad de un error, el delito y el mal,
en general, son así, representados como errores y la falta reducida al mínimo.
Puesto que errar
es humano, ¿quién no estará equivocado sobre esto o aquello, sobre si yo
ayer a mediodía he comido sopa o repollo, y sobre cosas innumerables, más
insignificantes o más importantes?
Sin embargo, la
distinción entre insignificante e importante aquí se excluye, si únicamente es
la subjetividad de la convicción y el perseverar en la misma lo que interesa.
Pero aquella más grande inconsecuencia de la posibilidad de un error, que
deriva de la naturaleza de las cosas, se convierte, efectivamente, por el
sentido de que una mala convicción es solamente un error, sólo en otra
inconsecuencia de la deshonestidad; una vez que debe ser la convicción en la
que reside el Ethos y el sumo valor del hombre y, por lo tanto, ella es
declarada como algo supremo y sano; por otra parte, no se trata de nada sino de
un error de mi convencimiento, sin valor y accidental; particularmente algo
externo que me puede acaecer asi o de otra manera.
En realidad, mi
persuasión es algo sumamente insignificante si yo no puedo conocer nada
verdadero; así, es indiferente el modo como yo pienso, y me queda en el
pensamiento aquel vano Bien, abstracción del entendimiento.
Por
lo demás, para aun destacar esto, según el principio de la justificación sobre
la base de la convicción, por el modo de obrar de los demás frente al mío, se da
la consecuencia de que, ya que ellos, según su creencia y su convicción,
sostienen como delito mis acciones, hacen por eso completamente el bien;
con-secuencia en la cual no solamente yo no conservo nada con anticipación,
sino que, al contrario, soy degradado, desde el punto de vista de la libertad y
del honor, a la relación de la servidumbre y del deshonor, esto es, a la
justicia —que en sí también es algo mío—, de sufrir una extraña convicción
subjetiva y en su ejercicio creerme sólo a merced de un poder externo.
f) En
fin, la forma más alta en la cual se aprehende y se expresa absolutamente esa
subjetividad, es aquella que se ha llamado ironía con una palabra
"prestada" por Platón, puesto que de Platón sólo se ha tomado el
nombre, el cual lo empleó en el sentido con que Sócrates lo aplicara en un
diálogo personal contra la presunción de la conciencia inculta y de la
sofística en provecho de la Idea de verdad y de justicia; pero, sin embargo,
sólo trató irónicamente a la conciencia y no a la Idea misma. La ironía considera
solamente una posición del razonamiento acerca de la persona; sin
dirección personal, el movimiento esencial del pensamiento es la dialéctica, y
Platón estaba tan lejos de tomar el elemento dialéctico por sí, o más bien la
Ironía como la cosa última, como la idea misma, que, por lo contrario, él pone
fin al vagabundear del pensamiento y tanto más de una opinión subjetiva,
y la sumerge en la sustancialidad de la Idea.
El
ápice de la subjetividad, a considerar aún aquí, que se entiende como lo
Absoluto, puede ser solamente esto: un saberse aún como aquella decisión
y determinación respecto a la verdad, el derecho y el deber, que en las formas
precedentes existe ya en sí. Ese culminar consiste, en consecuencia, en conocer
así la objetividad ética, empero, no olvidándose de sí mismo ni haciendo
renuncia de sí, al ahondar en la severidad de la misma y al obrar en base a
ella; pero, con referencia a la objetividad, conservarse al mismo tiempo
la misma por sí y conocerse como lo que quiere y decide de un
modo dado y que puede querer y decidir igualmente, de otro modo, al Bien. En
efecto, toma una ley, escuetamente como es en sí y por sí; yo también estoy
presente en ella, pero más aún de vosotros; por eso Yo estoy más allá, puedo
obrar así o de otro modo. La cosa no es lo superior, sino que yo soy el
excelente y soy el dueño por encima de la ley y de la cosa; que sólo juego con
ellas, como con su placer y en esa conciencia irónica, en la cual Yo dejo
sucumbir lo más alto, sólo me gozo a mi mismo. Esto no sólo es la vanidad
de todo contenido ético de los derechos, deberes y leyes —el mal, es decir,
de tal determinación y su penetración filosófica, sólo ha apresado y retenido
aquí, particularmente, el lado de la dialéctica propia, del pulso motor de la
consideración especulativa. Empero, claro del todo, no puede encontrar ni
convenir también con los conceptos, que él mismo desarrolla aún en su última
obra de gran valor, en una critica detallada de las lecciones del señor Augusto
Guillermo Schlegel, En tomo al Arte y a la literatura dramática (Anales,
vol. VII, pág. 90 y sig.). Solger dice aquí: "la verdadera ironía procede
del punto de vista por el cual el hombre, mientras tanto vive en este mundo
presente, puede sólo en este mundo cumplir su destino, también, en el más alto
significado de la palabra. Todo eso con lo cual creemos trascender los fines
finitos es presunción vana y vacía. También lo Supremo existe, para nuestro
obrar, sólo en forma limitada y finita." Esto, exactamente
entendido, es platónico y ha sido dicho más Justamente contra el vacío esfuerzo
señalado más arriba, hacia lo infinito (abstracto); pero que lo Supremo es, en
forma limitada, finito como el Ethos —y el Ethos es esencialmente como realidad
y acción—, es muy distinto de que él sea un fin finito; el respecto y la
forma de lo finito nada toma al contenido, al Ethos, de su sustancialidad y de
la infinitud que tiene en si mismo.
Además se dice:
"Y precisamente por eso, él (lo Supremo) existe en nosotros tan negado
como la cosa más abyecta, y perece necesariamente con nosotros y con
nuestro sentimiento de nulidad, puesto que, en verdad, existe sólo en Dios y en
este parecer se transfigura como algo divina, en el cual no tendríamos parte si
no existiese implícitamente una presencia inmediata de ese algo divino, el cual
se revela precisamente en el dispersar de nuestra realidad; empero, la
disposición en la que ello es claro inmediatamente en los acontecimientos
humanos, es en la ironía trágica."
Este arbitrarlo
nombre de Ironía no Importaría; pero aquí hay algo oscuro. el mal del todo
universal en sí—, sino que agrega también la forma, la vanidad subjetiva de
conocerse a sí mismo como tal vanidad de todo contenido y de reconocerse en
semejante conocimiento, como absoluto..
De qué modo esta
fatuidad absoluta no permanece en un solitario culto de si misma, sino que
también, quizás, puede formar una comunidad cuyo vínculo y sustancia es
quizás también la garantía recíproca de escrupulosidad de buenas intenciones,
el regocijarse de esta mutua pureza, pero particularmente el deleitarse con el
dominio de ese conocimiento de sí y de su enunciación, y en el dominio de esos
cuidados; de qué modo lo que ha sido llamado alma bella, la más noble
subjetividad, se consuma en la vacuidad de toda objetividad, y, en
consecuencia, en la irrealidad de sí misma, y cómo, además, otros aspectos son
formas adjuntas al caso considerado; todo eso ha sido tratado por mí en la Fenomenología!
del Espíritu, donde puede ser confrontada toda la sección C. "La
conciencia", especialmente respecto al tránsito a un grado más alto en
general, allí, por lo demás, determinado de otro modo. Al decir que lo Sumo perece
con nuestra igualdad y que sólo en el dispersar do nuestra realidad se revela
la divinidad. También se dice en pág. 91: "Nosotros vemos a los héroes
engañarse respecto a lo más noble y más bello, en sus Intenciones y en sus
sentimientos, no meramente respecto al éxito, sino también acerca de su
principio y de su valor; más bien, nosotros nos elevamos en calda del Bien
mismo."
En la Fenomenología del Espíritu he desarrollado (pág. 404 y
sig., cfr. 683 y sig.), que el fin trágico de los símbolos éticos en absoluto
puede interesar (el justo fin de los picaros netos y de los delincuentes de
escenario, como, por ejemplo, el héroe de una tragedia moderna. La Culpa, de
Adolfo Müllner, ciertamente tiene interés jurídico-criminal, pero ninguno para
el verdadero arte de que aquí se habla); sublevar y reconciliar consigo mismo,
sólo en cuanto tales símbolos se presentan el uno frente al otro con fuerzas
éticas diferentes, Igualmente privilegiadas, 1 ^ cuales, por desgracia, llegan
a contrastar y en razón de su oposición, frente a un Ethos tienen Culpa, de
donde proviene el Derecho y lo Injusto de ambas, y, por consiguiente, la
verdadera idea ética purificada y triunfante sobre esta unilateralidad es
reconciliada en nosotros; que, en conformidad con esto, no es lo más alto lo
que perece en nosotros, ni nosotros nos elevamos con la caída del bien, sino,
al contrario, con el triunfo de la Verdad; que es el verdadero y puro interés
ético de la tragedia antigua (en la tragedia romántica esa determinación sufre
aún otra modificación (Ver: Estética, Hegel). Pero la Idea Etica "sin
aquella desventura del contraste", y sin el perecer de los individuos
sujetos a esa desventura, es real y actual en el mundo ético; y
que este Sumo no se muestra en realidad como algo nulo, es lo que la
existencia ética real, el Estado, tiene por fin y lo realiza, y lo que posee.
Incluye y conoce en sí la conciencia de por sí ética, y comprende el saber
pensante. (Hegel),
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