16/4/13

Filosofia del derecho de Hegel - Sección Tercera: El bien y la conciencia

SECCIÓN TERCERA

EL BIEN Y LA CONCIENCIA

§ 129
El Bien es la Idea, en cuanto unidad del concepto de la voluntad y de la voluntad particular —en la cual el Derecho abstracto, así como el bienestar y la subjetividad de saber, y la accidentalidad del existir exterior, son superados en cuanto son autónomos por sí, pero no obstante, contenidos y conservados según su esencia—; es la libertad realizada, el absoluto fin del mundo.
§ 130
El bien en esta idea no tiene validez por sí, en cuanto existencia de la individual voluntad particular, sino solamente como Bien Universal, y sustancialmente como Universal en sí, esto es, según la libertad; el Bienestar no es Bien sin el Derecho. Igualmente el Derecho no es el Bien sin el Bienestar ("fíat iustitia" no debe tener como consecuencia: "pereat mundus").
En consecuencia, el Bien como necesidad de ser realmente por medio de la voluntad particular y, a la vez, en cuanto sustancia de la misma, tiene el Derecho Absoluto frente al Derecho Abstracto de la propiedad y a los fines particulares del Bienestar. Cada uno de estos dos momentos, en cuanto es distinto del Bien, tiene validez sólo en cuanto a él se conforman y subordinan.
§ 131
Para la voluntad subjetiva, el Bien es, justamente, lo único esencial y aquél tiene valor y dignidad sólo en cuanto se confirme a ella, en su idea e intención. Como el Bien aquí es todavía Idea abstracta del Bien, la voluntad subjetiva no está aún incluida en el mismo y conformada a él; únicamente existe una relación entre ambos, es decir, en aquello por lo cual el Bien debe ser lo sustancial para la misma y por lo que la voluntad subjetiva debe instituir al Bien como fin y cumplirlo; así como el Bien, por su parte, tiene únicamente en la Voluntad Subjetiva el medio por el cual entra en la realidad.
§ 132
El Derecho de la voluntad subjetiva consiste en que lo que ella debe reconocer como válido lo considere también como bueno; y que a ella le sea imputada una acción, como fin que llega a la objetividad externa, de acuerdo a su conocimiento del propio mérito que ella tiene en esta objetividad, como justa o injusta, buena o mala, legal o ilegal.
El Bien es, en general, la esencia de la voluntad en su sustancialidad y universalidad —^la voluntad en su verdad— y, por lo tanto, sólo reside, simplemente, en el pensamiento y para el pensamiento. La afirmación de que el hombre no puede conocer la verdad, sino que trata solamente con los fenómenos; que el pensamiento perjudica a la buena voluntad; estas y otras concepciones semejantes privan al espíritu así como del valor intelectual, de todo valer y dignidad ética.
El Derecho de no reconocer nada que el Yo no conozca como racional, es el derecho supremo del sujeto; pero, a la vez es formal por su determinación subjetiva; y el derecho de lo racional, como objetivo en el sujeto, permanece, por lo tanto, invariable. A causa de su determinación formal el juicio es, asimismo, tan apto para ser verdadero, como para ser mera creencia y error. El hecho de que el individuo alcance aquel derecho de su juicio, pertenece, desde el punto de vista de la esfera aun moral, a su particular conformación subjetiva.
Yo puedo concebir en mí la pretensión, y mantenerla en mí como un derecho subjetivo, de reconocer una obligación por las buenas razones y de tener la convicción de la misma y, más aún, de que Yo la conozca en su concepto y en su naturaleza. Lo que yo requiero para la satisfacción de mi convicción del Bien, de lo lícito o ilícito de una acción, y, en consecuencia, de su responsabilidad a este respecto, no perjudica, empero al Derecho de la Objetividad. Este Derecho del Juicio en el Bien es distinto del Derecho del Juicio (§ 117) respecto a la acción en cuanto tal; de acuerdo a esto el derecho de la objetividad tiene el aspecto de que, ya que la acción es un cambio que debe existir en un mundo real, y, por lo tanto, quiere ser reconocida en esto, ella (la acción), debe
ser conforme en general a lo que tiene valor en tal mundo. Quien quiera obrar en esa realidad, precisamente por eso, está sometido a sus leyes y ha reconocido el derecho de la objetividad. Igualmente en el Estado, como objetividad del concepto racional, la responsabilidad judicial no debe limitarse a lo que retiene conforme o disconforme a una razón suya, ni a la opinión subjetiva de la juridicidad o antijuridicidad, acerca del Bien y del Mal, ni a las exigencias que el Estado tiene para la satisfacción de su convicción.
En este campo objetivo tiene valor el derecho del juicio, en cuanto juicio sobre lo legal o ilegal como derecho vigente; y se Limita a ser su próximo significado, esto es, conocimiento en cuanto noción de lo que es legal y como tal, obligatorio. Con la publicidad de las leyes, las prácticas generales, el Estado quita lo formal y accidental para el sujeto, al derecho del juicio que aún tiene desde este punto de vista. El derecho del sujeto a conocer la acción en la determinación del Bien o del Mal, tiene como consecuencia disminuir o eliminar, en este sentido, la responsabilidad en los niños, los imbéciles y los dementes. Sin embargo, no se puede fijar un límite determinado para estos estados y para su responsabilidad.
Pero, instituir como fundamento la ofuscación del instante, la exaltación de las pasiones, la embriaguez y, en general, lo que se llama la violencia de los impulsos sensitivos (en cuanto es excluido lo que justifica un derecho de necesidad, § 120), en la responsabilidad y determinación del delito mismo y de su punilidad y mantener tales situaciones, como si para ellas la culpa del delincuente fuese eliminada, significa, igualmente, no tratarlo (§§ 105, 119 anotac), según el Derecho y el honor del hombre, en cuanto su naturaleza es, precisamente, ser esencialmente algo universal y no un momento abstracto o un aislamiento del saber.
Así como el incendiario ha puesto fuego, no en esta superficie del tamaño de una pulgada de la viga que él ha tocado con la tea, como un algo aislado, sino que ha incendiado con ella el todo, la casa; así, también, como sujeto, él no es lo singular de este momento o la sensación aislada del ardor de la venganza. En ese caso él sería un animal, al cual, en razón de su nocividad y terribilidad, por estar sujeto a los accesos de furor, se debería matar. Que el delincuente, en el momento de su acción, debe haberse representado claramente la injusticia y la punibilidad de la misma, para que pueda serle imputada como delito, esta pretensión, que parece garantizarle el derecho de su subjetividad moral, lo priva, por el contrario, de la inmanente naturaleza inteligente, la cual no está ligada en su actualidad activa, a la figura wolfiano-psicológica de las representaciones distintas, y sólo en el caso del maníaco es insensato separarla de la noción y del hecho de las cosas singulares. La esfera en la cual estas situaciones son consideradas como base para la mitigación de la pena, es distinta de la del Derecho: constituye la esfera de la gracia.
§ 133
El Bien tiene para con el sujeto particular la cualidad de ser lo esencial de su voluntad, la que tiene en él simplemente su obligación. Siendo la individualidad distinta del Bien y reintroduciéndose en la voluntad subjetiva, el Bien ante todo, tiene sólo la determinación de la esencialidad universal abstracta, como deber; en razón de su determinación, el deber debe ser cumplido por el deber.
§ 134
Puesto que el obrar exige por sí un contenido particular y un fin determinado, pero como el término abstracto de deber no contiene aún nada semejante, surge la pregunta: ¿Qué cosa es el Deber? Para esta determinación no existe, primeramente, otra cosa que esto: realizar el Derecho y cuidar del Bienestar como determinación universal, el Bienestar de los otros (§ 119).
§ 135
Empero, esas determinaciones no están contenidas en la determinación del deber mismo; pero siendo entrambas condicionadas y limitadas, conducen, precisamente por eso, al lugar más elevado de lo incondicionado, del Deber. Al Deber mismo, en cuanto es en la autoconciencia moral lo esencial y lo universal de la misma, así como se refiere dentro de sí y solamente a sí, queda, en consecuencia, sólo la universalidad abstracta; él tiene para su determinación la identidad privada de contenido o la abstracta positividad, la indeterminación.
Por más que sea esencial poner de relieve la pura autodeterminación incondicionada de la voluntad, como raíz del deber; y como pues, el conocimiento de la voluntad ha adquirido únicamente con la filosofía kantiana (i) su fundamento estable y su punto de vista por medio del concepto de su infinita autonomía (§ 133); otro  tanto, el mantenimiento de la posición, meramente moral, que no alcanza al concepto de la ética, rebaja esa conquista a un vacío formalismo y la ciencia moral a una retórica éel deber en razón del deber. Desde este punto de vista no es posible una doctrina del deber inmanente; ciertamente, aquí se puede admitir una sustancia de lo exterior y llegar a los deberes particulares; pero de aquella determinación del deber como ausencia de contradicción, de un acuerdo formal consigo —que no es más que el establecimiento de la indeterminación abstracta—, no se puede llegar a la determinación de los deberes particulares, ni, si tal contenido particular es considerado con miras a la acción, hay en ese principio una norma de que él sea o no, un deber. Al contrario, todos los modos de obrar antijurídicos e inmorales pueden ser justificados de ese modo. La forma posterior kantiana (i), la capacidad de un acto a ser representado como norma universal, produce, ciertamente, la representación más concreta, la de una situación, pero no contiene por sí otro principio, en cuanto tal ausencia de contradicción es la identidad formal. La afirmación de que no existe propiedad no contiene en sí una contradicción, como tampoco la otra de que éste o aquel pueblo determinado, familia, etcétera, no existe, o que, en general no existen hombres. Si no obstante se establece o presupone por sí que existe propiedad y vida humana y que deben ser respetadas, entonces es una. contradicción cometer un hurto o un homicidio; una contradicción puede acaecer solamente con alguna cosa, esto es, con un contenido, el cual es asentado con anticipación como fundamento, como principio estable. En relación con tal principio, una acción sólo es concordante con él, o está en contradicción. Pero el deber, como identidad formal que debe ser querido sólo como tal y no a causa de un contenido, es, precisamente, exclusión de todo contenido y determinación.
Las otras antinomias y los otros aspectos del perenne deber ser, en el cual sólo anda vagando el punto de vista meramente moral de la relación sin poderlo resolver y llevar más allá el deber ser, ha sido desarrollado por mí en la Fenomenología del Espíritu, página 550, y en Encoclopedia de las Ciencias Filosóficas, § 420 y sig..
§ 136
A la causa de la naturaleza abstracta del bien, el otro momento de la Idea, la particularidad en general, cae en la subjetividad —la cual en su universalidad reflexiva en sí que pone la certeza absoluta de sí misma en sí, como particularidad es el elemento determinante y distintivo: — la Conciencia.
§ 137
La verdadera conciencia es la disposición de querer lo que es bueno en sí y por sí. Tiene principios estables, es decir: las prescripciones objetivas por sí y los deberes. Diferente de esto, su contenido de la verdad es sólo el aspecto formal de la actividad del querer, el que como tal no tiene contenido propio. Pero el sistema objetivo de estos principios y deberes y la unión del saber subjetivo con aquél, existe solamente desde el punto de vista de la Ética. Aquí, en la posición de la Moralidad, la conciencia está sin contenido objetivo; de este modo y por sí, es la infinita certeza de sí misma la que, precisamente por eso, sea tal vez como la certeza de este sujeto.
La conciencia expresa el absoluto derecho de la autoconciencia subjetiva, de saber en sí y por sí misma lo que es Derecho y Deber, y de no reconocer nada más que lo que ella conoce de este modo, como Bien; y al mismo tiempo, de afirmar que lo que ella sabe y quiere, es en verdad Derecho y Deber. La Conciencia, como tal unidad de la voluntad subjetiva y de lo que es en sí y por sí, es un santuario que sería sacrílego tocar. Pero, si la conciencia de un determinado individuo es conforme a esta Idea de la conciencia, si lo que sostiene y da por bueno es realmente bueno, esto únicamente se reconoce por el contenido de lo que debe ser bueno. Lo que es Derecho y Deber, como elemento en sí y por sí racional de las determinaciones de la voluntad, no es esencialmente ni propiedad particular de un individuo, ni en la forma del sentimiento,
o de otro modo, de un saber singular, esto es, sensitivo; sino que se da esencialmente en forma de determinaciones universales pensadas, es decir, en forma de leyes y principios. La Conciencia está so metida al juicio de si es o no es verdadera; su invocación única mente a sí misma contrasta inmediatamente con lo que ella quiere ser: la norma de un modo de obrar racional, válido en sí y por sí, universal. El Estado no puede conocer a la conciencia en su forma propia, como saber subjetivo; tanto menos cuanto que la opinión subjetiva, la seguridad y la invocación a una opinión subjetiva tienen valor científico.
Lo que en la conciencia verdadera no es distinto, es, empero, distinguible, y la subjetividad determinante del saber y del querer puede separarse del verdadero contenido e independizarse, y puede degradarlo a forma y apariencia.
La ambigüedad, respecto a la conciencia, reside en el hecho de que ella está presupuesta en el significado de aquella identidad del saber y del querer subjetivo y del verdadero bien, y así es afirmada y reconocida como algo santo; y precisamente, sólo como reflexión subjetiva de la autoconciencia en sí, pretende, sin embargo, el pri-vilegio que sólo pertenece a la identidad misma en virtud de su contenido válido en sí y por sí, racional. Desde el punto de vista moral, como es diferente en este tratado del ético, entra sólo la conciencia formal; la verdadera sólo ha sido mencionada para de-terminar su diferencia y apartar en lo posible el equívoco de que aquí, donde sólo se considera la conciencia formal, se hable de la verdadera que está encerrada en el sentimiento ético, que se plantea sólo a continuación. Empero la conciencia religiosa, en general, no pertenece a este ámbito.
§ 138
La subjetividad como autodeterminación abstracta y puro consábimiento de sí misma, volatiliza toda determinación del Derecho y del Deber y de la existencia en sí, en cuanto es el poder que juzga y determina, sólo por sí mismo y mediante un contenido, lo que es bueno; y, a la vez, es el poder al cual es deudor de una realidad aquello que antes era sólo una simple concepción y debe ser el bien.
La conciencia de sí, que, en general, está unida a la absoluta reflexión en si, se conoce en ella como tal, y a la que ninguna determinación existente puede ni debe dañar. Como aspecto universal en la historia aparece (en Sócrates y los Estoicos) la tendencia a buscar dentro de sí mismo, y de saber y determinar por sí, lo que es justo y bueno, en una época en la cual lo que tiene fuerza de Derecho y de Bien en la realidad y en el ethos, no puede satisfacer a la buena voluntad; cuando el mundo existente de la libertad le ha llegado a ser infiel y aquélla no se encuentra ya en los deberes que tienen fuerza de obligación y debe buscar sólo en la interioridad ideal el recuperar la armonía perdida en la realidad. De este modo, habiendo afirmado y adquirido su derecho formal la conciencia de sí mismo, importa ahora conocer cómo está constituido el contenido de aquélla.
§ 139
La conciencia de sí en la vanidad de todas las determinaciones vigentes y en la pura intimidad de la voluntad, es la posibilidad de establecer como principio así lo que es universal &n sí y por sí, como, sobre lo universal, el albedrío, la propia particularidad y de realizarla mediante el obrar; es decir, es la posibilidad de ser mala.
La conciencia de la subjetividad formal consiste simplemente en esto: estar en el momento de volcarse en el mal; la moral y el mal tienen su raíz común en conocer por sí mismos que aquélla (la conciencia), es por sí y que conoce y decide por sí.
El origen del mal está en el misterio, esto es, en el lado especulativo de la libertad, en su necesidad de salir de la naturalidad del querer y de ser interior frente a ella. Es esta naturalidad de la voluntad la que, como contradicción de sí misma e Incompatible consigo, se manifiesta en aquella oposición; y, así, esta particularidad de la voluntad misma es la que se determina ulteriormente como el Mal. La particularidad sólo es como algo dúplice; de aquí, la antítesis de la naturalidad frente a la interioridad de la voluntad, la que en esta oposición es sólo un ser por sí, relativo y formal, capaz de extraer su contenido únicamente de las determinaciones de la voluntad natural: del deseo de los estímulos e inclinaciones. De estos deseos e impulsos, etcétera, se dice que pueden ser buenos, "o", también, malos.
Pero, puesto que la voluntad los hace determinación de su contenido —también, en igual determinación de accidentalidad que ellos tienen como naturales—, la forma que, por consiguiente, la voluntad tiene aquí es la particularidad; ella es contrapuesta a la universalidad, en cuanto objetividad interna, en cuanto bien, el cual, a la vez, con la reflexión de la voluntad en sí y por la conciencia cognoscente, se presenta como el otro extremo, en la objetividad inmediata, en lo meramente natural, y así esta intimidad del querer es mala. En consecuencia, el hombre es, a la vez, malo, tanto en sí o por naturaleza, como por su reflexión en sí; de suerte que ni la naturaleza como tal —esto es, si ella no fuese naturalidad de la voluntad que permanece en su contenido particular—; ni la reflexión que se ahonda en si, el conocimiento en general, si no constituyesen aquella antítesis, son por sí el Mal
Con este aspecto de la necesidad del Mal, precisamente, se liga en absoluto el que este mal está determinado como lo que no debe ser necesariamente —esto es, que debe ser eliminado—; y no que aquel primer punto de vista de disidencia, en general, no deba resaltar—, más bien él constituye la distinción del animal Irracional y del hombre—; pero no se debe permanecer firme en lo universal; esto es, que el mal sea abandonado como nulo. Además, en esta necesidad del mal, la subjetividad, como infinitud de esa reflexión, es la que tiene ante sí aquella oposición y reside en ella; si se detiene en la antítesis, esto es, si es Mala, es por lo tanto por sí, se comporta como singular y ella misma es tal capricho. Por consiguiente, el sujeto singular tiene sencillamente la culpa de su Mal.
§ 140
Puesto que la conciencia de sí sabe producir un aspecto positivo en su fin (§ 135) —que necesita de aquél—, porque pertenece al propósito de la concreta acción real y a causa de tal aspecto, ella como deber e intención perfecta, tiene ^1 poder de afirmar como buena para los demás y para sí misma a la acción, cuyo contenido negativo y esencial está, al mismo tiempo, en ella como algo reflejado en si y, en consecuencia consciente de la universalidad de la voluntad, en cotejo con ésta;— "Para los demás": esta es la hipocresía: "para sí misma", he aquí la cima todavía más elevada de la objetividad que se afirma como lo Absoluto.
Esta última oscurísima forma del Mal —por la cual el mal se convierte en bien y el bien en mal y por la cual la conciencia se conoce como poder, por lo tanto, como absoluta—, es el supremo grado de la subjetividad desde el punto de vista moral, la forma en la cual ha prosperado el M&l en nuestros tiempos, es decir, por medio de la filosofía, de una superficialidad del pensamiento que ha trastornado de esta manera un concepto profundo y se ha atribuido el nombre de filosofía; así como el mal se ha atribuido el nombre de bien. Yo quiero en esta anotación aludir brevemente a algunos aspectos de esta subjetividad, que han llegado a ser muy comunes.
a) Por lo que respecta a la hipocresía, están contenidos en ella los siguientes momentos: ) El saber de lo universal verdadero, asi en la forma solamente de sentimiento del Derecho y del Deber, como en la forma de otra noción y conocimiento de ellos; β) la voluntad del individuo opuesta a este universal; γ) Como saber comparativo de los dos momentos, de suerte que, para la misma con-ciencia que quiere, su querer particular es de mala conciencia, aún no es hipocresía como tal.
Ha sido una cuestión a la que en un tiempo se dio gran importancia, si un acto ha de ser mato sólo en cuanto efectuado con mala conciencia, es decir, con la conciencia desprovista de los momentos antes indicados. Pascal saca (Les Provine. 4?- carta) bastante bien las consecuencias de la afirmativa a la cuestión: lis seront touts damnés, ees demi-pécheurs, que ont quelque amour pour la vertu. Mais pour ees francs-pécheurs, pécheurs enduréis, pécheurs sans mélange, pleins et achevés, l'enfer ne les tient pas; ils ont trompé le diable a forcé de s'y abandonner (i). El derecho subjetivo de la conciencia de sí —por el cual ella conoce la acción bajo la determinación de qué forma ella es buena o mala en sí y por sí—, no debe ser pensado en colisión con el derecho absoluto de la objetividad de esta determinación, en tanto que ambos sean representados como separables, indiferentes y accidentales, el uno respecto del otro; relación que también es colocada como fundamento, en particular, en la vieja cuestión sobre la eficacia de la gracia. Por el lado formal, el mal es lo más propicio del individuo, siendo, precisamente, su subjetividad la que toma posición en sí y por sí y, por lo tanto, la que establece la culpa (V. § 139 y anotación); por el lado objetivo, el hombre es, según su concepto, en cuanto espíritu, un ser racional en general, y tiene en sí la determinación de la universalidad reconocida por él. Por lo tanto, significa tratarlo no según la dignidad de su concepto, si el lado del bien y, por consiguiente, la determinación de su mala acción como mala, es separada de él y no le es imputada como mala. De este modo, cómo se determina, en qué grado de claridad o de oscuridad sea desarrollada como conocimiento la conciencia de los momentos en su diferencia, y hasta qué punto una mala acción sea reconocida más o menos con conciencia mala, formal; esto constituye el aspecto más indiferente y que más considera la práctica.
b) Pero obrar mal y con mala conciencia no es aún hipocresía; en ésta acaece la determinación formal de la ficción de presentar al Mal como Bien, en especial para los demás y sobre todo de ponerse externamente como Bueno, concienzudo, devoto y demás cosas semejantes, lo que, de este modo, es solamente una trampa del fraude hacia los demás. Empero, el malvado puede, además, encontrar por sí mismo una justificación al mal en su posterior hacer bien, o en la religiosidad y, en general, en buenas razones; puesto que con ellas lo cambia por sí en bien. Esta posibilidad está en la subjetividad que, como negación abstracta, conoce todas las determinaciones como sujetas a sí y provenientes de ella.
c) A esta perversión se debe atribuir, en especial, aquel aspecto que es conocido como probabilismo. Este erige como principio, el que una acción es permitida y que la conciencia puede estar segura de ello, para lo cual aquélla sabe encontrar alguna buena razón, aunque sea solamente la autoridad de un teólogo del cual disientan por completo los demás.
También, en esta concepción persiste la exacta conciencia de que tal razón y tal autoridad solamente conceden una probabilidad, aunque esto sea suficiente para la seguridad de la conciencia; y aquí se admite que una buena razón es sólo una naturaleza tal que pueden existir frente a ella, al menos, otras razones igualmente buenas. Es de reconocer, también, otra huella de objetividad en esto: que debe haber una razón que determine; pero, puesto que la decisión acerca del bien o del mal es colocada en las muchas buenas razones, entre las cuales están comprendidas también aquellas autoridades y estas razones son tantas y tan opuestas; al mismo tiempo se da en esto, que no es la objetividad de la cosa la que debe decidir, sino la subjetividad. De donde el albedrío y el capricho son los llamados a decidir sobre lo bueno y lo malo, subvirtiéndose tanto la Ética como la religiosidad. Empero, que es propiamente en la subjetividad en la cual entra la decisión, no está aún expresado como principio; más bien, como se ha notado, se da como decisiva una razón. El probabilismo es, por eso, además, una forma de hi
pocresía.
d) El grado inmediatamente más elevado es aquel en el cual la buena voluntad debe consistir en querer el bien; esta voluntad del bien abstracto debe bastar; más bien, ser la sola exigencia, para que la acción sea buena. Ya que la acción, como voluntad determinada tiene un contenido, pero el bien abstracto no determina nada, es reservado a la subjetividad individual el darle su determinación y su cumplimiento. Como en el probabilismo, para aquel que no es también un docto y "reverendo padre", es en la autoridad de un teólogo semejante en la cual puede hacerse la asunción de un contenido determinado bajo la determinación universal del Bien; así, aquí, todo sujeto es colocado inmediatamente en condición de poner el contenido en el bien abstracto, o, lo que es lo mismo, de tomar un contenido bajo un universal. Ese contenido en la acción, en cuanto más concreta, en general es un aspecto, y de ellos la acción tiene muchos, y los tales aspectos quizás puedan darle hasta el predicado de delictuoso y malo.
Empero, aquélla, mi determinación subjetiva del bien, es el conocido por mí en la acción, la buena intención (§ 111).
Por lo tanto, se plantea una antítesis de determinaciones, según una de las cuales la acción es buena, pero de acuerdo a la otra es delictuosa. En consecuencia, parece presentarse también en la acción real la cuestión de si la intención sea realmente buena.
Pero, que el bien sea intención real, no solamente puede, sino que, más bien, debe poder ser siempre así, desde el punto de vista en el cual el sujeto tiene por causa determinante el bien abstracto. Lo que es perjudicado con tal acción de la buena intención que se determina por otros aspectos como delictuosa y mala, ciertamente es también bueno y parece tratarse de entender, cuál entre aquellos aspectos sea el más esencial; pero esta cuestión objetiva es excluida aquí o, más bien, es la subjetividad de la conciencia misma, cuya decisión constituye únicamente lo objetivo. Esencial y bueno son, por lo demás, sinónimos. Aquél es precisamente una abstracción como éste; bueno es lo que es esencial al punto de vista de la voluntad, y esencial, a tal respecto, debe ser justamente esto: que una acción es determinada por mí como buena.
Pero la asunción de todo cualquier contenido bajo el bien, sucede inmediatamente por sí, porque este bien abstracto, no teniendo verdaderamente contenido, se reduce todo a significar solamente,
en general, algo positivo —algo que vale para algún sentido y según su determinación inmediata puede también valer como fin esencial—, por ejemplo: hacer el bien a los pobres, tener cuidado de mí, de mi vida, de mi familia, etcétera. Además como el bien es lo abstracto, así también el mal es un algo privado de contenido, que recibe su determinación de mi subjetividad y se da, también, por este lado, el fin moral de odiar y desarraigar el mal indeterminado. Un hurto, una acción vil, un homicidio, etcétera, como acciones; esto es, en general, efectuadas por una voluntad subjetiva, inmediatamente tienen la determinación de ser la satisfacción de tal voluntad, esto es un algo positivo; y para hacer buena la acción, sólo importa saber el aspecto positivo de la misma, como mi intención, y este aspecto es lo esencial para determinar que la acción es buena, puesto que Yo la conozco como bien en mi intención.
Un hurto para hacer el bien a los pobres, una acción, una deserción del combate a causa de la obligación de cuidar de la propia vida, de la propia familia (quizás también, además, pobre), un homicidio por odio y por venganza, esto es para satisfacer la presunción del derecho propio, del derecho en general y la convicción de la maldad del otro, de su sinrazón hacia mí y hacia los demás, hacia el mundo y el pueblo en general; con el aniquilamiento de este hombre malo que tiene en sí al mismo Mal, con lo cual, al menos, se contribuye al fin de la destrucción del Mal, a causa del lado positivo de su contenido, son erigidos, de este modo en buena intención y, por lo tanto, en buena acción. Basta un desarrollo intelectual extremadamente limitado para discernir, como los doctos teólogos, un lado positivo en cada acción, y, por consiguiente, una buena razón y una buena intención. Así se ha dicho que no existe propiamente el malvado, puesto que él no quiere el Mal a causa del Mal, esto es no la pura negación como tal, sino que siempre quiere algo positivo y, por lo tanto, desde este punto de vista, un bien. En este bien abstracto se desvanece la diferencia entre el Bien y el Mal y todos los deberes reales; por esto, querer meramente el Bien y tener en una acción una buena intención, es más bien el Mal, en cuanto que sólo el Bien es querido en esta abstracción, y, por ende, la determinación del mismo se reserva al albedrío del sujeto.
A este criterio también pertenece el famoso principio: "el fin justifica los medios". Esta expresión por sí es trivial e insignificante. Se puede, justamente, replicar en forma indeterminada, que un fin santo, santifica ciertamente los medios, pero que un fin no santo no los santifica; la frase: "si el fin es justo los medios también lo son", es una expresión tautológica, en cuanto el medio es, precisamente, lo que no es absolutamente por sí, sino que es a causa de otra cosa, y en eso, en el fin, tiene su determinación y su valor, si es verdaderamente un medio. Pero con aquella proposición no se piensa el significado meramente formal, sino que se entiende con él algo más determinado; es decir, que utilizar como medio para un buen fin algo que por sí no es simplemente un medio, violar lo que es por sí santo y, en consecuencia, cometer un delito, como medio de un buen fin, es permitido; más aún, es también un deber.
Revolotea en aquel principio por un lado, la conciencia indeterminada de la dialéctica del elemento positivo primeramente anotado, en aisladas determinaciones jurídicas o éticas; o justamente en indeterminadas proposiciones universales tales como: "Tú no debes matar"; "Tú debes cuidar tus bienes, los bienes de tu familia". Los jueces, los guerreros, tienen no sólo derecho sino el deber de matar hombres, a condición de que se determine exactamente qué especie de hombres y la circunstancia en que sea permitido y sea un deber.
Así, también, mi bien, el bien de mi familia, deben ser pospuestos a más altos fines y ser degradados a medios.
Pero lo que se califica como delito, no es un universal dejado sin determinación, que esté aún sujeto a una dialéctica, pero que tiene ya su determinada delimitación objetiva. Lo que a tal determinación es ahora contrapuesto en el fin que debe quitar al delito su naturaleza, el fin santo, no es nada más que la opinión subjetiva de lo que es bueno y mejor. Es lo mismo que aquí acontece cuando el querer se detiene en el Bien abstracto; es decir, que toda determinación que es en sí y por sí y tiene valor del Bien y del Mal, del derecho y de lo Injusto, es negada; y esta determinación es atribuida al sentimiento, a la representación y al albedrío. La convicción subjetiva se presenta expresamente como regla del Derecho y del Deber, puesto que:
e) La convicción, que considera como justo a algo, debe ser por la cual se determina la naturaleza ética de una acción. El Bien que se quiere no tiene aún un contenido y el principio de la convicción encierra de particular, que la asunción de una acción bajo la determinación del Bien concierne al Sujeto. En consecuencia, la apariencia de una objetividad ética está totalmente desvanecida. Tal doctrina está de inmediato ligada con la sedicente filosofía, muy frecuentemente mencionada, que niega el conocimiento posible de la verdad (y la verdad del Espíritu, volitiva, su racionalidad en cuanto él se realiza, constituyen los principios éticos). Puesto que semejante filosofía hace creer como vacía inutilidad el conocimiento de la Verdad, que mariposea sobre el ámbito del conocer, el cual es sólo lo aparente, ella debe de inmediato erigir como su principio, respecto al obrar, también lo aparente y poner, en consecuencia, el Ethos en la concepción del mundo, propia del individuo y en sus convicciones particulares. La degradación a la que, de este modo, es rebajada la filosofía, aparece, ciertamente, a los ojos del mundo como un acontecimiento indiferente en extremo que considera solamente la ociosa disputa escolástica; pero necesariamente, tal actitud se adapta desde el punto de vista del Ethos, como parte esencial de la filosofía, y ahora aparece solamente en la realidad y para la realidad lo que hay en aquellas posiciones. Con la difusión del criterio, de que la convicción subjetiva es con la que únicamente se determina la naturaleza ética de una acción, acontece que, si bien en el pasado se ha hablado mucho de la hipocresía, en el presente se habla poco; puesto que la calificación del Mal como hipocresía, debe colocar como base el que ciertas acciones son en sí y por si, yerro, culpa y delito, y que quien las comete las conoce necesariamente como tales, como conoce y distingue las normas y las acciones externas de la religiosidad y de la juridicidad, precisamente en la apariencia de la cual hace mal uso.
Con respecto al Mal en general regía la presuposición de que es deber conocer el Bien y saberlo distinguir del Mal. Empero, en todo caso, regía la absoluta pretensión de que el hombre no cometa acciones inicuas y delictuosas y que ellas, en cuanto él es hombre y no bruto, deban serle imputadas como tales.
Pero, si el buen corazón y la buena intención y la convicción subjetiva son declaradas lo que da su valor a las acciones, no hay más hipocresía ni mal, en general, puesto que lo que uno hace, con la reflexión de la buena intención y de los motivos, sabe hacerlo bueno de algún modo; y gracias al momento de su convicción, eso es lo bueno. Así, no hay más delitos ni vicios en sí y por sí, y en el ámbito del pecar franco y libre, impenitente y no conturbado, como ya se ha dicho, se introduce la conciencia de la completa justificación, por medio de la intención y de la convicción. Mi intención del Bien en mi acción y mi convicción del hecho de que aquello es un Bien, vuelve la acción un Bien. En virtud de este principio, cuando se habla de juicio y de condena de la acción, es solamente de acuerdo a la intención y a la convicción del agente y según su creencia, que él debe ser juzgado; no en el sentido en el cual Cristo exige una creencia en la verdad objetiva, de suerte que aquel que tiene una mala conciencia, esto es, una mala convicción por su contenido, también el Juicio resulta malo, es decir, conforme a aquel mal contenido; sino, según la creencia en el sentido de fidelidad a la propia convicción, es decir, si el hombre en su acción ha permanecido fiel a la propia convicción, a la formal fe subjetiva que únicamente encierra la conformidad del deber.
En ese principio de la convicción, puesto que a la vez ella es determinada como algo subjetivo, realmente también el pensamiento debe ser impelido a la posibilidad de un error; y, por lo tanto, en lo cual está presupuesta una ley que es en sí y por sí. Pero la ley no actúa, solamente es el hombre real el que actúa y en el valor de las acciones humanas, según aquel principio, sólo puede Importar hasta qué punto él ha escogido aquella ley en su convicción. Pero si, como consecuencia de esto, no son aquéllas las acciones que necesita Juzgar, es decir, comparar con aquella ley, no se puede decir para qué aquella ley debe existir y servir; tal ley es rebajada a una letra externa solamente y en realidad, a una palabra vacía, puesto que sólo mi convicción es instituida como ley, como algo que me obliga y me vincula.
El hecho de que tal ley tiene para sí la autoridad divina del Estado y también la autoridad de los milenios en los cuales fué el vínculo con el que los hombres y todos sus hechos recíprocamente se sostuvieron y tuvieron consistencia —autoridad que encierra en sí un número Infinito de convicciones de individuos—, y el hecho de que yo ponga contra la autoridad de mi convicción singular (en cuanto convicción subjetiva mía, su validez sólo es autoridad) esta arrogancia que al comienzo aparece monstruosa, es introducida por parte del mismo principio como lo que instituye como regla general la convicción subjetiva.
En verdad, si ahora con la más grande incongruencia que es introducida por la razón, no susceptible de ser engañada con una ciencia superficial y con una mala sofisticación, y por la conciencia se admite la posibilidad de un error, el delito y el mal, en general, son así, representados como errores y la falta reducida al mínimo.
Puesto que errar es humano, ¿quién no estará equivocado sobre esto o aquello, sobre si yo ayer a mediodía he comido sopa o repollo, y sobre cosas innumerables, más insignificantes o más importantes?
Sin embargo, la distinción entre insignificante e importante aquí se excluye, si únicamente es la subjetividad de la convicción y el perseverar en la misma lo que interesa. Pero aquella más grande inconsecuencia de la posibilidad de un error, que deriva de la naturaleza de las cosas, se convierte, efectivamente, por el sentido de que una mala convicción es solamente un error, sólo en otra inconsecuencia de la deshonestidad; una vez que debe ser la convicción en la que reside el Ethos y el sumo valor del hombre y, por lo tanto, ella es declarada como algo supremo y sano; por otra parte, no se trata de nada sino de un error de mi convencimiento, sin valor y accidental; particularmente algo externo que me puede acaecer asi o de otra manera.
En realidad, mi persuasión es algo sumamente insignificante si yo no puedo conocer nada verdadero; así, es indiferente el modo como yo pienso, y me queda en el pensamiento aquel vano Bien, abstracción del entendimiento.
Por lo demás, para aun destacar esto, según el principio de la justificación sobre la base de la convicción, por el modo de obrar de los demás frente al mío, se da la consecuencia de que, ya que ellos, según su creencia y su convicción, sostienen como delito mis acciones, hacen por eso completamente el bien; con-secuencia en la cual no solamente yo no conservo nada con anticipación, sino que, al contrario, soy degradado, desde el punto de vista de la libertad y del honor, a la relación de la servidumbre y del deshonor, esto es, a la justicia —que en sí también es algo mío—, de sufrir una extraña convicción subjetiva y en su ejercicio creerme sólo a merced de un poder externo.
f) En fin, la forma más alta en la cual se aprehende y se expresa absolutamente esa subjetividad, es aquella que se ha llamado ironía con una palabra "prestada" por Platón, puesto que de Platón sólo se ha tomado el nombre, el cual lo empleó en el sentido con que Sócrates lo aplicara en un diálogo personal contra la presunción de la conciencia inculta y de la sofística en provecho de la Idea de verdad y de justicia; pero, sin embargo, sólo trató irónicamente a la conciencia y no a la Idea misma. La ironía considera solamente una posición del razonamiento acerca de la persona; sin dirección personal, el movimiento esencial del pensamiento es la dialéctica, y Platón estaba tan lejos de tomar el elemento dialéctico por sí, o más bien la Ironía como la cosa última, como la idea misma, que, por lo contrario, él pone fin al vagabundear del pensamiento y tanto más de una opinión subjetiva, y la sumerge en la sustancialidad de la Idea.
El ápice de la subjetividad, a considerar aún aquí, que se entiende como lo Absoluto, puede ser solamente esto: un saberse aún como aquella decisión y determinación respecto a la verdad, el derecho y el deber, que en las formas precedentes existe ya en sí. Ese culminar consiste, en consecuencia, en conocer así la objetividad ética, empero, no olvidándose de sí mismo ni haciendo renuncia de sí, al ahondar en la severidad de la misma y al obrar en base a ella; pero, con referencia a la objetividad, conservarse al mismo tiempo la misma por sí y conocerse como lo que quiere y decide de un modo dado y que puede querer y decidir igualmente, de otro modo, al Bien. En efecto, toma una ley, escuetamente como es en sí y por sí; yo también estoy presente en ella, pero más aún de vosotros; por eso Yo estoy más allá, puedo obrar así o de otro modo. La cosa no es lo superior, sino que yo soy el excelente y soy el dueño por encima de la ley y de la cosa; que sólo juego con ellas, como con su placer y en esa conciencia irónica, en la cual Yo dejo sucumbir lo más alto, sólo me gozo a mi mismo. Esto no sólo es la vanidad de todo contenido ético de los derechos, deberes y leyes —el mal, es decir, de tal determinación y su penetración filosófica, sólo ha apresado y retenido aquí, particularmente, el lado de la dialéctica propia, del pulso motor de la consideración especulativa. Empero, claro del todo, no puede encontrar ni convenir también con los conceptos, que él mismo desarrolla aún en su última obra de gran valor, en una critica detallada de las lecciones del señor Augusto Guillermo Schlegel, En tomo al Arte y a la literatura dramática (Anales, vol. VII, pág. 90 y sig.). Solger dice aquí: "la verdadera ironía procede del punto de vista por el cual el hombre, mientras tanto vive en este mundo presente, puede sólo en este mundo cumplir su destino, también, en el más alto significado de la palabra. Todo eso con lo cual creemos trascender los fines finitos es presunción vana y vacía. También lo Supremo existe, para nuestro obrar, sólo en forma limitada y finita." Esto, exactamente entendido, es platónico y ha sido dicho más Justamente contra el vacío esfuerzo señalado más arriba, hacia lo infinito (abstracto); pero que lo Supremo es, en forma limitada, finito como el Ethos —y el Ethos es esencialmente como realidad y acción—, es muy distinto de que él sea un fin finito; el respecto y la forma de lo finito nada toma al contenido, al Ethos, de su sustancialidad y de la infinitud que tiene en si mismo.
Además se dice: "Y precisamente por eso, él (lo Supremo) existe en nosotros tan negado como la cosa más abyecta, y perece necesariamente con nosotros y con nuestro sentimiento de nulidad, puesto que, en verdad, existe sólo en Dios y en este parecer se transfigura como algo divina, en el cual no tendríamos parte si no existiese implícitamente una presencia inmediata de ese algo divino, el cual se revela precisamente en el dispersar de nuestra realidad; empero, la disposición en la que ello es claro inmediatamente en los acontecimientos humanos, es en la ironía trágica."
Este arbitrarlo nombre de Ironía no Importaría; pero aquí hay algo oscuro. el mal del todo universal en sí—, sino que agrega también la forma, la vanidad subjetiva de conocerse a sí mismo como tal vanidad de todo contenido y de reconocerse en semejante conocimiento, como absoluto..
De qué modo esta fatuidad absoluta no permanece en un solitario culto de si misma, sino que también, quizás, puede formar una comunidad cuyo vínculo y sustancia es quizás también la garantía recíproca de escrupulosidad de buenas intenciones, el regocijarse de esta mutua pureza, pero particularmente el deleitarse con el dominio de ese conocimiento de sí y de su enunciación, y en el dominio de esos cuidados; de qué modo lo que ha sido llamado alma bella, la más noble subjetividad, se consuma en la vacuidad de toda objetividad, y, en consecuencia, en la irrealidad de sí misma, y cómo, además, otros aspectos son formas adjuntas al caso considerado; todo eso ha sido tratado por mí en la Fenomenología! del Espíritu, donde puede ser confrontada toda la sección C. "La conciencia", especialmente respecto al tránsito a un grado más alto en general, allí, por lo demás, determinado de otro modo. Al decir que lo Sumo perece con nuestra igualdad y que sólo en el dispersar do nuestra realidad se revela la divinidad. También se dice en pág. 91: "Nosotros vemos a los héroes engañarse respecto a lo más noble y más bello, en sus Intenciones y en sus sentimientos, no meramente respecto al éxito, sino también acerca de su principio y de su valor; más bien, nosotros nos elevamos en calda del Bien mismo."
En la Fenomenología del Espíritu he desarrollado (pág. 404 y sig., cfr. 683 y sig.), que el fin trágico de los símbolos éticos en absoluto puede interesar (el justo fin de los picaros netos y de los delincuentes de escenario, como, por ejemplo, el héroe de una tragedia moderna. La Culpa, de Adolfo Müllner, ciertamente tiene interés jurídico-criminal, pero ninguno para el verdadero arte de que aquí se habla); sublevar y reconciliar consigo mismo, sólo en cuanto tales símbolos se presentan el uno frente al otro con fuerzas éticas diferentes, Igualmente privilegiadas, 1 ^ cuales, por desgracia, llegan a contrastar y en razón de su oposición, frente a un Ethos tienen Culpa, de donde proviene el Derecho y lo Injusto de ambas, y, por consiguiente, la verdadera idea ética purificada y triunfante sobre esta unilateralidad es reconciliada en nosotros; que, en conformidad con esto, no es lo más alto lo que perece en nosotros, ni nosotros nos elevamos con la caída del bien, sino, al contrario, con el triunfo de la Verdad; que es el verdadero y puro interés ético de la tragedia antigua (en la tragedia romántica esa determinación sufre aún otra modificación (Ver: Estética, Hegel). Pero la Idea Etica "sin aquella desventura del contraste", y sin el perecer de los individuos sujetos a esa desventura, es real y actual en el mundo ético; y que este Sumo no se muestra en realidad como algo nulo, es lo que la existencia ética real, el Estado, tiene por fin y lo realiza, y lo que posee. Incluye y conoce en sí la conciencia de por sí ética, y comprende el saber pensante. (Hegel),

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