CAPÍTULO XXIV
Paquita y fray Alhelí.
Nada más llegar a Venecia,
mandó que buscaran a Cacambo por todas las fondas, por todos los cafés, por
todos los prostíbulos, pero no lo encontró. Todos los días enviaba a alguien a
esperarlo en todos los barcos y barcas que atracaban: Cacambo seguía sin dar
noticias.
-¡No es posible! -le decía a
Martín-, ¡yo he tenido tiempo de pasar de Surinam a Burdeos, de ir de Burdeos a
París, de París a Dieppe, de Dieppe a Portsmouth; he rodeado Portugal y España,
he cruzado todo el Mediterráneo, he pasado varios meses en Venecia, y la bella
Cunegunda no ha llegado aún! ¡En vez de ella he encontrado a una tunante y a un
abate del Perigord! No cabe duda que Cunegunda ha muerto, y a mí tan sólo me
resta morir. ¡Qué pena! Habría sido mejor haberme quedado en aquel paraíso de
Eldorado que haber vuelto a esta maldita Europa. ¡Qué razón teníais, mi
querido Martín! Todo es un engaño y no hay más que desgracias.
Una profunda depresión se
apoderó de él y ya no pudo participar en la ópera "alla moda" ni en
ninguna otra diversión de los carnavales, ni dama alguna le suscitó la más
mínima tentación. Martín le dijo:
-Realmente sois muy ingenuo
al creer que un criado mestizo con cinco o seis millones en los bolsillos va a
ir en busca de vuestra amada hasta el fin del mundo y os la va a traer a
Venecia. Si la encuentra, se la quedará él; y si no la encuentra, buscará
otra: os aconsejo que os olvidéis de vuestro criado Cacambo y de vuestra
querida Cunegunda.
Lo que decía Martín no era
muy reconfortante, por lo que la melancolía de Cándido se agravó, mientras
Martín no cesaba de demostrarle que había muy poca virtud y felicidad en el
mundo; salvo quizás en Eldorado, país al que nadie podía llegar.
Estaban discutiendo sobre
este tema tan importante mientras esperaban a Cunegunda, cuando Cándido se
fijó en un joven fraile teatino en la plaza de San Marcos, que llevaba del
brazo a una muchacha. El fraile era de aspecto lozano, rechoncho, fuerte; de
ojos brillantes, de apariencia segura, de semblante altivo y andar firme. La muchacha
era muy bonita e iba cantando; miraba amorosamente al fraile y de vez en cuando
le pellizcaba las mejillas.
-Al menos tendréis que
admitir -le dijo Cándido a Martín- que esta gente es feliz. Hasta el momento y
exceptuando Eldorado, únicamente he encontrado en el mundo habitable a gente
desgraciada, pero apostaría a que esta moza y este fraile es gente muy feliz.
-Pues yo apostaría que no
-dijo Martín.
-Con invitarlos a cenar,
veréis si me equivoco o no.
Inmediatamente se dirige
hacia ellos, les saluda y los invita a su fonda a comer macarrones, perdices
de Lombardía, huevos de esturión y a beber vino de Montepulciano, de Lácrima-Christi,
de Chipre y de Samos. La muchacha se puso colorada, pero el fraile aceptó la
invitación, y ella le siguió mientras miraba a Cándido con ojos de sorpresa y
confusión, velados por algunas lágrimas. Apenas hubo entrado en la habitación
de Cándido, ella exclamó:
-¡Pero fíjate, el señor
Cándido ya no reconoce a Paquita!
Al oír aquellas palabras,
Cándido, que hasta entonces no le había prestado atención porque sólo pensaba
en Cunegunda, le dijo:
-¡Ay!, pobre muchacha, ¿así
que sois vos la misma que puso al doctor Pangloss en el lamentable estado en
el que lo vi?
-¡Desgraciadamente, señor!
La misma -dijo Paquita-; ya veo que lo sabéis todo. Yo también me enteré de las
horribles desgracias sufridas por toda la gente de la señora baronesa y por la
bella Cunegunda. Os aseguro que mi destino no ha sido menos triste. Yo era muy
ingenua cuando vos me conocisteis. Un franciscano, mi confesor, me sedujo con
facilidad, y las consecuencias fueron horrorosas; yo también tuve que irme del
castillo poco después de que el señor barón os pusiera de patitas en la
calle. Gracias a un médico famoso, que se apiadó de mí, hoy no estoy muerta.
Durante algún tiempo fui su querida por gratitud. Su mujer, loca de celos, me
pegaba cruelmente todos los días hecha una furia. Aquel médico era el hombre
más feo que pueda existir, y yo, la criatura más desgraciada por ser azotada
continuamente a causa de un hombre al que no amaba. Vos sabéis, señor, que ser
esposa de un médico es un riesgo claro para la mujer arisca. Aquel médico,
enfadado por el comportamiento de su mujer, un día que estaba acatarrada le
administró una medicina tan eficaz, que en dos horas se murió en medio de
terribles convulsiones. Los parientes de ella denunciaron al señor en los
juzgados; él huyó y a mí me metieron en la cárcel. Me salvó mi belleza, no mi
inocencia. El juez me liberó a condición de ser el sucesor del médico.
Enseguida fui suplantada por otra rival y despedida sin ninguna recompensa, me
vi obligada a continuar en este despreciable oficio que a los hombres os parece
tan placentero, mientras que para nosotras representa un pozo de miserias. Vine
a ejercer la profesión a Venecia. ¡Ay!, señor, si os pudieseis imaginar lo que
supone tener que acariciar lo mismo a un comerciante viejo que a un abogado, a
un monje, a un gondolero o a un abate; estar expuesta a cualquier insulto, a
cualquier humillación; encontrarse en la situación de pedir prestada una
falda, para que luego la levante un hombre repugnante; que un hombre te robe
lo que has ganado con otro; que la policía te multe y te haga chantaje y tener
como única perspectiva una vejez atroz, un hospital, y un estercolero como tumba,
concluiríais que soy una de las criaturas más desdichadas del mundo.
Con toda sinceridad había
confesado Paquita todas estas cosas al bueno de Cándido, en un reservado, en
presencia de Martín, que le decía:
-Como veis llevo ganada
media apuesta.
El hermano Alhelí se había
quedado en el comedor, tomando una copa mientras esperaba la cena.
-Sin embargo -le dijo
Cándido a Paquita cuando os encontré, parecíais tan alegre, tan contenta;
ibais cantando y acariciando al fraile con tanta naturalidad que tuve la
impresión de que erais tan feliz como desgraciada afirmáis ahora ser.
-¡Ah, señor! -contestó Paquita-,
ésa es una de las penalidades que hay que sufrir en este oficio. Ayer mismo un
oficial me dio una paliza y me robó cuanto tenía y hoy tengo que fingir estar
de buen humor para gustarle a un fraile.
Cándido no quiso saber más y
dio la razón a Martín. Se sentaron a la mesa con Paquita y el fraile; la
comida fue bastante entretenida y hacia el final empezaron a hablar con cierta
confianza.
-Padre -le dijo Cándido al
fraile-, vos parecéis tener un destino privilegiado, que debe envidiar todo
el mundo; vuestra cara rebosa salud, tenéis un semblante feliz; podéis
disfrutar de una guapa muchacha y parecéis estar satisfecho de vuestra
condición de fraile teatino.
-Os juro, señor -dijo el
hermano Alhelí-, que me gustaría ver a todos los teatinos ahogados en el fondo
del mar. Mil veces he tenido tentación de prender fuego al convento y
convertirme a la religión musulmana. A los quince años mis padres me obligaron
a vestir este horrible hábito para que mi maldito hermano mayor, ¡al diablo
con él!, tuviera más dinero. La envidia, la discordia y el odio reinan en el
convento. Es cierto que predicando algunos malos sermones consigo un poco de
dinero, la mitad del cual se lo queda el prior; el resto me lo gasto en
prostitutas, pero, cuando regreso por la noche al monasterio, me entran ganas
de darme cabezazos contra la pared de mi cuarto; y todos los demás hermanos
están igual que yo.
Martín se volvió entonces
hacia Cándido con su calma habitual y le dijo:
-¡Bueno! ¿Y ahora qué? ¿No
acabo de ganar mi apuesta?
Cándido regaló dos mil
piastras a Paquita y mil piastras al hermano Alhelí.
-Os digo -comentó a Martín-
que con esto serán felices.
-No lo creo -dijo Martín-;
posiblemente estas piastras les hagan aún mucho más desgraciados.
-Que sea lo que tenga que
ser -dijo Cándido-; pero sólo me consuela una cosa: comprobar que a veces uno
se topa con gente a la que no pensaba volver a encontrar jamás, por lo tanto
así como he vuelto a encontrar mi carnero rojo y a Paquita, podría ser que
encontrara también a Cunegunda.
Martín le contestó:
-Deseo que algún día ella os
haga feliz; pero lo dudo mucho.
-¡Qué cruel sois! -dijo
Cándido.
-Porque sé de la vida -dijo
Martín.
-Pero mirad a esos
gondoleros -dijo Cándido-; ¿no se pasan el día cantando?
-Habría que verlos en sus
casas, con sus mujeres y sus hijos -dijo Martín-. El dux tiene sus
sufrimientos, los gondoleros tienen los suyos. Pensándolo bien, la suerte de un
gondolero es preferible a la de un dux; pero creo que la diferencia es tan
escasa que más vale no tenerla en cuenta.
-He oído hablar -dijo
Cándido- de que el senador Pócocurante, que vive en aquel hermoso palacio, a
orillas del Brenta y que es bastante hospitalario con los extranjeros, es un
hombre que nunca ha sufrido penalidades.
-Me gustaría conocer una
especie tan rara - dijo Martín.
Cándido ordenó que al
instante se solicitara al señor Pococurante audiencia para el día siguiente.
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