PREFACIO
La ocasión inmediata de la publicación de este
compendio se basa en la necesidad de hacer llegar a mis oyentes una guía para
las lecciones que, de acuerdo a mi cátedra (i), dicto acerca de la Filosofía
del Derecho. Este tratado es un desarrollo ulterior y particularmente más
sistemático, de los mismos conceptos fundamentales que sobre esta parte de la
Filosofía están ya contenidos en la Enciclopedia de las Ciencias Filosóficas
(Heidelberg, 1870); y que ya otras
veces he expresado en mis lecciones. Pero, el hecho de la publicación de este
compendio para llevarlo a la presencia del gran público, me ha obligado a
elaborar, de nuevo, más brillantemente, las anotaciones que en breves trazos
debían señalar, antes que todo, las ideas afines o divergentes, las
consecuencias ulteriores, etcétera (que habrán recibido en las lecciones su
desarrollo conveniente), a fin de aclarar, alguna vez, el contenido demasiado
abstracto del texto y tener más amplia visión de las ideas más próximas y
divulgadas en los tiempos presentes. Y así ha resultado una serie de
anotaciones más amplias, ciertamente, de cuanto comporta el fin y la estructura
de un resumen.
Un
verdadero compendio tiene por objeto, sin embargo, la investigación completa de
una ciencia; y, exceptuada, quizás, alguna pequeña adición acá o allá, le son
propios, especialmente, la reconciliación y el ordenamiento de los momentos
esenciales de un contenido, el que es justamente admitido y reconocido desde
antiguo, así como de largo tiempo aquella ordenación tiene establecidas sus
reglas y sus modos. En un compendio filosófico no preocupa encontrar esa
estructura, quizás porque se supone que lo que la filosofía construye sea obra
efímera como la tela de Penélope, que cada día era comenzada de nuevo.
Ciertamente, este resumen
difiere principalmente de un compendio ordinario, por el método que constituye
su orientación. Pero aquí se presupone que el modo filosófico de avanzar de una
materia a otra y de la demostración científica, este modo de conocimiento
especulativo en absoluto se diferencia esencialmente de los otros modos del
conocimiento; el considerar claramente la necesidad de tal distinción puede ser
lo que, únicamente, podrá arrancar a la filosofía de la ignominiosa abyección
en que ha caído en nuestros tiempos.
Ha sido reconocido
muy bien, o mejor sentido que reconocido, por la ciencia especulativa, la
insuficiencia de las formas y de las reglas de la vieja lógica, y de aquel
definir, subdividir y silogizar que encierran las normas del conocimiento
intelectivo (i); pero si esas reglas son descartadas solamente como impedimento
para hablar caprichosamente con el sentimiento, con la fantasía, por intuición
accidental —ya que, sin embargo, también la reflexión y las relaciones del
pensar deben tener su parte—, se recae inconscientemente en el desprestigiado
método del deducir y del raciocinar completamente vulgar.
La
naturaleza del saber especulativo ha sido ampliamente desarrollada en mi Ciencia
de la Lógica; en este tratado, por eso, han sido agregadas aquí y allá
algunas aclaraciones acerca del procedimiento y del método. Por la naturaleza
concreta y en sí tan variada del problema, en verdad ha sido dejado de lado el
demostrar y poner de relieve, en todas y cada una de las particularidades, la
concatenación lógica, que, en parte, podría ser considerada superflua por la
presupuesta ligazón con el método científico; empero, por otra parte, será
evidente por sí mismo que el todo, como el desarrollo de las partes, se apoya
sobre el espíritu lógico. Desde este punto de vista, también quisiera
especialmente que fuese entendido y juzgado este compendio, porque lo que
importa en él es el saber y en el saber, el contenido está ligado
esencialmente a la forma. Se puede, en verdad, escuchar de aquellos que parecen
considerar el asunto muy profundamente, que la forma es algo exterior e
indiferente al objeto y que sólo éste importa; se puede, además, ubicar la
tarea del escritor, especialmente la del filósofo, en el descubrir la verdad,
en el decir la verdad y en el difundir la verdad y los
conceptos exactos.
Si
ahora se considera cómo tal tarea suele ser ejercitada realmente, se ve, por
una parte, recocinar siempre el mismo viejo pastel y revolverlo por todos lados
—tarea que tendrá, ciertamente, su mérito para la formación y el despertar de
los ánimos, si bien puede ser considerado como una trabajosa superficialidad—,
"puesto que ellos tienen a Moisés y a los profetas,
escúchenlos". En particular se tiene frecuentemente la ocasión de
asombrar con el tono y con la pretensión —que es dado reconocer en esto—, es
decir, como si al mundo le hubiesen faltado, justamente hasta ahora, tales
celosos divulgadores de verdad, y el pastel refrito aportase una nueva e
inaudita verdad y hubiese siempre que tener en cuenta "el hoy en día".
Empero, por otra parte, se ve que aquel que tales verdades prodiga es movido y
arrastrado, injustamente por verdades semejantes difundidas por otro lado. ¿Qué
es lo que ahora, en esta multitud de verdades, ni es viejo ni nuevo, sino
constante y que como nunca debe destacarse aquí y allá de tales
consideraciones, informemente inciertas —y cómo de otro modo diferenciarse y
fortificarse—, si no es por medio del saber?
Por lo demás, sobre
el Derecho, la Ética y el Estado, la verdad es también antigua, como que ha
sido enunciada y reconocida públicamente en las leyes y en la moral públicas y
en la religión.
¿De qué tiene
necesidad esta verdad, en cuanto el espíritu pensante no sólo está satisfecho
de poseerla de una manera inmediata, sino también de "concebirla", y
de conquistar la forma racional para el contenido, ya racional en sí mismo, a
fin de que parezca justificado por el pensamiento libre, que no se detiene en
el dato, ya sea éste sostenido por la extrema autoridad positiva del
Estado o por el consenso de los hombres, o por la autoridad del sentimiento
íntimo y del corazón, y por el testimonio inmediatamente aquiescente del
espíritu; sino que procede de sí, y precisamente por eso exige saberse unido en
intimidad con la verdad?
La conducta simple del ánimo
ingenuo es la de atenerse en confiada persuasión, a la verdad públicamente
reconocida y fundar sobre esta base sólida su modo de actuar y su firme
posición en la vida. Contra esta simple conducta ya aparece, quizás, la
supuesta dificultad de qué modo se puede distinguir y descubrir, entre las
infinitamente diversas opiniones, lo que hay allí de universalmente
reconocido y aceptado; y esta dificultad se puede considerar fácilmente como
justa y verdaderamente grave para la cuestión. Pero, en substancia, aquellos
que hacen fácil esta dificultad, están en el caso de no ver el bosque a causa
de los árboles y existe únicamente el obstáculo y la dificultad que ellos
mismos prepararon. Al contrario, esta dificultad y este obstáculo constituyen,
antes que todo, la demostración de que quieren cualquier cosa menos lo que es
universalmente reconocido y admitido, como substancia del derecho y de la
ética. Porque si se trabajase seriamente y no por vanidad y singularidad de
opinar y de ser, se atendrían al derecho substancial, es decir, a los preceptos
de la ética y del Estado y regularizarían en conformidad sus respectivas vidas.
Pero la ulterior dificultad viene de otro lado, esto es: de que el hombre crea
y busca en el pensamiento su libertad y el fundamento de la ética. Sin embargo,
este derecho, por más alto y divino que sea, se transforma en sinrazón si
únicamente tiene valor para el pensamiento y el pensamiento se sepa libre, sólo
cuando discrepe de lo que es reconocido y aceptado universalmente y haya
sabido crearse algo peculiar.
En nuestros tiempos
ha podido parecer sólidamente arraigada en relación al Estado, la teoría de que
la libertad del pensamiento y del espíritu se demuestra, especialmente, sólo
con la divergencia, más bien con la hostilidad, contra lo que se ha reconocido
públicamente; y, en consecuencia, puede parecer raro que una filosofía asuma esencialmente
la tarea de descubrir y suministrar, también, una teoría acerca del Estado
y precisamente una teoría nueva y singular.
Si se observa aquella concepción y su
influencia se debería creer que no ha existido aún en el mundo un Estado o
constitución política, ni que existan en el presente; pero que ahora —y este ahora
dura siempre— haya que comenzar completamente, desde un principio, y que el
mundo moral haya debido esperar, justamente, una tal actualísima
concepción, investigación y creación.
En cuanto a la naturaleza, se concede que la
filosofía debe conocerla como es y que la piedra filosofal está oculta en
algún lugar, pero en la naturaleza misma, que es racional en sí, y
que el saber debe investigar y entender, concibiendo esta razón real presente
en la naturaleza; no los fenómenos y accidentes que aparecen en la superficie,
sino su eterna armonía en cuanto, empero, su ley y esencia inmanente.
Al contrario,
el mundo ético —el Estado, la razón—, tal como se realiza en el elemento
de la autoconciencia, no puede gozar de esa fortuna, es decir, que sea la razón
la que de hecho se afiance como fuerza y potencia en el elemento en que se
conserva y subsiste. El universo espiritual debe más bien ser confiado al
dominio del acaso y del capricho, debe ser abandonado por Dios; de suerte que,
según el ateísmo del mundo moral, la moral se encuentra fuera de él y, como no
obstante debe existir igualmente en él alguna razón, la verdad es únicamente un
problema. Pero en esto reside la legitimidad (más bien la obligación) para todo
pensamiento de fantasear, pero no en la búsqueda de la piedra filosofal, puesto
que esta búsqueda ha sido ahorrada a la filosofía de nuestros tiempos y cada
uno se siente seguro de tenerla en su poder, como de permanecer quieto o de
caminar.
Ahora
acontece, ciertamente, que los que viven en esta realidad del Estado y
encuentran satisfechos en él su deber y su querer —y de éstos hay muchos más de
lo que se cree, puesto que, en el fondo, lo son todos—; y que, en
consecuencia, al menos, tienen conscientemente su satisfacción en el
Estado, se ríen de aquellas actitudes y afirmaciones y las toman por un vano
juego, alegre o serio, deleitable o peligroso. Menos mal sería si aquel
enmarañado trajinar de la reflexión y de la vacuidad, como la acogida y el
tratamiento que ella recibe, fuese una cosa real que se desenvuelve en sí a su
manera; pero es la filosofía la que es colocada en situaciones de mayor
envilecimiento y de descrédito con esa ocupación. El peor de los
envilecimientos es, como ya se ha dicho, que cada uno está convencido de
hallarse en condiciones de sentenciar la filosofía en general, como de estar de
pie y caminar. Acerca de ningún otro arte o saber se muestra ese extremo
desprecio de pensar que se observa en ésta.
En realidad, lo que
hemos visto surgir con grandísimas pretensiones acerca del Estado en la
filosofía de los nuevos tiempos, autoriza, a quienquiera que tenga deseos de tomar
la palabra, la convicción de poder hacerlo por sí absolutamente, y de darse por
lo tanto la prueba de estar en posesión de la filosofía.
Por
lo demás, la sedicente filosofía ha proclamado expresamente que la verdad en
sí no puede ser conocida, sino que lo verdadero es lo que cada uno deja
brotar del corazón, del sentimiento y de la inspiración d) con respecto
a los problemas éticos, esto es, referentes al Estado, al gobierno y a la
constitución. ¡Cuánto, sobre este punto en particular, no ha sido adulada la
juventud! La juventud, por cierto, se lo ha dejado decir complaciente. El
versículo "El Señor lo da a los suyos en el sueño" ha sido
aplicado a la ciencia y, por eso, todo durmiente es contado entre los "suyos"
y los conceptos que cada cual recibía en el sueño, eran por eso,
necesariamente la verdad.
Uno de los jefes de
esta vanidad a la que se da el nombre de Filosofía, el señor Fríes, no se ha
avergonzado, en una pública y solemne ocasión, que se ha hecho famosa, de
expresar sobre el problema del Estado y de la constitución política el
siguiente concepto: "En la nación donde predomina un verdadero sentido
común, en toda actividad de los negocios públicos, la vida vendrá desde
abajo, del pueblo; se consagrarán a toda obra específica de instrucción del
pueblo y de utilidad popular, asociaciones vivas, reunidas inviolablemente por
el santo vínculo de la amistad", etcétera.
Ubicar
el saber —más bien que el proceso del pensar y del concepto—, en la observación
inmediata y en la imaginación accidental; hacer disolver, por lo tanto, la rica
estructura de lo Ético en sí —que es el Estado—, la arquitectura de su
racionalidad, que con la determinada distinción de las esferas de la vida
pública y de sus derechos, y con el rigor de la medida —con la cual se rige
todo pilar, arco o sostén, hace nacer la fuerza del todo por la armonía de las
partes; hacer disolver, repito, esa plástica construcción en la blandura
"del sentimiento de la amistad y de la fantasía", es el principal
propósito de la superficialidad.
Como, de acuerdo a Epicuro, el
mundo en general no existe, así tampoco existe realmente el mundo moral, sino
que, según tal concepción debería ser diferido a la accidentalidad subjetiva de
la opinión y del capricho. Con el simple remedio casero de colocar en el
sentimiento lo que es obra (y, en verdad, más que milenaria) de la razón y de
su intelecto, se le ahorra, ciertamente, toda fatiga al entendimiento racional
y al conocer, dirigidos por el concepto pensante. Mefistófeles, en la obra de
Goethe —digna autoridad— dice sobre esa cuestión poco más o menos lo que ya he
citado en otra circunstancia:
Desprecia también, el
entendimiento y el saber, Dones supremos del
hombre; Así te habrás consagrado al diablo Y deberás seguir hacia la perdición.
Se comprende inmediatamente
que tal posición adquiera, también, la apariencia de la religiosidad; porque
con aquellos recursos dicho proceder no ha conseguido adquirir autoridad. Pero
con la devoción y la Biblia ha pretendido atribuirse el supremo privilegio de
despreciar la ordenación moral y objetividad de las leyes. Puesto que, en
verdad, es también la religiosidad la que en la mera intuición del sentimiento
envuelve a la verdad que en el mundo se abre como reino orgánico. Pero, cuando
aquélla es de buena ley, abandona esa apariencia tan pronto como surge de lo
íntimo hacia la luz del desenvolvimiento y de la revelada riqueza de la Idea y
lleva consigo, desde su interno homenaje, la veneración por una verdad y una
ley que está elevada en sí y por sí por encima de la forma subjetiva del
sentimiento.
La forma particular de la mala
conciencia que se manifiesta en esa especie de retórica, de la cual se pavonea
la superficialidad, puede hacerse criticable aquí; y sobre todo cuando más despojada
está del espíritu, más habla del Espíritu; donde más estéril y
áridamente se expresa, tiene en los labios la palabra "vida e
"iniciar en la vida"; cuando manifiesta el más grande egoísmo del
vacío orgullo, más hace uso de la palabra "pueblo". El sello propio,
sin embargo, que lleva en la frente es el "odio contra la ley".
Que el derecho, la
ética, el mundo real del Derecho y del Ethos se aprehenden con el pensar, que
con los conceptos se da la forma de la racionalidad, esto es, la universalidad
y determinidad; este hecho, es decir, la ley, es lo que aquel sentimiento —que
reserva para sí el capricho— y aquella conciencia —que basa el derecho
en la convicción subjetiva— consideran fundamentalmente como lo más hostil a sí
mismos.
La forma del
derecho, como obligación y como ley, es juzgada por esa conciencia como letra
muerta, fría y como un obstáculo, ya que en ella no se reconoce a sí
misma ni se sabe libre, porque la ley es la razón de la cosa, y ésta no permite
al sentimiento hincharse en la propia singularidad.
Por lo tanto, la
ley, tal como en el curso de este compendio, parágrafo 258, ha sido tratada y
advertida, es, justamente, el scibboleth en el cual se identifican los
falsos hermanos y amigos del pueblo.
Habiéndose
adueñado, entonces, los enredos del capricho del nombre de la filosofía, y
habiendo podido convencer a muchos de que esa clase de engaño es filosofía, se
ha hecho, ciertamente, deshonroso hablar, aún filosóficamente, de la naturaleza
del Estado; y no es reprobable que los hombres de bien se pongan impacientes
cuando oyen mentar la Ciencia del Estado. No es, pues, de extrañar, si los
gobiernos, al fin han vuelto su atención a semejante filosofía, porque entre
nosotros la filosofía no es ejercida como lo fue entre los griegos, como arte
privado, sino que tiene una existencia conocida por el público, en forma
particular o al servicio del Estado.
Si los gobiernos
han demostrado a sus eruditos consagrados a esa profesión, la confianza de
remitirse a ellos para el desenvolvimiento y contenido de la filosofía —aunque
en algunas partes ha sido más bien indiferencia que confianza hacia la misma, y
sólo por tradición se ha conservado su enseñanza (como me consta a mí, se han
dejado subsistir, en Francia al menos, las cátedras de metafísica)—, repetidas
veces ha sido, por ellos, mal compensada esa confianza; o donde, en el otro
caso, se quiere ver indiferencia se debería tener en cuenta el resultado, esto
es, la decadencia de los conocimientos serios como una expiación de esa apatía.
Ante todo, parece
bien que la superficialidad sea muy compatible, por lo menos con el orden y la
quietud extrema, porque no llega a afectar, ni siquiera a sospechar, la
sustancia de las cosas; por lo tanto, nada parece haber contra ella, al menos
por parte de la policía, si el Estado no experimentase en sí la necesidad de
una más profunda cultura y conocimiento, y no exigiese su satisfacción por la
Ciencia.
Pero la
superficialidad respecto a lo Ético, al Derecho y, sobre todo, al Deber, lleva
por sí misma a las normas que en este ámbito constituyen la fatuidad; esto es,
a los principios de los Sofistas, que aprendemos concretamente a conocer por
Platón —principios que basan lo que constituye el Derecho, en los propósitos
y opiniones subjetivas, en el sentimiento subjetivo y en la convicción
individual—, doctrinas que persiguen la disolución de la ética interior, de
la conciencia justa, del amor y del derecho entre los particulares, así como la
destrucción del orden público y de las leyes del Estado.
El significado que
tales hechos deben tener para los gobiernos tal vez no se hará eludir por el
pretexto, que se basa sobre la confianza misma acordada y sobre la autoridad de
una profesión, para exigir del Estado, tanto cuanto le convenga, que garantice
y deje dominar, lo que corrompe la fuente sustancial de los hechos, las normas
universales y hasta el desprecio del Estado mismo.
La expresión de que
"a quien Dios da una misión, da también el entendimiento", es una
vieja broma, que, por cierto, no se puede tomar en serio en nuestros tiempos.
En interés por el
modo y la manera de filosofar, que han sido restaurados por los acontecimientos
entre los gobiernos, no se puede ignorar que ha llegado el momento de
reconocerse la necesidad del apoyo y de la colaboración, por muchas razones,
del estudio de la filosofía.
Ya que se dan
tantas producciones en el terreno de las ciencias positivas, asimismo de la
enseñanza religiosa y de la restante literatura indeterminada, no sólo se ve
cómo el mencionado desprecio hacia la filosofía se manifiesta en esto, sino que
aquéllos que demuestran, al mismo tiempo, estar retrasados en la formación del
pensar y que la filosofía les es algo completamente extraño, sin embargo, la
consideran como algo acabado y perfecto; pero como, del mismo modo, aquí se
acomete expresamente contra la filosofía, y como su contenido (el saber
conceptual de Dios y de la naturaleza física y espiritual, el saber de
la verdad) es declarado desatino, más bien repudiable pretensión, y como la
razón (y de nuevo la razón y en infinito estribillo) la razón ha
sido inculpada, despreciada y condenada —o como, también, al menos es dado
reconocer, cuan incómodas resultan las exigencias, sin embargo, inevitables del
concepto, a una gran parte de la actividad que debe ser científica—; si,
repito, se tienen ante sí tales sucesos, casi se podría admitir el pensamiento
de que en este aspecto la tradición no hubiese sido más respetable, ni siempre
eficaz, para asegurar al estudio filosófico la tolerancia y la
existencia pública.
Las insolencias y
desconsideraciones, comunes a nuestra época contra la filosofía, ofrecen el
singular espectáculo de tener, en un sentido, su razón de ser en la
superficialidad en la que ha sido degradado este saber; y, por otro, tienen,
justamente, la propia fuente en ese elemento contra el cual, sin conocerlo, van
encaminadas.
Porque
la susodicha filosofía ha calificado de disparatada indagación al conocimiento
de la verdad, ha nivelado todos los pensamientos y todos los asuntos,
como el despotismo de los emperadores de Roma había igualado a libres y esclavos,
virtud y vicio, honra y deshonra, conocimiento e ignorancia —de modo que los
conceptos acerca de lo verdadero y las leyes de lo Ético no
son otra cosa que opiniones y convicciones
subjetivas, y las normas más delictuosas son presentadas como convicciones a
la par con aquellas leyes, y cualquier objeto por más insignificante y
limitado, cualquier cosa sin importancia, son aparejados en dignidad con lo que
constituye el interés de todos los hombres razonables y los vínculos del mundo
ético.
Por lo tanto, debe
considerarse como una suerte para la ciencia —en realidad como se ha notado, ha
sido la necesidad de la cosa— que aquella filosofía, que se podía
envolver en sí como erudición pedantesca, haya sido puesta en más íntima
relación con la realidad, en la cual los principios de los derechos y de
los deberes son cosa seria, y que vive en la luz de la conciencia de los
mismos; y que con eso se haya obtenido una franca ruptura.
Es a esa ubicación de la filosofía en la realidad a
que aluden los equívocos. Yo vuelvo, por eso, a lo que he señalado
anteriormente: que la filosofía, porque es el sondeo de lo racional, justamente
es la aprehensión de lo presente y de lo real, y no la indagación de
algo más allá, que sabe Dios dónde estará, y del cual, efectivamente,
puede decirse bien dónde está, esto es, en el error de un raciocinar unilateral.
En el curso que sigue este desarrollo, yo he hecho
notar que aun la república platónica, que pasa como la invención de un vacío
ideal, no ha interpretado esencialmente sino la naturaleza de la ética griega y
que, entonces, con la conciencia del más hondo principio que irrumpía de golpe
en ella —principio que pudo aparecer de inmediato como aspiración aun
insatisfecha y, por ello, sólo como extravío—, Platón tuvo que buscar,
justamente, en la inspiración el remedio contrario; pero ésta, que debía
provenir de lo alto, tuvo que buscarla, ante todo, en una forma exterior, particular
de la ética griega, con la cual suponía superar aquel extravío, y con la
que allí tocaba, por cierto, sobre el vivo y el profundo impulso, la libre e
infinita personalidad.
Por ello Platón se ha manifestado un gran espíritu,
porque, precisamente, el principio en torno del cual gira la sustancia
característica de su Idea es el eje alrededor del cual ha girado el inminente
trastorno del mundo:
Lo que es racional es real; y la que es real es racional.
Toda conciencia ingenua, igualmente que la
filosofía, descansa en esta convicción, y de aquí parte a la consideración del
universo espiritual en cuanto "natural".
Si la reflexión, el sentimiento o cualquier aspecto que adopte la
conciencia subjetiva, juzga como algo vano lo "existente", va más
lejos que él y lo conoce rectamente, entonces se reencuentra en el vacío, y,
puesto que sólo en el presente hay realidad, la conciencia es únicamente
la vanidad.
A la inversa, si la Idea pasa por ser sólo una
Idea, una
representación en una opinión, la filosofía, por el contrario, asegura
el juicio de que nada es real sino la Idea.
En este caso, se trata de conocer, en la
apariencia de lo temporal y pasajero, la sustancia que es inmanente, y lo
eterno que es el presente. Porque lo racional, que es sinónimo de la Idea,
entrando en su realidad juntamente con el existir exterior, se manifiesta en
una infinita riqueza de formas, fenómenos y modos, y rodea su núcleo de una
apariencia múltiple, en la cual la conciencia se detiene primeramente y que el
concepto traspasa para encontrar el pulso interno y sentirlo palpitar aún en
las formas externas. Pero las relaciones infinitamente variadas que se
establecen en esa exterioridad con el aparecer de la esencia en ella, este
infinito material y su regulación, no constituyen objeto de la filosofía.
De otro modo, se
inmiscuiría en cosas que no le conciernen; puede ahorrarse de dar, a propósito
de esto, un buen consejo. Platón pudo omitir la recomendación a las amas de
leche de que no permanecieran inmóviles con los niños, sino que los balancearan
siempre en los brazos: e igualmente Fichte respecto al perfeccionamiento del
pasaporte policial hasta establecer, como se dijo, que no sólo debían estar
expresados los datos del individuo sospechoso en el documento, sino también el
retrato.
En semejantes
detalles no hay que ver ninguna huella de filosofía, y ella puede tanto más
abandonar tal ultra sabiduría y mostrarse por cierto muy liberal acerca de esa
cantidad infinita de problemas. En tal caso, la ciencia se manifestará muy
alejada del odio, que la vacuidad de la sabihondez concibe por múltiples
situaciones e instituciones; odio del cual se complace especialmente la
mezquindad, porque sólo de tal modo alcanza a tener alguna conciencia de sí.
Así,
pues, este tratado, en cuanto contiene la ciencia del Estado, no debe ser otra
cosa, sino la tentativa de comprender y representar al Estado como
algo racional en sí. Como obra filosófica, está muy lejos de pretender
estructurar un Estado tal como "DEBE SER"; la enseñanza que pueda
proporcionar no puede llegar a orientar al Estado "como él debe ser",
sino más bien de qué modo debe ser conocido como el universo ético.
ESTA ES DE GRIEGO
Hic Rhodus, hic
salitis.
Comprender lo que es,
es la tarea de la filosofía, porque lo que es, es la razón. Por lo
que concierne al individuo, cada uno es, sin más, hijo de su tiempo; y,
también, la filosofía es el propio tiempo aprehendido con el pensamiento.
Es insensato,
también, pensar que alguna filosofía pueda anticiparse a su mundo presente,
como que cada individuo deje atrás a su época y salte más allá sobre su Rodas.
Si, efectivamente, su doctrina va más lejos que esto, y erige un mundo como debe
ser, ciertamente es posible, pero sólo en su intención, en un elemento
dúctil, con el cual se deja plasmar cualquier cosa.
Con
una pequeña variación de aquella frase diría:
He aquí la rosa;
baila aquí.
Lo
que reside en la razón como espíritu consciente de sí y la razón como realidad
presente, lo que distingue aquella razón de ésta y no deja encontrar la
satisfacción en ella, es el estorbo de algo abstracto, que no es liberado
haciéndose concepto. Conocer la razón como la rosa en la cruz del presenté (i)
y, por lo tanto, sacar provecho de ésta, tal reconocimiento racional
constituye la reconciliación con la realidad, que la filosofía acuerda a
los que han sentido una vez la íntima exigencia de comprender y conservar, justamente,
la libertad subjetiva en lo que es sustancial, así como de permanecer en ella,
no como algo individual y accidental, sino en lo que es en sí y para sí.
También esto
constituye el sentido concreto de lo que más arriba ha sido designado
abstractamente como la unidad de forma y de contenido; porque la forma, en
su más concreta significación, es la razón como conocimiento que concibe y el contenido
es la razón como esencia sustancial de la realidad ética, así como de la
natural; la identidad consciente de forma y contenido constituye la Idea
filosófica.
Es una gran
obstinación —obstinación que hace honor al hombre— no querer aceptar nada en
los sentimientos que no esté justificado por el pensamiento—, y esa obstinación
es la característica de los tiempos modernos, además de que es el principio
propio del Protestantismo. Lo que Lutero inició como fe en la convicción y en
el testimonio del espíritu, es lo mismo que el Espíritu, madurado
ulteriormente, se ha esforzado en aprehender en el concepto, y así,
emanciparse en el presente y, por lo tanto, descubrirse en él.
Así es cómo se ha
convertido en célebre aquello de que una semi filosofía aleja de Dios —y es la
superficialidad misma la que hace descansar el conocimiento en una aproximación
a la verdad—, pero la verdadera filosofía conduce a Dios; así ha ocurrido
lo mismo con el Estado.
Como la razón no se
satisface con la aproximación, ya que ésta no es ni fría ni cálida, y es, por
lo tanto, rechazada, tanto menos se satisface con la fría desesperación, la
cual admite que en esta vida temporal las cosas van más o menos, o bastante
mal, pero que, justamente en ella, nada mejor se puede tener y que sólo por eso
necesita mantenerse en paz con la realidad; pero una paz más cálida con la realidad
es aquélla que el conocimiento asegura.
Al decir, aún, una palabra
acerca de la teoría de cómo debe ser el mundo, la filosofía, por lo
demás, llega siempre demasiado tarde. Como pensar del mundo surge por
primera vez en el tiempo, después que la realidad ha cumplido su proceso de
formación y está realizada. Esto, que el concepto enseña, la historia lo
presenta, justamente, necesario; esto es, que primero aparece lo ideal frente a
lo real en la madurez de la realidad, y después él crea a este mismo mundo,
gestado en su sustancia, en forma de reino intelectual. Cuando la filosofía
pinta el claroscuro, ya un aspecto de la vida ha envejecido y en la penumbra no
se le puede rejuvenecer, sino sólo reconocer: el búho de Minerva inicia su
vuelo al caer el crepúsculo.
Sin embargo, hora es de
terminar este prólogo. Como prefacio le correspondía, por otra parte, sólo
hablar extrínseca y subjetivamente desde el punto de vista de lo tratado y de
cuál es su premisa. Si se debe hablar filosóficamente de un problema, ello
implica sólo un tratamiento científico objetivo; así como, también para el
autor, una objeción de distinta clase a una consideración del asunto mismo,
sólo debe valer como conclusión subjetiva y como afirmación caprichosa y, por
lo tanto, serle indiferente.
J. G. F. HEGEL.
Berlín, 25 de junio de 1820.
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