7/4/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 28


CAPÍTULO XXVIII

Andanzas de Cándido, Cunegunda, Pangloss,
Martín, etc.



Cándido dijo al barón:
-Os pido perdón otra vez, reverendo padre, por la estocada que os di.
-No se hable más de eso --dijo el barón-; reconozco que estuve algo impulsivo, pero, ya que queréis saber qué azar me trajo a galeras, os contaré que el hermano boticario del colegio me curó las heridas, tras lo cual unos soldados es­pañoles me atacaron, raptaron y encarcelaron en Buenos Aires, precisamente cuando mi hermana acababa de marcharse de allí. Solicité el regreso a Roma junto al padre general y me nombraron capellán del embajador de Francia en Constanti­nopla. No haría ni ocho días que había empeza­do mi cometido, cuando un atardecer conocí a un apuesto joven, que era paje del sultán. Hacía mucho calor y el joven quiso ir a bañarse; a mí también me apeteció bañarme, sin saber que para un cristiano era un crimen capital ser pillado com­pletamente desnudo con un joven musulmán. Un juez musulmán sentenció que me dieran cien bas­tonazos en la planta de los pies y me condenó a galeras. No creo que exista una injusticia más pa­tente. Pero quisiera saber por qué mi hermana friega en la cocina de un rey de Transilvania re­fugiado entre los turcos.

-Y a vos, mi querido Pangloss -dijo Cándi­do-, ¿a qué se debe que os vuelva a ver?
-Es verdad -dijo Pangloss- que me visteis ahorcar y que luego naturalmente debía haber sido quemado; pero recordad que llovía a mares en el momento en que me iban a cocer: era una tormenta tan violenta que desistieron de encen­der la lumbre; me colgaron, porque era lo mejor que podían hacer; entonces un cirujano compró mi cuerpo, me llevó a su casa y me disecó. En primer lugar me hizo un corte en forma de cruz desde el ombligo hasta la clavícula. Había sido ahorcado de la peor manera que se puede ahor­car. Verdaderamente el subdiácono encargado de ejecutar las altas obras de la Santa Inquisición quemaba a la gente de maravilla, pero no tenía la costumbre de ahorcar; como la cuerda estaba mojada, no resbaló bien y se quedó atada; nada, que yo aún respiraba; aquel corte me hizo lan­zar tan tamaño grito, que mi cirujano cayó al sue­lo boca arriba y, pensando que estaba disecan­do al mismísimo diablo, huyó muerto de miedo, rodando otra vez en su huida por las escaleras. Al oír el ruido, su mujer, que estaba en una Bali­ta próxima, acudió y, cuando me vio sobre la mesa con aquel corte en forma de cruz, le entró aún más miedo que a su marido y, al huir, cayó encima de él. Cuando recuperaron un poco el ánimo, oí que la cirujana le decía a su marido:
"Cariño, ¡menuda idea la de disecar a un hereje!
¿No sabéis que tienen siempre el demonio meti­do en el cuerpo? Ahora mismo me voy a buscar un sacerdote para exortizarle." Al oír tal propó­sito me eché a temblar y sacando fueras de fla­queza grité: "¡Tened piedad de mí!" Por último, aquel barbero portugués venció su miedo y me cosió de nuevo la piel; incluso su mujer me aten­dió durante mi convalecencia y a los quince días ya me había curado del todo. El barbero me en­contró una ocupación como criado de un caba­llero de Malta que iba a Venecia, pero aquel amo no tenía con qué pagarme y entré al servicio de un comerciante veneciano con el que fui hasta Constantinopla.
»Un día me dio por entrar en una mezquita; sólo estaban allí un viejo imán y una joven de­vota muy guapa rezando padrenuestros; tenía el escote al aire y entre sus dos pechos llevaba un hermoso ramillete de tulipanes, rosas, anémonas, hierbecillas, jacintos y orejas de oso; ella dejó caer el ramillete al suelo, yo lo recogí y se lo fui a de­volver con un entusiasmo lleno de respeto. Em­pleé tanto tiempo en colocárselo que el imán se enfureció, y, al ver que yo era cristiano, gritó pi­diendo socorro. Fui trasladado a casa del juez, que me sentenció cien varapalos en la planta de los pies, y me mandó a galeras. Fui encadenado justo en la misma galera y en el mismo banco que el señor barón. Había en la galera cuatro mu­chachos de Marsella, cinco sacerdotes napolita­nos y dos monjes de Corfú, todos aseguraron que tales desventuras se daban a diario. El señor ba­rón pretendía haber sufrido una injusticia supe­rior a la mía y yo defendía que el hecho de co­locar un ramillete en el pecho de una mujer es­taba más permitido que hallarse desnudo con un oficial del sultán. Nuestras discusiones no cesa­ban nunca y nos solían dar unos veinte latigazos al día cuando la cadena de sucesos de este mun­do os ha traído hasta nuestra galera, y nos habéis rescatado.
-¡Y bien, mi querido Pangloss! -le dijo Cán­dido-, ¿seguís pensando que todo está perfec­tamente en el mundo aun cuando hayáis sido ahorcado, disecado, molido a golpes, y hayáis re­mado en galeras?
-Sigo sosteniendo mi primera idea -contes­tó Pangloss-; porque al fin y al cabo yo soy un filósofo: no me conviene desdecirme. Pienso que Leibnitz no pudo equivocarse y que la armonía preestablecida es lo más bello junto a lo pleno y a la materia sutil.

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