CAPÍTULO XXVIII
Andanzas de Cándido, Cunegunda, Pangloss,
Martín, etc.
Cándido dijo al barón:
-Os pido perdón otra vez,
reverendo padre, por la estocada que os di.
-No se hable más de eso
--dijo el barón-; reconozco que estuve algo impulsivo, pero, ya que queréis
saber qué azar me trajo a galeras, os contaré que el hermano boticario del
colegio me curó las heridas, tras lo cual unos soldados españoles me atacaron,
raptaron y encarcelaron en Buenos Aires, precisamente cuando mi hermana acababa
de marcharse de allí. Solicité el regreso a Roma junto al padre general y me
nombraron capellán del embajador de Francia en Constantinopla. No haría ni ocho
días que había empezado mi cometido, cuando un atardecer conocí a un apuesto
joven, que era paje del sultán. Hacía mucho calor y el joven quiso ir a
bañarse; a mí también me apeteció bañarme, sin saber que para un cristiano era
un crimen capital ser pillado completamente desnudo con un joven musulmán. Un
juez musulmán sentenció que me dieran cien bastonazos en la planta de los pies
y me condenó a galeras. No creo que exista una injusticia más patente. Pero
quisiera saber por qué mi hermana friega en la cocina de un rey de Transilvania
refugiado entre los turcos.
-Y a vos, mi querido
Pangloss -dijo Cándido-, ¿a qué se debe que os vuelva a ver?
-Es verdad -dijo Pangloss-
que me visteis ahorcar y que luego naturalmente debía haber sido quemado; pero
recordad que llovía a mares en el momento en que me iban a cocer: era una
tormenta tan violenta que desistieron de encender la lumbre; me colgaron,
porque era lo mejor que podían hacer; entonces un cirujano compró mi cuerpo, me
llevó a su casa y me disecó. En primer lugar me hizo un corte en forma de cruz
desde el ombligo hasta la clavícula. Había sido ahorcado de la peor manera que
se puede ahorcar. Verdaderamente el subdiácono encargado de ejecutar las altas
obras de la Santa Inquisición quemaba a la gente de maravilla, pero no tenía la
costumbre de ahorcar; como la cuerda estaba mojada, no resbaló bien y se quedó
atada; nada, que yo aún respiraba; aquel corte me hizo lanzar tan tamaño
grito, que mi cirujano cayó al suelo boca arriba y, pensando que estaba
disecando al mismísimo diablo, huyó muerto de miedo, rodando otra vez en su
huida por las escaleras. Al oír el ruido, su mujer, que estaba en una Balita
próxima, acudió y, cuando me vio sobre la mesa con aquel corte en forma de
cruz, le entró aún más miedo que a su marido y, al huir, cayó encima de él.
Cuando recuperaron un poco el ánimo, oí que la cirujana le decía a su marido:
"Cariño, ¡menuda idea
la de disecar a un hereje!
¿No sabéis que tienen
siempre el demonio metido en el cuerpo? Ahora mismo me voy a buscar un
sacerdote para exortizarle." Al oír tal propósito me eché a temblar y
sacando fueras de flaqueza grité: "¡Tened piedad de mí!" Por último,
aquel barbero portugués venció su miedo y me cosió de nuevo la piel; incluso su
mujer me atendió durante mi convalecencia y a los quince días ya me había
curado del todo. El barbero me encontró una ocupación como criado de un caballero
de Malta que iba a Venecia, pero aquel amo no tenía con qué pagarme y entré al
servicio de un comerciante veneciano con el que fui hasta Constantinopla.
»Un día me dio por entrar en
una mezquita; sólo estaban allí un viejo imán y una joven devota muy guapa
rezando padrenuestros; tenía el escote al aire y entre sus dos pechos llevaba
un hermoso ramillete de tulipanes, rosas, anémonas, hierbecillas, jacintos y
orejas de oso; ella dejó caer el ramillete al suelo, yo lo recogí y se lo fui a
devolver con un entusiasmo lleno de respeto. Empleé tanto tiempo en
colocárselo que el imán se enfureció, y, al ver que yo era cristiano, gritó pidiendo
socorro. Fui trasladado a casa del juez, que me sentenció cien varapalos en la
planta de los pies, y me mandó a galeras. Fui encadenado justo en la misma
galera y en el mismo banco que el señor barón. Había en la galera cuatro muchachos
de Marsella, cinco sacerdotes napolitanos y dos monjes de Corfú, todos
aseguraron que tales desventuras se daban a diario. El señor barón pretendía
haber sufrido una injusticia superior a la mía y yo defendía que el hecho de
colocar un ramillete en el pecho de una mujer estaba más permitido que
hallarse desnudo con un oficial del sultán. Nuestras discusiones no cesaban
nunca y nos solían dar unos veinte latigazos al día cuando la cadena de sucesos
de este mundo os ha traído hasta nuestra galera, y nos habéis rescatado.
-¡Y bien, mi querido
Pangloss! -le dijo Cándido-, ¿seguís pensando que todo está perfectamente en
el mundo aun cuando hayáis sido ahorcado, disecado, molido a golpes, y hayáis
remado en galeras?
-Sigo sosteniendo mi primera
idea -contestó Pangloss-; porque al fin y al cabo yo soy un filósofo: no me
conviene desdecirme. Pienso que Leibnitz no pudo equivocarse y que la armonía
preestablecida es lo más bello junto a lo pleno y a la materia sutil.
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