CAPÍTULO XXX
Conclusión
En el fondo de su corazón
Cándido ya no sentía ganas de casarse con Cunegunda, pero aquella extrema
desfachatez del barón le impulsaba a celebrar la boda, y además Cunegunda le
insistía con tanta premura que no podía volverse atrás. Consultó a Pangloss, a
Martín y al fiel Cacambo. Pangloss escribió un magnífico informe, en el cual
demostraba que el barón no tenía ningún derecho sobre su hermana, y que ella
podía, según las leyes del Imperio, contraer con Cándido un matrimonio de la
mano izquierda o morganático. Martín propuso arrojar al barón al mar; Cacambo,
devolverlo al jefe levantino para que fuera de nuevo a galeras y después
mandarlo a Roma, junto al padre general, en el primer barco. Todos aceptaron
esta propuesta y la vieja la aprobó; a su hermana no le dijeron nada, el asunto
se llevó a cabo con algunas monedas y así tuvieron el placer de trincar a un
jesuita y al mismo tiempo de castigar el orgullo de un barón alemán.
Lo lógico sería pensar que
después de tantas desgracias, Cándido, una vez casado con su amada y viviendo
con el filósofo Pangloss, el filósofo Martín, el prudente Cacambo y la vieja,
y en posesión de tantos diamantes traídos de la patria de los antiguos Incas,
gozaría de la mejor vida del mundo, pero los judíos le habían sableado de tal
manera que únicamente le quedaba aquella pequeña finca; por otra parte su
mujer, cada día más fea, se volvió huraña e insoportable; a la vieja, que
estaba enferma, se le agrió el carácter aún más que a Cunegunda. Cacambo, que
trabajaba en la huerta y vendía luego las hortalizas en Constantinopla, tenía
demasiado trabajo y maldecía su destino. A Pangloss le desesperaba no poder brillar
en ninguna universidad de Alemania. Por su parte, Martín tenía la completa
convicción de que en todas partes cuecen habas y se lo tomaba todo con calma.
Algunas veces Cándido, Martín y Pangloss discutían de metafísica y moral
mientras veían pasar con cierta frecuencia delante de la finca barcos
cargados de nobles, gobernadores y jueces turcos, que eran enviados al exilio a
Lemnos, a Mitilene, a Erzerum. Otros nobles, otros gobernadores, otros jueces
venían a sustituir a los expulsados y también sufrían la misma suerte. Veían
cabezas perfectamente limpias, que eran llevadas para ser expuestas en la
Puerta Sublime. Semejantes espectáculos multiplicaban las discusiones y, si no
discutían, se aburrían tanto que la vieja se atrevió un día a decirles:
-Me gustaría saber qué es
peor: que unos piratas negros te violen mil veces, que te corten las nalgas,
que los búlgaron te apaleen, que te azoten y ahorquen en un auto de fe, que te
disequen, que vayas a galeras, en fin, que tengas que sufrir todas las miserias
que hemos sufrido o que nos quedemos aquí sin hacer nada.
-Es una buena pregunta -dijo
Cándido.
Estas palabras motivaron
nuevas reflexiones que hicieron que Martín llegara a la conclusión de que el
hombre había nacido para vivir en medio de la angustia o en medio del
aburrimiento. Cándido no estaba de acuerdo, pero tampoco estaba seguro de
nada. Pangloss por su parte confesaba que siempre había sufrido muchísimo,
pero que, como una vez había defendido que todo estaba perfecto, seguía
defendiéndolo aun sin creérselo.
Hubo algo que ratificó a
Martín en sus detestables ideas, hizo dudar a Cándido más que nunca y
desorientó a Pangloss. Un día llegaron a la finca Paquita y fray Alhelí en un
estado miserable; en poquísimo tiempo se habían comido las tres mil piastras,
se habían separado, se habían vuelto a juntar, se habían peleado otra vez, habían
ido a la cárcel, habían huido y, por último, fray Alhelí se había hecho turco.
Paquita continuaba con su oficio por todas partes, si bien ya no le hacía
ganar dinero. Martín le dijo a Cándido:
-Ya os advertí yo que
derrocharían enseguida vuestros regalos y que se volverían aún más infelices.
Vos y Cacambo habéis sido dueños de millones de piastras, y no sois por ello
más felices que fray Alhelí y Paquita.
-¡Ah, ah -dijo Pangloss a
Paquita-, el cielo os trae hasta nosotros, mi pobre niña! ¿Sabéis que por
vuestra culpa me faltan la punta de la nariz, un ojo y una oreja? Y vos, ¡hay
que veros a vos! ¡Ay yaya mundo!
La nueva situación les hizo
ponerse a filosofar más que nunca.
Tenían por vecino a un
derviche muy famoso, que era considerado el mejor filósofo de Turquía, y
fueron a consultarlo; Pangloss habló en nombre de todos y le dijo:
-Maestro, venimos a pedirle
que nos explique la causa por la que ha sido creado un animal tan raro como
el hombre.
-¿Y a santo de qué metes tus
narices en esto? -le contestó el derviche-. ¿Es que es de tu incumbencia?
-Pero, reverendo padre -dijo
Cándido; hay mucho mal en la tierra.
-¿Y qué importa -dijo el
deryiche- que haya bien o mal? ¿Acaso su Alteza, cuando envía un barco a
Egipto, se toma la molestia de saber si los ratones que hay en el barco van o
no a gusto?
-Entonces, ¿qué se puede
hacer? -dijo Pangloss.
-Callarte -dijo el derviche.
-Confiaba -dijo Pangloss- en
razonar un poco con vos sobre los efectos y las causas, sobre el mejor de los
mundos posibles, sobre el origen del mal, la naturaleza del alma y la armonía
preestablecida.
Al oír estas palabras, el
derviche les dio con la puerta en las narices.
Mientras hablaban con el
derviche, se había propagado la noticia de que acababan de ser estrangulados
en Constantinopla dos visires de la corte y un clérigo musulmán, y varios
amigos suyos habían sido empalados. Esta tragedia hizo que no se hablara de
otra cosa durante varias horas. Pangloss, Cándido y Martín regresaron a la
pequeña finca y encontraron a un viejecillo que estaba a la fresca, en la
puerta de su casa, bajo unos naranjos. Pangloss le preguntó por curiosidad
cómo se llamaba el clérigo que acababa de ser estrangulado.
-Ni lo sé ni me importa
-contestó el buen hombre-; nunca he sabido el nombre de ningún clérigo ni de
ningún visir. No sé de qué me habláis; supongo que aquéllos que se mezclan en
asuntos públicos morirán en alguna ocasión de mala manera y que lo merecerán;
pero no estoy al corriente de lo que pasa en Constantinopla; me conformo con
enviar allí a la venta la fruta del huerto que cultivo.
Tras decir estas palabras,
invitó a los extranjeros a su casa; sus dos hijas y sus dos hijos les sirvieron
varios refrescos hechos por ellos mismos, sorbete con corteza de cidra
confitada, naranjas, limones, limonadas, piñas, pistachos, auténtico café de
moka y no esa mezcla de mal café de Batavia y de las islas. A continuación las
dos hijas de aquel buen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, de Pangloss
y de Martín.
Cándido dijo al turco:
-Vos debéis poseer un
terreno vasto y magnífico.
-Sólo poseo unas ocho
hectáreas -contestó el turco-; yo y mis hijos las cultivamos y de esta manera
el trabajo aleja de nosotros los tres grandes males existentes en el mundo: el
aburrimiento, el vicio y la necesidad.
Cándido, de regreso a su
finca, pensó con intensidad en aquellas palabras del turco y les dijo a
Pangloss y a Martín:
-Me parece que este buen
hombre se ha labrado un destino bastante mejor que el de los seis reyes con
los que tuvimos el honor de cenar.
-Los honores -dijo Pangloss-
están llenos de peligros, según todos los filósofos: así por ejemplo, Eglon,
rey de los moabitas, fue asesinado por Aod; a Absalón le colgaron del pelo y
lo traspasaron con tres flechas; el rey Nadab, hijo de Jeroboam, fue asesinado
por Baasa; el rey Ela, por Zambri; Ocozías, por Jehú; Atali, porjoiada; los
reyes Joaquín, jeconías, Sedecías fueron hechos esclavos. ¿Sabéis cómo
murieron Creso, Astiages, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Nerón,
Oto, Vitelio, Domiciano, Ricardo III, María Estuardo, Carlos I, los tres
Enriques de Francia, el emperador Enrique IV? Sabéis que...
-Lo que sé -dijo Cándido- es
que debemos cultivar nuestra huerta.
-Tenéis razón -dijo Pangloss-;
porque el hombre fue puesto en el jardín del Edén, "ut operaretur
eum", para que lo cultivara; y eso prueba que el hombre no ha nacido para
vivir ocioso.
-Trabajemos y no pensemos
-dijo Martín-; así la vida será soportable.
Aquella diminuta sociedad se
empeñó en este loable designio y cada cual se puso a ejercitar sus capacidades.
La escasa tierra dio frutos en abundancia. Efectivamente, Cunegunda era muy
fea, pero se convirtió en una excelente repostera; Paquita se dedicó a bordar;
la vieja se encargaba de la ropa. No había nadie que no fuera útil y hasta el
hermano Alhelí se hizo un buen carpintero y llegó a ser un hombre honrado.
Pangloss le decía algunas veces a Cándido:
-Todo tiene relación en el
mejor de los mundos posibles: porque si no os hubiesen expulsado del castillo
por amor a la señorita Cunegunda, si no hubieseis sido entregado a la
Inquisición, si no hubieseis atravesado América andando, si no hubieseis dado
una gran estocada al barón y si no hubieseis perdido todos vuestros carneros de
aquella buena tierra de Eldorado, no estaríais comiendo ahora mermelada de
cidra y pistachos.
-Muy bien dicho -contestó
Cándido-, pero lo importante es cultivar nuestra huerta.
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