9/4/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 30


CAPÍTULO XXX
Conclusión



En el fondo de su corazón Cándido ya no sen­tía ganas de casarse con Cunegunda, pero aque­lla extrema desfachatez del barón le impulsaba a celebrar la boda, y además Cunegunda le insis­tía con tanta premura que no podía volverse atrás. Consultó a Pangloss, a Martín y al fiel Cacambo. Pangloss escribió un magnífico informe, en el cual demostraba que el barón no tenía nin­gún derecho sobre su hermana, y que ella podía, según las leyes del Imperio, contraer con Cándi­do un matrimonio de la mano izquierda o mor­ganático. Martín propuso arrojar al barón al mar; Cacambo, devolverlo al jefe levantino para que fuera de nuevo a galeras y después mandarlo a Roma, junto al padre general, en el primer bar­co. Todos aceptaron esta propuesta y la vieja la aprobó; a su hermana no le dijeron nada, el asun­to se llevó a cabo con algunas monedas y así tu­vieron el placer de trincar a un jesuita y al mis­mo tiempo de castigar el orgullo de un barón alemán.

Lo lógico sería pensar que después de tantas desgracias, Cándido, una vez casado con su ama­da y viviendo con el filósofo Pangloss, el filóso­fo Martín, el prudente Cacambo y la vieja, y en posesión de tantos diamantes traídos de la patria de los antiguos Incas, gozaría de la mejor vida del mundo, pero los judíos le habían sableado de tal manera que únicamente le quedaba aquella pe­queña finca; por otra parte su mujer, cada día más fea, se volvió huraña e insoportable; a la vieja, que estaba enferma, se le agrió el carácter aún más que a Cunegunda. Cacambo, que trabajaba en la huerta y vendía luego las hortalizas en Cons­tantinopla, tenía demasiado trabajo y maldecía su destino. A Pangloss le desesperaba no poder bri­llar en ninguna universidad de Alemania. Por su parte, Martín tenía la completa convicción de que en todas partes cuecen habas y se lo tomaba todo con calma. Algunas veces Cándido, Martín y Pangloss discutían de metafísica y moral mientras ve­ían pasar con cierta frecuencia delante de la fin­ca barcos cargados de nobles, gobernadores y jueces turcos, que eran enviados al exilio a Lemnos, a Mitilene, a Erzerum. Otros nobles, otros go­bernadores, otros jueces venían a sustituir a los expulsados y también sufrían la misma suerte. Ve­ían cabezas perfectamente limpias, que eran lle­vadas para ser expuestas en la Puerta Sublime. Semejantes espectáculos multiplicaban las discu­siones y, si no discutían, se aburrían tanto que la vieja se atrevió un día a decirles:
-Me gustaría saber qué es peor: que unos pi­ratas negros te violen mil veces, que te corten las nalgas, que los búlgaron te apaleen, que te azo­ten y ahorquen en un auto de fe, que te disequen, que vayas a galeras, en fin, que tengas que sufrir todas las miserias que hemos sufrido o que nos quedemos aquí sin hacer nada.
-Es una buena pregunta -dijo Cándido.
Estas palabras motivaron nuevas reflexiones que hicieron que Martín llegara a la conclusión de que el hombre había nacido para vivir en me­dio de la angustia o en medio del aburrimiento. Cándido no estaba de acuerdo, pero tampoco es­taba seguro de nada. Pangloss por su parte con­fesaba que siempre había sufrido muchísimo, pero que, como una vez había defendido que todo estaba perfecto, seguía defendiéndolo aun sin creérselo.
Hubo algo que ratificó a Martín en sus detes­tables ideas, hizo dudar a Cándido más que nun­ca y desorientó a Pangloss. Un día llegaron a la finca Paquita y fray Alhelí en un estado misera­ble; en poquísimo tiempo se habían comido las tres mil piastras, se habían separado, se habían vuelto a juntar, se habían peleado otra vez, habí­an ido a la cárcel, habían huido y, por último, fray Alhelí se había hecho turco. Paquita continuaba con su oficio por todas partes, si bien ya no le ha­cía ganar dinero. Martín le dijo a Cándido:
-Ya os advertí yo que derrocharían ensegui­da vuestros regalos y que se volverían aún más infelices. Vos y Cacambo habéis sido dueños de millones de piastras, y no sois por ello más feli­ces que fray Alhelí y Paquita.
-¡Ah, ah -dijo Pangloss a Paquita-, el cie­lo os trae hasta nosotros, mi pobre niña! ¿Sabéis que por vuestra culpa me faltan la punta de la na­riz, un ojo y una oreja? Y vos, ¡hay que veros a vos! ¡Ay yaya mundo!
La nueva situación les hizo ponerse a filoso­far más que nunca.
Tenían por vecino a un derviche muy famo­so, que era considerado el mejor filósofo de Tur­quía, y fueron a consultarlo; Pangloss habló en nombre de todos y le dijo:
-Maestro, venimos a pedirle que nos expli­que la causa por la que ha sido creado un ani­mal tan raro como el hombre.
-¿Y a santo de qué metes tus narices en esto? -le contestó el derviche-. ¿Es que es de tu in­cumbencia?
-Pero, reverendo padre -dijo Cándido; hay mucho mal en la tierra.
-¿Y qué importa -dijo el deryiche- que haya bien o mal? ¿Acaso su Alteza, cuando envía un barco a Egipto, se toma la molestia de saber si los ratones que hay en el barco van o no a gus­to?
-Entonces, ¿qué se puede hacer? -dijo Pangloss.
-Callarte -dijo el derviche.
-Confiaba -dijo Pangloss- en razonar un poco con vos sobre los efectos y las causas, so­bre el mejor de los mundos posibles, sobre el ori­gen del mal, la naturaleza del alma y la armonía preestablecida.
Al oír estas palabras, el derviche les dio con la puerta en las narices.
Mientras hablaban con el derviche, se había propagado la noticia de que acababan de ser es­trangulados en Constantinopla dos visires de la corte y un clérigo musulmán, y varios amigos su­yos habían sido empalados. Esta tragedia hizo que no se hablara de otra cosa durante varias ho­ras. Pangloss, Cándido y Martín regresaron a la pequeña finca y encontraron a un viejecillo que estaba a la fresca, en la puerta de su casa, bajo unos naranjos. Pangloss le preguntó por curiosi­dad cómo se llamaba el clérigo que acababa de ser estrangulado.
-Ni lo sé ni me importa -contestó el buen hombre-; nunca he sabido el nombre de ningún clérigo ni de ningún visir. No sé de qué me ha­bláis; supongo que aquéllos que se mezclan en asuntos públicos morirán en alguna ocasión de mala manera y que lo merecerán; pero no estoy al corriente de lo que pasa en Constantinopla; me conformo con enviar allí a la venta la fruta del huerto que cultivo.
Tras decir estas palabras, invitó a los extranje­ros a su casa; sus dos hijas y sus dos hijos les sir­vieron varios refrescos hechos por ellos mismos, sorbete con corteza de cidra confitada, naranjas, limones, limonadas, piñas, pistachos, auténtico café de moka y no esa mezcla de mal café de Batavia y de las islas. A continuación las dos hijas de aquel buen musulmán perfumaron las barbas de Cándido, de Pangloss y de Martín.
Cándido dijo al turco:
-Vos debéis poseer un terreno vasto y mag­nífico.
-Sólo poseo unas ocho hectáreas -contestó el turco-; yo y mis hijos las cultivamos y de esta manera el trabajo aleja de nosotros los tres gran­des males existentes en el mundo: el aburri­miento, el vicio y la necesidad.
Cándido, de regreso a su finca, pensó con in­tensidad en aquellas palabras del turco y les dijo a Pangloss y a Martín:
-Me parece que este buen hombre se ha la­brado un destino bastante mejor que el de los seis reyes con los que tuvimos el honor de cenar.
-Los honores -dijo Pangloss- están llenos de peligros, según todos los filósofos: así por ejemplo, Eglon, rey de los moabitas, fue asesi­nado por Aod; a Absalón le colgaron del pelo y lo traspasaron con tres flechas; el rey Nadab, hijo de Jeroboam, fue asesinado por Baasa; el rey Ela, por Zambri; Ocozías, por Jehú; Atali, porjoiada; los reyes Joaquín, jeconías, Sedecías fueron he­chos esclavos. ¿Sabéis cómo murieron Creso, Astiages, Darío, Dionisio de Siracusa, Pirro, Perseo, Nerón, Oto, Vitelio, Domiciano, Ricardo III, Ma­ría Estuardo, Carlos I, los tres Enriques de Fran­cia, el emperador Enrique IV? Sabéis que...
-Lo que sé -dijo Cándido- es que debemos cultivar nuestra huerta.
-Tenéis razón -dijo Pangloss-; porque el hombre fue puesto en el jardín del Edén, "ut operaretur eum", para que lo cultivara; y eso prueba que el hombre no ha nacido para vivir ocioso.
-Trabajemos y no pensemos -dijo Martín-; así la vida será soportable.
Aquella diminuta sociedad se empeñó en este loable designio y cada cual se puso a ejercitar sus capacidades. La escasa tierra dio frutos en abun­dancia. Efectivamente, Cunegunda era muy fea, pero se convirtió en una excelente repostera; Paquita se dedicó a bordar; la vieja se encargaba de la ropa. No había nadie que no fuera útil y has­ta el hermano Alhelí se hizo un buen carpintero y llegó a ser un hombre honrado. Pangloss le de­cía algunas veces a Cándido:
-Todo tiene relación en el mejor de los mun­dos posibles: porque si no os hubiesen expul­sado del castillo por amor a la señorita Cunegunda, si no hubieseis sido entregado a la Inquisición, si no hubieseis atravesado América andando, si no hubieseis dado una gran esto­cada al barón y si no hubieseis perdido todos vuestros carneros de aquella buena tierra de Eldorado, no estaríais comiendo ahora mermela­da de cidra y pistachos.
-Muy bien dicho -contestó Cándido-, pero lo importante es cultivar nuestra huerta.

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