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Cándido de Voltaire - Capítulo 22


CAPÍTULO XXII

Aventuras de Cándido y Martín en Francia.



Cándido se detuvo en Burdeos sólo el tiempo necesario para vender algunas piedras de Eldorado y para conseguir un carruaje de dos plazas, porque no podía ya prescindir de su filósofo Mar­tín; sólo sintió el tener que separarse de su car­nero, que había regalado a la Academia de Cien­cias de Burdeos, la cual propuso como tema para el premio de aquel año la investigación sobre las causas del color rojo de la lana de aquel carne­ro. El premio lo ganó un sabio del norte, que demostró con que A, más B, menos C, dividido por Z, que el carnero tenía que ser rojo y que mori­ría de viruelas.
Ahora bien, como todos los viajeros que Cán­dido encontraba en las fondas del camino le co­mentaban que se dirigían a París, le entraron ga­nas de ver aquella capital y además no se desviaba mucho de su camino a Venecia.
Entró por el barrio de Saint-Marceau, y le pa­reció que estaba en el pueblo más feo de Westfalia.
En cuanto Cándido llegó a la posada, el can­sancio le produjo una leve enfermedad. Debido al enorme diamante que llevaba en el dedo y a que habían visto entre su equipaje un cofre ex­cesivamente pesado, enseguida acudieron junto a él dos médicos que no habían sido llamados, algunos amigos íntimos que no le dejaban ni un momento solo y dos beatas que le llevaban calditos calientes. Decía Martín:
-Recuerdo que la primera vez que estuve en París también caí enfermo, pero era muy pobre y nadie estuvo junto a mí, ni amigos, ni beatas, ni médicos, y aun con todo sané.
Por el contrario, gracias a tantas medicinas y sangrías, la enfermedad de Cándido se agravó. Un beato de la parroquia vino un día a ofrecer­le, con toda delicadeza, un pagaré al portador para el otro mundo: Cándido no quiso saber nada. Las beatas le aseguraron que era una nue­va moda, pero Cándido les contestó que él no es­taba para modas. Martín quiso arrojar al beato por la ventana y éste juró que no enterrarían a Cán­dido. Martín juró que a quien iban a enterrar era a él si seguía dando la lata. Se enzarzaron acalo­radamente: Martín lo cogió por los hombros y lo echó a patadas, lo cual provocó tan gran escán­dalo que hasta se hizo un atestado.
Cándido sanó por fin y durante su convale­cencia siempre estaba muy bien acompañado en su casa a la hora de la cena. Se jugaban grandes apuestas. A Cándido le parecía raro que nunca le vinieran los ases, en cambio Martín no se extra­ñaba de ello.
Entre los que le enseñaban la ciudad, había un joven abate del Perigord, una de esas personas di­ligentes, siempre atentas, siempre serviciales, frescas, cordiales, acomodaticias, que están al acecho de los extranjeros, les cuentan la historia escan­dalosa de la ciudad y les ofrecen placeres a cual­quier precio. Este tipo llevó a Cándido y a Martín al teatro en primer lugar. Se estrenaba una trage­dia. La localidad de Cándido estaba situada junto a la de ciertos entendidos en la materia, pero eso no le impidió llorar en algunas escenas represen­tadas con total realismo. Uno de los eruditos que estaba a su lado le dijo en un entreacto:
-Os equivocáis al llorar; esa actriz es muy mala y el actor que trabaja con ella es mucho peor; y no hablemos de la obra, que es peor aún que los actores; el autor no sabe ni una palabra de árabe, no obstante la escena se desarrolla en Arabia; y por añadidura, es un hombre que no cree en las ideas innatas; os puedo traer mañana veinte panfletos en su contra.
-Señor, ¿cuántas obras de teatro hay en Fran­cia? -preguntó Cándido al abate; éste contestó:
-Unas cinco o seis mil.
-Son muchas -dijo Cándido-; ¿cuántas son buenas?
-Quince o dieciséis -contestó el otro.
-Son muchas -dijo Martín.
A Cándido le gustó mucho una actriz, cuyo personaje era el de la reina Isabel, en una trage­dia bastante simple, que se suele representar al­gunas veces.
-Esta actriz -le dijo a Martín- me gusta mu­cho; tiene un cierto aire con la señorita Cunegunda; me encantaría poder saludarla.
El abate del Perigord se ofreció a presentársela en su propia casa. Cándido, que había sido edu­cado en Alemania, preguntó cuál era la etiqueta, y cómo eran tratadas en Francia las reinas de In­glaterra.
-Depende -contestó el abate-; en provin­cias, se las invita a la fonda; en París, se las trata con mucha cortesía si son hermosas, y cuando es­tán muertas, se arrojan a la basura.
-¡Las reinas a la basura! -exclamó Cándido.
-Sí, de verdad -dijo Martín-; el señor aba­te tiene razón: me encontraba yo en París cuan­do la señorita Monime pasó, como se dice, a me­jor vida; se le negó lo que aquí se conoce como "honores de enterramiento", o sea, pudrirse con todos los desheredados del barrio en un mal ce­menterio, fue enterrada aparte, completamente sola, en la esquina de la calle Bourgogne; eso de­bió producirle una enorme pena, porque era una mujer con nobleza de espíritu.
-Es una descortesía -dijo Cándido.
-¿Y qué queréis? -dijo Martín-; la gente es así. Todas las contradicciones y todas las incom­patibilidades que vos podáis imaginar las encon­traréis en el gobierno, en los tribunales, en las iglesias y en los espectáculos de esta desconcer­tante nación.
-¿Es cierto que en París se están riendo siem­pre? -dijo Cándido.
-Sí -dijo el abate-, pero con rabia: porque aquí se quejan de todo a carcajada limpia; hasta los actos más despreciables se cometen riendo.
-¿Quién es -dijo Cándido- ese puerco que echaba pestes de la obra que tanto me ha hecho llorar y cuyos actores me han gustado tanto?
-Es un mal sujeto -contestó el abate-, se gana la vida desprestigiando todas las obras y to­dos los libros; odia al que triunfa, como los eu­nucos odian a los que sienten placer; es una de esas sabandijas de la literatura que se alimentan de cieno y veneno; es un foliculario.
-¿Qué es un foliculario? -dijo Cándido.
-Es -dijo el abate- un escritor de panfle­tos.
Cándido, Martín y el de Perigord mantenían esta conversación en la escalera mientras veían desfilar al público al finalizar la obra.
-Aunque tengo muchas ganas de ver a la se­ñorita Cunegunda -dijo Cándido-, sin embar­go me gustaría cenar esta noche con la señorita Clairon, porque me ha parecido admirable.
El abate, que no era el tipo de hombre que se relacionara con la señorita Clairon, la cual sólo tenía amistad con gente encopetada, le dijo:
-Esta noche está ocupada, pero tendré el ho­nor de llevaros a casa de una dama ilustre y allí conoceréis París como si hubierais vivido en él cuatro años.
Cándido, que tenía un carácter curioso, se dejó llevar a casa de la dama, situada en un ex­tremo del barrio de St. Honoré; allí se estaba ju­gando al faraón y doce atribulados jugadores sostenían en la mano un mazo de cartas do­bladas por una punta, señal evidente de su rui­na. Reinaba un profundo silencio, los jugado­res estaban pálidos, el que tenía la banca, nervioso; y la dueña de la casa, sentada cerca del implacable banquero, observaba con ojos de lince todas las apuestas dobles y todas las apuestas irregulares que cada jugador señalaba doblando una punta de sus cartas; ella les obli­gaba a desdoblarla con gesto serio pero cortés, y no se enfadaba por miedo a perder clientes. La dama se hacía llamar marquesa de Parolignac. Su hija, de quince años, estaba entre los jugadores y advertía con un guiño de ojos de las trampas con las que aquella pobre gente intentaba en­mendar las desgracias del azar. El abate de Perigord, Cándido y Martín entraron; nadie se levan­tó, ni fue a saludarles, ni tan siquiera los miraron; todos estaban intensamente abstraídos con sus cartas.
-La señora baronesa de Tunder-ten-tronckh era más educada -dijo Cándido.
.En ese momento el abate se acercó a la mar­quesa y le susurró algo al oído, ella hizo el ade­mán de levantarse y saludó a Cándido con una sonrisa y a Martín con un gesto; ofreció una silla y un juego de naipes a Cándido, que perdió cin­cuenta mil francos en dos bazas, tras lo cual ce­naron alegremente. Todo el mundo estaba ex­trañado de que Cándido no se quejara por el dinero perdido; los criados comentaban entre sí en su lenguaje:
-Debe ser un importante lord inglés.
La cena fue como casi todas las cenas de Pa­rís: en un primer momento silencio absoluto, a continuación, un estallido de palabras que ape­nas se entienden, finalmente, mucho chiste in­sulso, cotilleos, ideas detestables, un poco de po­lítica y mucha calumnia; hasta se habló de libros recién publicados.
-¿Han leído ustedes -dijo el abate de Perigord- la novela del señor Gauchat, doctor en teologia?
-Sí -contestó uno de los comensales-, pero no pude acabarla. Tenemos un sinfín de pu­blicaciones impertinentes, pero entre todas jun­tas no alcanzan la impertinencia de Gauchat, doc­tor en teología; estoy tan harto de la cantidad de libros detestables que hay hoy en día que he pre­ferido apostar al faraón.
-Y las Misceláneas del arcipreste T..., ¿qué le parecen? -dijo el abate.
-¡Ay! -dijo la señora de Parolignac-, ¡que son de un aburrimiento mortal! ¡Trata de lo que todo el mundo precisamente ya conoce! ¡Y dis­cute con insistencia lo que no merece la pena ni dedicarle un segundo! ¡Y con qué estupidez se apropia del talento de los demás! ¡Estropea todo cuanto toca! ¡A mí me aburre soberanamente!, pero desde luego que no me va a aburrir otra vez; he tenido suficiente con unas pocas páginas del arcipreste.
Sentado en la mesa había un hombre sabio y de buen gusto, que ratificó los comentarios de la marquesa. Se pusieron luego a hablar de trage­dias; la dama preguntó por qué había tragedias que alguna vez se representaban, pero que era imposible leer. El hombre explicó muy bien cómo una obra podía presentar cierto atractivo, pero no tener casi ningún valor; en pocas palabras, de­mostró que no son suficientes dos o tres sucesos como los que se encuentran en todas las nove­las y que siempre seducen al público, sino que hay que ser innovador sin resultar ridículo, con frecuencia sublime y siempre natural, conocer el corazón humano y conseguir mostrarlo a través de las palabras; ser un gran poeta sin que ningún personaje pueda parecerlo; conocer su lengua a la perfección, hablarla con pureza y constante ar­monía, sin que la rima vaya nunca en detrimen­to del sentido. Cualquiera, añadió, puede escri­bir, sin obedecer estas reglas, una o dos tragedias que tengan éxito en el teatro, pero jamás estará en la nómina de los buenos escritores; hay muy pocas tragedias buenas; unas son poemas amo­rosos en diálogos bien escritos y con rimas acer­tadas; otras, pensamientos políticos que aburren a cualquiera, o amplificaciones que resultan mo­lestas; otras, proyectos de algún energúmeno, en un estilo torpe, con ideas inconclusas, con largas invocaciones a los dioses porque no se conoce el lenguaje de los hombres, con falsas máximas y lugares comunes con mucha retórica.
Cándido escuchó con atención estos comen­tarios y tuvo en gran estima al orador; y, como la marquesa lo había sentado intencionadamen­te a su lado, se le acercó al oído y le preguntó quién era aquel hombre que se expresaba tan bien.
-Es un sabio -dijo la dama- que no viene a jugar sino que el abate suele traer a veces a ce­nar: es muy entendido en tragedias y libros; ha escrito una tragedia que fue silbada, y un libro del cual el único ejemplar que se ha visto fuera de la librería de su editor fue uno que me dedi­có a mí.
-¡Qué gran hombre! -dijo Cándido-, es otro Pangloss.
Entonces, volviéndose hacia él le preguntó:
-Señor, ¿pensáis vos que todo es perfecto en el mundo físico y en el moral y que no podría ser de otra manera?
-Yo, señor -le contestó el sabio-, no pien­so en absoluto de ese modo: para mí todo va mal entre los hombres; nadie sabe cuál es su posición ni su responsabilidad, ni lo que hace, ni lo que debe hacer, y salvo el tiempo dedicado a las co­midas, que es bastante alegre y en el que pare­ce existir bastante fraternidad, el resto del tiem­po se emplea en estúpidas querellas: jansenistas contra molinistas, parlamentarios contra clérigos, escritores contra escritores, cortesanos contra cortesanos, financieros contra pueblo, mujeres contra maridos, parientes contra parientes; es una guerra sin fin.
Cándido le replicó:
-Peores cosas he visto yo, pero un hombre sabio, al que más tarde ahorcarían, me enseñó que todo va de maravilla; y que todo eso son como las sombras de un bello cuadro.
-Vuestro ahorcado se reía del mundo -dijo Martín-; vuestras sombras son manchas horri­bles.
-Los hombres son los culpables de las man­chas -dijo Cándido-, y no pueden sustraerse a ello.
-Así que no tienen culpa de nada -dijo Mar­tín.
La mayoría de los jugadores, que no com­prendía aquella conversación, se entretenía be­biendo; y mientras Martín seguía hablando con el sabio, Cándido le contó parte de sus aventu­ras a la dueña de la casa.
Después de cenar, la marquesa llevó a Cándi­do a su salita, y le invitó a que se sentara en un sofá.
-Bueno, bueno -le dijo-, ¿así que conti­nuáis perdidamente enamorado de la señorita Cunegunda de Thunder-ten-tronckh?
-Sí, señora -contestó Cándido.
La marquesa le replicó con una sonrisa llena de ternura:
-Me tratáis como un joven de Westfalia; un francés me habría dicho: "Os aseguro que ama­ba a la señorita Cunegunda hasta el momento de veros, señora; temo que ya no la amo."
-Lo siento, señora -dijo Cándido-, res­ponderé según vuestro deseo.
-Vuestra pasión por ella -dijo la marquesa­nació al recoger su pañuelo del suelo; quiero que ahora recojáis mi liga.
-Con mil amores -dijo Cándido; y la reco­gió.
-Pero quiero que me la pongáis de nuevo -dijo la dama; y Cándido se la puso de nuevo. La dama le dijo-: Mis amantes de París suelen lan­guidecer por mí a veces hasta quince días, pero, como sois extranjero, me entrego a vos hoy mis­mo, porque se deben rendir los honores de su tierra a un joven de Westfalia.
Aquella bella dama, que había reparado ya en los dos enormes diamantes de las dos manos de su joven extranjero, manifestó tales alabanzas de ellos y de manera tan sincera que pasaron de los dedos de Cándido a los de la marquesa.
Cándido, ya de regreso con su abate del Perigord, sintió remordimientos por haberle sido infiel a la señorita Cunegunda, y el señor abate compartió su pena; en realidad era muy peque­ña su parte correspondiente en las cincuenta mil libras perdidas por Cándido en el juego, y en el valor de los dos brillantes, mitad regalados, mi­tad arrebatados. Tenía la intención de aprovechar al máximo las ventajas que le pudiera aportar la amistad con Cándido. Le habló mucho de Cune­gunda, y Cándido le aseguró que pediría debi­damente perdón a su amada por su infidelidad, cuando llegara a Venecia.
El del Perigord duplicaba cumplidos y aten­ciones y mostraba sensible interés por todo lo que Cándido decía, por todo lo que hacía, por todos sus proyectos.
-¿Así que tenéis, señor -le dijo-, una cita en Venecia?
-Sí, señor abate -contestó Cándido-; es del todo necesario que vaya a reunirme con la se­ñorita Cunegunda.
Entonces, animado por el placer de hablar de su amada, contó, según su costumbre, parte de sus aventuras con aquella ilustre wetsfaliana.
El abate le comentó:
-La señorita Cunegunda es muy inteligente y pienso que debe escribir cartas encantadoras.
-Jamás he recibido una-dijo Cándido-; porque considerad que, como me habían echa­do del castillo por estar enamorado de ella, no podía escribirle; que poco después me enteré de que estaba muerta, que más tarde la encontré y que la perdí de nuevo, y que ahora le he envia­do a dos mil quinientas leguas de aquí un men­sajero, cuya respuesta aguardo.
El abate escuchaba pensativamente con mu­cha atención. Se despidió de los dos extranjeros, tras darles un afectuoso abrazo. Al día siguiente, por la mañana temprano Cándido recibió una car­ta concebida en estos términos:

«Muy amado mío: Hace ocho días que estoy en­ferma en esta ciudad y he sabido que estáis aquí. Vo­laría hasta vuestros brazos si pudiera moverme. Tam­bién me he enterado de vuestro paso por Burdeos; allí quedaron el fiel Cacambo y la vieja, que pronto se reunirán conmigo. El gobernador de Buenos Aires lo robó todo, si bien aún poseo vuestro corazón; vues­tra visita podrá curarme o me hará morir de placer..»

Esta inesperada carta, tan encantadora, pro­dujo en Cándido una alegría inefable, aunque la enfermedad de su querida Cunegunda le llenó de dolor. Roto por estos dos sentimientos opuestos, coge el oro y los diamantes, y, acompañado de Martín, se dirige al hotel en el que se hospedaba la señorita Cunegunda. Entra en la habitación, temblando de emoción, con el corazón palpitan­te, gimiendo; va a descorrer las cortinas de la cama; quiere que alguien acerque una luz.
-No lo hagáis -dice la sirvienta, y vuelve a correr apresuradamente las cortinas-, la luz la mata.
-Mí querida Cunegunda -dice Cándido llo­rando-, ¿cómo os encontráis? Ya que no podéis verme, habladme al menos.
-No puede hablar -dice la sirvienta.
En ese momento la enferma saca de entre las sábanas una mano rolliza sobre la que Cándido llora durante un buen rato, y que luego llena de diamantes, dejando al mismo tiempo uña bolsa de oro sobre el sillón.
En medio de estas emociones tan intensas, aparece un oficial de policía, seguido del abate del Perigord y de uña tropa, y pregunta:
-¿Así que son éstos los dos extranjeros sos­pechosos?
Inmediatamente los apresa y manda a sus sol­dados que los metan en la cárcel.
-En Eldorado no tratan así a los viajeros -dice Cándido.
-Ahora soy más maniqueo que nunca -dice Martín.
-Pero, señor, ¿adónde nos llevan? -dice Cándido.
-Al calabozo -dice el oficial.
Habiendo recuperado Martín la calma, cayó en la cuenta de que la dama enferma era uña píca­ra que estaba suplantando a Cunegunda; el se­ñor abate del Perigord, un tunante que había abu­sado con rapidez de la inocencia de Cándido, y el oficial, otro sinvergüenza del que podrían fá­cilmente zafarse.
Cándido, al que Martín ya había puesto al co­rriente, y que sigue impaciente por volver a ver a la auténtica Cunegunda, prefiere ofrecer al ofi­cial tres pequeños diamantes de casi tres mil do­blones cada uno antes que aventurarse en los procesos judiciales.
-¡Ay!, señor -le dice el hombre del bastón de marfil-, aunque hubieseis cometido todos los crímenes que se puedan imaginar, seríais el hom­bre más honesto del mundo. ¡Tres diamantes! ¡Y cada uño vale tres mil doblones! ¡Señor! Me de­jaría matar por vos, en lugar de llevaros al cala­bozo. Todos los extranjeros están siendo arresta­dos, pero dejadlo a mi cuidado; tengo un hermano en Dieppe, en Normandía; voy a llevaros allí; si tenéis algún diamante a cambio, cui­dará de vos como si fuerais yo mismo.
-¿Y por qué detienen a todos los extranjeros? -pregunta Cándido. El abate del Perigord tomó entonces la palabra y dijo:
-Porque un mendigo del país de Atrebatia había oído tonterías que le impulsaron a come­ter un parricidio, no como el del mes de mayo de 1610, en que murió Enrique IV, sino como el del mes de diciembre de 1594, que fue fallido, tal como otros muchos cometidos en otros años y en otros meses por mendigos que habían oído decir necedades.
El oficial explicó entonces qué estaba ocu­rriendo:
-¡Qué monstruosidad! -exclamó Cándi­do-. ¡Pero cómo pueden pasar tales horrores en un pueblo que canta y baila! ¿No podría yo salir ahora mismo de este país en el que los monos acosan a los tigres? En mi país he visto osos; en el único en que he visto hombres es en Eldorado. En nombre de Dios, señor oficial, le ruego que me lleve a Venecia, en donde debo esperar a la señorita Cunegunda.
-Sólo puedo conduciros hasta la Baja Nor­mandía -dice el oficial.
Inmediatamente ordena que les quiten los gri­lletes diciendo que es un error, despacha a su gente y guía hasta a Dieppe a Cándido y a Martín dejándolos al cuidado de su hermano. Había un pequeño barco holandés en el puerto. El nor­mando, que con la ayuda de otros tres diaman­tes se había convertido en el más servicial de los hombres, embarca a Cándido y a su gente en el barco que iba rumbo a Portsmouth en Inglate­rra. No era precisamente éste el camino a Vene­cia, pero Cándido creía haberse escapado del in­fierno y entre sus planes estaba dirigirse a Venecia en la primera ocasión.

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