CAPÍTULO XXVI
Cándido y Martín cenan con seis extranjeros.
Una noche en que Cándido y
Martín iban a sentarse a la mesa con unos extranjeros que se hospedaban en la
misma posada, un hombre de color cenizo le abordo por detrás, le sujeto por el
brazo y le dijo:
-Preparaos para partir con
nosotros, no faltéis.
Se vuelve y ve a Cacambo.
Solo haber visto a Cunegunda podía haberle sorprendido y agradado más. Casi se
vuelve loco de alegría. Abraza a su querido amigo.
-¿Acaso está aquí Cunegunda?
¿Donde está? Conducidme hasta ella para que muera de alegría.
-Cunegunda no esta aquí
-dijo Cacambo-, está en Constantinopla.
-¡Oh, cielos! ¡En
Constantinopla! Pero, aunque estuviera en China, iría volando. ¡Vamos!
-Partiremos después de
cenar-prosiguió Cacambo-; no puedo contaros más; soy esclavo y mi amo me
espera; tengo que ir a servir la mesa: no digáis ni palabra de esto; cenad, y
estad preparado.
Cándido, roto por la alegría
y la tristeza, satisfecho de haber visto al fin a su fiel mensajero, un tanto
extrañado al verle esclavo, pensando nada más en volver a ver a su amada, con
el corazón palpitante y el ánimo conmocionado, se sentó a la mesa con Martín,
que mantenía la calma en medio de todas aquellas aventuras, y con los extranjeros
que habían acudido al carnaval de Venecia.
Cacambo, que servía la
bebida a uno de aquellos extranjeros, hacia el final de la comida, se acercó
al oído de su amo y le dijo:
-Señor, Vuestra Majestad
puede partir cuando quiera, el barco está listo.
Pronunciadas estas palabras,
salió. Los comensales se miraban extrañados sin decir ni pío, cuando otro criado, aproximándose a su
amo, le dijo:
-Señor, el carruaje de
Vuestra Majestad se encuentra en Padua y el barco está ya listo.
El amo hizo un gesto y el
criado se fue. Todos los comensales volvieron a mirarse más extrañados
todavía. Un tercer criado se acercó también a un tercer extranjero y le dijo:
-Señor, debéis escucharme,
Vuestra Majestad no debe permanecer aquí ni un minuto más: voy a prepararlo
todo.
-E inmediatamente desapareció.
En aquel momento Cándido y
Martín creyeron que se trataba de una broma de carnaval. Un cuarto criado le
dijo al cuarto amo:
-Señor, Vuestra Majestad
puede partir cuando quiera.
-Y salió lo mismo que los
demás.
El quinto criado se comportó
igual con el quinto amo. Pero el sexto criado habló de manera diferente al
sexto extranjero que estaba junto a Cándido, diciéndole:
-Os juro, señor, que ya no
nos fían ni a Vuestra Majestad ni a mí, por lo que nos podrían meter entre
rejas esta noche, a vos y a mí, así que yo voy a arreglar mis asuntos, adiós.
Una vez idos todos los
criados, los seis extranjeros, Cándido y Martín guardaron un profundo
silencio, que Cándido rompió por fin diciendo:
-Señores, se trata de una
broma un tanto particular. ¿Por qué todos son reyes? Yo les confieso que ni
Martín ni yo lo somos.
El amo de Cacambo habló con
gravedad entonces y dijo en italiano:
-No estoy bromeando, me
llamo Achmet III, y durante varios años he sido sultán; yo destroné a mi
hermano; mi sobrino me destronó a mí y degolló a mis visires; ahora veo acabar
mis días en el viejo harén; mi sobrino, el gran sultán Mahmond, me permite a
veces viajar por motivos de salud y he venido a pasar el carnaval en Venecia.
Un joven que se encontraba
cerca de Achmet habló tras él, y dijo:
-Yo me llamo Iván y he sido
emperador de todas las Rusias; estando en la cuna me destronaron ya, y a mi
padre y a mi madre les encarcelaron; he sido educado en la cárcel; a veces me
permiten viajar, acompañado por mis guardianes y he venido a pasar el carnaval
en Venecia.
El tercero dijo:
-Yo soy Carlos-Eduardo, rey
de Inglaterra; mi padre me cedió sus derechos al reino y he luchado por
defenderlos; arrancaron el corazón a ochocientos partidarios míos y les
golpearon con ellos en las mejillas; me han encarcelado; voy a Roma a visitar a
mi padre el rey, destronado como yo, y a mi abuelo; y he venido a pasar el
carnaval en Venecia.
A continuación tomó la
palabra el cuarto y dijo:
-Soy rey de los polacos; la
guerra me ha privado de las tierras que heredé y mi padre sufrió igual suerte;
me resigno ante la Providencia como el sultán Achmet, el emperador Iván y el
rey Carlos-Eduardo, ¡que Dios les conceda larga vida! Yo he venido a pasar el
carnaval en Venecia.
El quinto dijo:
-Yo también soy rey de los
polacos; dos veces he perdido mi reino, pero la Providencia me ha concedido
otro estado en el que he hecho más bien que el que hayan podido hacer a orillas
del Vístula todos los reyes de los sármatas juntos. Yo también acepto los
designios de la Providencia y he venido a pasar el carnaval en Venecia.
Faltaba la explicación del
sexto monarca.
-Señores -dijo-, ustedes
tienen mayor dignidad que yo; pero yo también he sido rey como cualquier otro;
soy Teodoro y fui elegido rey de Córcega. Entonces me daban tratamiento de
Vuestra Majestad, mientras que ahora apenas si me llaman señor; acuñaba moneda
y ahora no poseo ni un céntimo; tenía dos secretarios de Estado y ahora ni un
criado; me he sentado en un trono y en Londres he estado durante mucho tiempo
en la cárcel durmiendo sobre paja; presiento que voy a ser tratado aquí de la
misma manera, aunque haya venido, como Vuestras Majestades, a pasar el
carnaval en Venecia.
Los otros cinco reyes
escucharon estas palabras con generosa compasión. Cada uno entregó al rey
Teodoro veinte cequíes venecianos para que se comprara ropa de vestir, y
Cándido le regaló un diamante que valía dos mil cequíes, ante lo cual los cinco
reyes se preguntaban:
-Pero ¿quién será este
hombre especial que puede dar cien veces más que cada uno de nosotros y que
además lo da?
En ese mismo momento en que
se retiraban de la mesa, llegaron a aquella fonda otras cuatro altezas
serenísimas que también habían perdido sus Estados a causa de la guerra y que
venían a pasar el resto del carnaval en Venecia. Cándido ni tan siquiera reparó
en aquella gente pensando tan sólo en ir a Constantinopla en busca de su
querida Cunegunda.
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