27/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 18


CAPÍTULO XVIII

El país de Eldorado.



Cacambo explicó al dueño de la fonda la cu­riosidad que sentían y él le contestó:
-Yo soy un hombre muy ignorante y me acepto como soy; pero vive aquí un anciano, re­tirado de la corte, que es el hombre más sabio del reino y muy parlanchín.
Inmediatamente acompañó a Cacambo a casa del anciano. Cándido representaba ahora un pa­pel secundario de acompañante de su criado. Entraron en una casa muy humilde, la puerta era solamente de plata y las paredes estaban reves­tidas sólo de oro, si bien con adornos de tanta finura que no desmerecían de los más opulen­tos. La antecámara en realidad sólo tenía in­crustados rubíes y esmeraldas, pero las figuras ornamentales que formaban compensaban con creces la extrema sencillez.
El anciano recibió a los dos extranjeros en un sofá acolchado con plumas de colibrí, y les sir­vió licores en vasos de diamantes; tras lo cual sa­tisfizo su curiosidad de la siguiente manera:
-Tengo ciento setenta y dos años, y mi di­funto padre, que había sido escudero del rey, me habló de las sorprendentes revoluciones del Perú, de las cuales él había sido testigo. Este reino en el que nos encontramos es la antigua patria de los Incas, de la que de manera imprudente salie­ron con la intención de dominar a otra parte del mundo y que finalmente fueron destruidos por los españoles. Los príncipes de la familia que per­manecieron en el país natal fueron más pruden­tes, con el beneplácito de toda la nación, dispu­sieron que ningún habitante saliera nunca más de nuestro pequeño reino; por eso hemos podido conservar nuestra inocencia y nuestra felicidad. Los españoles han tenido una idea errónea de este país al que han llamado Eldorado, y hasta un inglés, llamado el caballero Raleigh, vino aquí hace unos cien años; pero como el acceso es a través de rocas escarpadas y de precipicios, has­ta ahora hemos estado al abrigo de la codicia de las naciones de Europa, que tienen un insaciable deseo por las piedras y el barro de nuestra tierra, y que, con tal de obtenerlos, no dudarían en aca­bar con todos nosotros.
La conversación fue larga; discurrió sobre la for­ma de su gobierno, las costumbres, las mujeres, los espectáculos públicos y las artes. Al final, Cán­dido, que siempre se había sentido atraído por la metafísica, mandó a Cacambo que preguntara si en aquella tierra profesaban alguna religión.
El anciano enrojeció un poco.
-¡Naturalmente! -dijo-. ¿Cómo pueden du­darlo? ¿Nos creen tan ingratos?
Cacambo preguntó con humildad cuál era la religión de Eldorado. El anciano se sonrojó de nuevo:
-¿Es que pueden existir dos religiones? -dijo-. Pienso que tenemos la misma religión de todo el mundo; adoramos a Dios por la noche y por el día.
-¿Adoran a un único Dios? -dijo Cacambo, que seguía siendo el intérprete de las dudas de Cándido.
-Es evidente -dijo el anciano- que no puede haber dos, ni tres, ni cuatro. Les confieso que la gente de su mundo preguntan cosas muy extrañas.
Cándido, que no se cansaba de preguntar a aquel buen anciano, quiso saber cómo se rezaba a Dios en Eldorado.
-Nosotros no rezamos -contestó el bueno y respetable sabio-; no le pedimos nada, por­que nos da todo lo que necesitamos; sólo le da­mos continuamente las gracias.
Cándido sintió curiosidad por conocer a los sa­cerdotes y mandó preguntar a Cacambo dónde estaban. El buen anciano sonrió.
-Amigos míos -dijo-, aquí todos somos sa­cerdotes; el rey y todos los cabezas de familia en­tonan solemnemente cánticos en acción de gra­cias todas las mañanas, acompañados de cinco o seis mil músicos.
-¡Cómo! ¿No tienen frailes que enseñen, de­batan, gobiernen, que organicen intrigas y man­den a la hoguera a los que no piensan como ellos?
-Estaríamos locos -dijo el anciano-; aquí todos tenemos la misma opinión y no entende­mos qué quieren decir con esa historia de los frai­les.
Cándido estaba extasiado ante aquellas pala­bras y se decía a sí mismo:
"¿Esto sí que es distinto de Westfalia y del cas­tillo del señor barón: si nuestro amigo Pangloss hubiera conocido Eldorado, no habría podido afirmar que el castillo de Thunder-ten-tronckh era lo más perfecto de la tierra; cierto es que hay que viajar para aprender."
Concluida esta larga conversación, el buen an­ciano mandó preparar una carroza tirada por seis cameros, y dispuso que doce de sus criados los acompañaran a la corte.
-Espero que me perdonen -les dijo-, ya que mi edad me impide ir con ustedes. El rey les recibirá de tal manera que quedarán encantados, y espero sabrán perdonar sin duda aquellas cos­tumbres del país que pudieren disgustarles.
Cándido y Cacambo montaron en la carroza; los seis carneros volaban y en menos de cuatro horas llegaron al palacio del rey situado en el otro extremo de la capital. El pórtico tenía una altura de doscientos veinte pies y cien de ancho; no se puede explicar el material del que estaba hecho. Debía ser de una calidad superior a la de esas pie­dras y esa arena a las que nosotros llamamos oro y piedras preciosas.
Cuando Cándido y Cacambo se apearon de la carroza, fueron recibidos por veinte hermosísimas muchachas de la guardia, que los condujeron a los baños, los vistieron con trajes de plumas de colibrí; luego los altos oficiales y oficialas de la corona los llevaron hasta la. cámara de su Majes­tad entre dos filas de músicos, cada una com­puesta de mil músicos, como era la costumbre.
Al aproximarse a la sala del trono, Cacambo pre­guntó a un alto cargo cómo debía saludar a Su Majestad: si debía arrodillarse o tumbarse en el suelo; si debía colocar las manos en la cabeza o en el trasero; si debía lamer el polvo de la sala; en resumen, cuál era el protocolo.
-Tenemos la costumbre -dijo el oficial ma­yor-, de besar al rey y besarle en las dos mejillas.
Cándido y Cacambo abrazaron a Su Majestad, que los recibió con toda la amabilidad que uno pueda imaginar y los invitó cortésmente a cenar.
Mientras tanto les enseñaron la ciudad, los edi­ficios públicos que llegaban hasta el cielo, los mercados adornados con mil columnas, las fuen­tes de agua pura, las fuentes de agua rosa, las de licor de caña de azúcar que manaban sin cesar en grandes plazas pavimentadas con unas piedras preciosas que exhalaban un olor parecido al del clavo y al de la canela. Cándido quiso conocer los juzgados; le dijeron que no existían, porque no había pleitos. Preguntó si había cárceles y le contestaron que no. De todo cuanto vio lo que más le gustó y causó asombro fue el museo de las ciencias, donde había una galería de dos mil pasos llena de instrumentos de matemática y fí­sica.
Apenas si habían recorrido en toda la tarde ni la milésima parte de la ciudad, cuando les lleva­ron de nuevo junto al rey. Cándido se sentó en la mesa entre su majestad, su criado Cacambo y varias damas. Comieron tan exquisitamente como nunca habían comido y el rey se mostró tan in­genioso como nunca habían tenido ocasión de ver. Cacambo le traducía a Cándido las ocurren­cias del rey y, a pesar de la traducción, seguían teniendo su gracia. De todo lo que a Cándido le sorprendió, no fue esto lo que menos le sor­prendió.
Pasaron un mes en aquel sitio tan acogedor. Sin embargo, Cándido no cesaba de decirle a Cacambo:
-Amigo mío, una vez más insisto en que el castillo en el que nací no vale tanto como este país, pero, a fin de cuentas, la señorita Cunegunda no vive aquí y vos debéis tener alguna amada en Europa. Si nos quedamos aquí, sere­mos como todos; por el contrario, si volvemos a nuestro mundo, aunque sólo sea con doce car­neros cargados con piedras de Eldorado, seremos más ricos que todos los reyes juntos, y ya no ha­bría inquisidores a los que temer y podríamos re­cuperar sin dificultades a la señorita Cunegunda.
A Cacambo le convencieron estas razones; a la gente le gusta tanto viajar y darse importancia entre los suyos y presumir de lo que se ha visto en los viajes, que aquellos dos seres felices deci­dieron no serlo ya más y fueron a despedirse de Su Majestad.
-Cometen una tontería -les dijo el rey-; ya sé que mi país no es gran cosa; pero, cuando se está relativamente cómodo en un sitio, se debe quedar uno en él. Yo no tengo desde luego nin­gún derecho para retener a los extranjeros; sería un acto de tiranía que no pertenece a nuestras costumbres ni a nuestras leyes: todos los hombres son libres; partan cuando gusten, pero la salida es muy difícil. Es imposible remontar los rápidos por los que milagrosamente llegaron. Las montañas que bordean mi reino tienen diez mil pies de altura y son verticales como murallas: cada una de ellas mide a lo ancho más de diez mil le­guas y sólo se puede bajar por ellas a través de precipicios. Pero, como a pesar de todo quieren irse, voy a ordenar a los jefes de máquinas que construyan una que les pueda transportar con co­modidad. Cuando lleguen al otro lado de las montañas, tendrán que continuar solos, pues mis súbditos han jurado no salir nunca de su país y son demasiado sensatos como para quebrantar su voto. De todos modos, pídanme lo que quieran.
-Sólo le pedimos a Vuestra Majestad -dijo Cacambo- unos cuantos carneros cargados de víveres, de piedras y de barro.
El rey se echó a reír:
-No puedo entender -dijo- por qué los eu­ropeos sienten tanta atracción por nuestro barro amarillo; pero llévense cuanto gusten y que les aproveche.
Inmediatamente ordenó a sus ingenieros que construyeran una máquina que sacara a aquellos dos extraños hombres fuera del reino. Tres mil físicos muy brillantes la terminaron en quince días y solamente costó unos veinte millones de libras esterlinas, moneda del país. Metieron a Cándido y a Cacambo dentro de la máquina; dos grandes carneros rojos provistos de sillas y bridas para que les sirvieran de cabalgadura una vez hubie­ran cruzado las montañas, veinte carneros con al­forjas llenas de víveres, treinta que llevaban re­galos exóticos del país y cincuenta cargados de oro, de piedras preciosas y de diamantes. El rey besó con ternura a los dos vagabundos.
Su partida y la ingeniosa manera en que fue­ron izados, ellos y sus carneros, hasta la cima de las montañas fue un espectáculo espléndido. Los físicos se despidieron de ellos tras haberlos lle­vado hasta un lugar seguro, y ya Cándido no te­nía otro deseo ni otro objetivo que mostrar sus carneros a la señorita Cunegunda.
-Tenemos dinero de sobra -dijo- para pa­gar al gobernador de Buenos Aires, suponiendo que la señorita Cunegunda se pueda comprar. Va­yamos hacia Cayena, después cojamos un barco y ya veremos más tarde qué reino podemos com­prar.

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