CAPÍTULO VIII
Historia de Cunegunda.
-Estaba en la cama durmiendo
profundamente, cuando quiso el cielo enviar a los búlgaros a nuestro hermoso
castillo de Thunder-tentronckh; degollaron a mi padre y a mi hermano, y a mi
madre la despedazaron. Un búlgaro enorme, de seis pies de altura, al ver que
yo perdía el conocimiento ante aquel espectáculo, intentó violarme; aquello me
hizo volver en mí y recobrar el sentido; grité, me opuse con todas mis
fuerzas, le mordí, le arañé, quería sacarle los ojos a aquel búlgaro,
desconociendo que cuanto estaba ocurriendo en el castillo de mi padre era algo
normal: el bruto me dio un navajazo en el costado izquierdo cuya cicatriz aún
conservo.
-¡Qué lástima! Espero que
pueda verla -dijo el ingenuo Cándido.
-La veréis -dijo Cunegunda-;
pero continuemos.
-Proseguid -dijo Cándido.
Ella retomó el hilo de su
relato así:
-Un capitán búlgaro entró,
me vio a mí toda ensangrentada, y que aquel soldado seguía a lo suyo. El
capitán se encolerizó al ver el poco respeto que aquel bruto mostraba por él y
lo mató. Luego ordenó que me curasen, y me llevó como prisionera de guerra a su
cuartel. Le lavaba las pocas camisas que tenía, le guisaba, me encontraba muy
bonita, todo hay que decirlo; y debo confesar que era bien parecido, con una
piel blanca y suave; aunque con poca inteligencia y poca instrucción: a lo
lejos se veía que no había sido educado por el doctor Pangloss. Al cabo de
tres meses, como había perdido todo su dinero y se había cansado de mí, me
vendió a un judío llamado don Isachar, que traficaba en Holanda y Portugal, y
que amaba con pasión a las mujeres. Este judío se prendó de mí, pero no pudo
conseguirme; le opuse mejor resistencia que al soldado búlgaro: una persona
honrada puede ser violada una vez, pero su virtud se vuelve más firme. El
judío, para someterme, me trajo a esta casa de campo que veis. Hasta ahora yo
había creído que no existía nada tan bello en la tierra como el castillo de
Thunder-ten-tronckh; estaba equivocada.
»Un día, el gran inquisidor
me vio en misa; me observó detenidamente y me mandó el recado de que tenía que
hablarme de asuntos secretos. Me llevaron a su palacio; le informé de mi
linaje; me hizo ver que estaba por debajo de mi categoría al pertenecer a un
israelita. A instancias suyas propusieron a don Isachar que me cediera al señor
inquisidor. Don Isachar, que es el banquero de la corte, y hombre de crédito,
no quiso ni oírlo. El inquisidor le amenazó con un auto de fe. Al final mi
judío, atemorizado, aceptó un trato mediante el cual la casa y yo
perteneceríamos
conjuntamente a los dos; los
lunes, miércoles y el día del sábado serían del judío, y los demás días de la
semana, del inquisidor. Este acuerdo dura desde hace seis meses. Ha habido
bastantes discusiones, ya que no está aún nada claro si la noche del sábado al
domingo es de la ley antigua o de la nueva. Por lo que a mí respecta, he
resistido hasta ahora a los dos; y debe ser por eso por lo que aún sigo siendo
amada.
»Con el fin de alejar el
azote de los terremotos, y atemorizar de paso a don Isachar, el inquisidor
quiso celebrar un auto de fe y me invitó a él. Me acomodaron en un buen lugar;
entre la misa y la ejecución se sirvieron refrescos a las damas. A decir
verdad, me horrorizó ver cómo quemaban a aquellos dos judíos y a aquel honrado
vizcaíno casado con su comadre; ¡pero cuál no sería mi asombro, mi espanto y mi
sorpresa, al ver vestido con un sambenito y bajo una mitra, un rostro parecido
al de Pangloss! Tuve que restregarme los ojos, miré atentamente cómo lo
ahorcaban y me desmayé. Apenas había recobrado el sentido cuando os vi
indefenso, completamente desnudo; aquello fue el colmo del horror, del dolor,
de la angustia, de la desesperación. Ciertamente, os confesaré que vuestra piel
es aún más blanca y más sonrosada que la de mi capitán de los búlgaros. Esta
imagen hizo que se redoblaran todos los sentimientos que me angustiaban, que
me devoraban. Intenté gritar, queriendo decir: "¡Deteneos, bárbaros!"
Pero la voz me falló y mis gritos hubieran sido inútiles. Acabado el castigo,
me preguntaba yo: "¿Cómo es posible que el amable Cándido y el sabio Pangloss
se encuentren en Lisboa, que uno reciba cien azotes y que el otro sea ahorcado
por orden de monseñor el inquisidor, que tan enamorado está de mí? Pangloss me
ha engañado despiadadamente al decirme que todo es perfecto en el mundo".
»Estaba trastornada,
enloquecida, a ratos hecha una fiera y a ratos a punto de morir de debilidad,
los recuerdos bullían en mi cabeza: la masacre de mi padre, de mi madre, de mi
hermano, la insolencia del ruin soldado búlgaro, la cuchillada que me dio, mi
servidumbre, mi oficio de cocinera el capitán búlgaro, el despreciable don
Isachar, el abominable inquisidor, la ejecución del doctor Pangloss, aquel gran
Miserere cantado a coro mientras os azotaban y, especialmente, el beso que os
había dado detrás del biombo, el día que os vi por última vez. Di gracias a
Dios porque os volvía a traer a mi lado tras tantos obstáculos. Le encargué a
la vieja que se ocupara de vos, y os trajera aquí en cuanto pudiera. Ha
realizado mi encargo a la perfección; he experimentado el inefable placer de
veros otra vez, de oíros, de hablar con vos. Pero debéis de tener un hambre devoradora;
yo también, vayamos a cenar.
Se sientan los dos a la
mesa; y, después de cenar, se recuestan en aquel hermoso canapé al que me he
referido anteriormente; precisamente estaban en él cuando don Isachar, uno de
los dueños de la casa, llegó. Era sábado. Venía a gozar de su derecho, y a
declarar su tierno amor.
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