CAPÍTULO XIV
Cándido y Cacambo son recogidos por los
jesuitas del Paraguay.
Cándido había traído consigo
desde Cádiz a un criado como los que suele haber en las costas de España y en
las colonias. Tenía un cuarto de español, nacido de un mestizo en Tucumán;
había sido monaguillo, sacristán, marinero, fraile, representante, soldado,
criado. Se llamaba Cacambo y adoraba a su amo, porque su amo era un buen
hombre. Ensilló precipitadamente los dos caballos andaluces.
-Vamos, amo, sigamos el
consejo de la vieja y vayámonos corriendo sin tan siquiera despedirnos.
Cándido empezó a llorar:
-¡Oh, mi querida Cunegunda!
Os tengo que abandonar justo en el momento en que el gobernador iba a celebrar
nuestra boda. ¿Qué será de vos, Cunegunda, en una tierra tan lejana de la
vuestra?
-Será lo que ella quiera y
pueda -comentó Cacambo-; las mujeres se las arreglan solas; Dios les ayuda;
démonos prisa nosotros.
-¿Adónde me llevas? ¿Adónde
vamos? ¿Qué haremos sin Cunegunda? -decía Cándido.
-Por Santiago de Compostela
-dijo Cacambo-, ¿no ibais a guerrear contra los jesuitas? Pues vayamos ahora a
luchar con ellos: conozco bastante bien el camino, os guiaré hasta su reino,
les alegrara tener un capitán que sepa la instrucción al estilo búlgaro,
conseguiréis una fortuna extraordinaria: cuando uno no tiene sitio en un
lugar, lo halla en otro. Ver y hacer cosas nuevas produce un gran placer.
-¡Por lo visto tú has estado
anteriormente en Paraguay! -dice Cándido.
-¡Claro que sí! -contestó
Cacambo-; trabajé de criado en el colegio de la Asunción y me conozco el
territorio de los Padres como las calles de Cádiz. Aquel territorio es algo
admirable. Tiene una extensión de mas de trescientas leguas de diámetro y esta
dividido en treinta provincias. Los Padres son dueños de todo y la gente no
posee nada; es la obra maestra de la razón y la justicia. Yo no encuentro nada
tan extraordinario como los Padres, que aquí luchan contra el rey de España y el
de Portugal, y que allí, en Europa, confiesan a esos mismos reyes; que aquí
matan a españoles, y que en Madrid los envían al cielo: es algo portentoso;
vayamos hacia allá: vais a ser el mas feliz de todos los hombres. ¡Cuanto se
van a alegrar los Padres cuando sepan que les llega un capitán que domina la
instrucción búlgara!
Nada mas llegar al primer
puesto defensivo, Cacambo le dijo al centinela que un capitán solicitaba
audiencia al señor comandante. Avisaron a la guardia mayor. Un oficial
paraguayo corrió hasta donde estaba el comandante para comunicarle la noticia.
Primero los desarmaron y luego se apoderaron de sus dos caballos andaluces. A
continuación conducen a los dos extranjeros por entre dos filas de soldados al
final de las cuales se encontraba el comandante tocado con el bonete, con la
sotana remangada, la espada ladeada y un espontón en la mano. A una señal suya
veinticuatro soldados rodean al instante a los dos recién llegados. Un sargento
les comunica que tienen que esperar, que el comandante no puede hablar con
ellos, ya que el reverendo padre provincial sólo autoriza a los españoles a
hablar en su presencia y a permanecer en el país no mas de tres horas.
-¿Y dónde esta el reverendo
padre provincial? -preguntó Cacambo.
-Después de decir misa se
marchó al desfile -contestó el sargento- y hasta dentro de tres horas no
podréis besar sus espuelas.
-Pero -dijo Cacambo- el
señor capitán, que se esta muriendo de hambre al igual que yo, no es español
sino alemán; ¿no podríamos comer algo mientras esperamos a su Reverencia?
De inmediato el sargento fue
a trasladar la con-, versación al comandante.
-¡Alabado sea Dios! -dijo
este señor-. Como alemán, puedo hablar con él; que lo lleven a mi terraza.
Enseguida llevan a Cándido a
una pérgola, adornada con una majestuosa columnata de marmol verde y oro, y
jaulas con loros, colibríes, pájaros-mosca, pintadas y otras exóticas aves.
Estaba dispuesto allí un excelente desayuno en vajilla de oro; y mientras los
paraguayos comían maíz en cuencos de madera, en medio del campo y a pleno sol,
el reverendo padre comandante entró en la terraza.
Era un joven muy atractivo,
de cara rolliza, bastante blanco pero de rostro encendido, las cejas
arqueadas, vivos los ojos, la oreja encarnada y los labios colorados, de
aspecto arrogante pero de una arrogancia que no era ni la de un español ni la
de un jesuita. Cándido y Cacambo recuperaron las armas que les habían quitado,
así como los dos caballos andaluces a los que Cacambo echó de comer avena no
lejos de la terraza, sin perderlos de vista por miedo a cualquier imprevisto.
Lo primero que hizo Cándido
fue besar la estola del comandante, luego se sentaron a la mesa.
-¿Así que sois alemán? -le
preguntó el jesuita en ese idioma.
-Sí, reverendo padre
-contestó Cándido. Mientras pronunciaban estas palabras, ambos se observaban
con una enorme sorpresa y con una emoción imposible de contener.
-¿Y de qué parte de Alemania
sois? -dijo el jesuita.
-De la sucia provincia de
Westfalia -dijo Cándido-; nací en el castillo de Thunder-tentronckh.
-¡Oh Dios mío!, ¿es esto
cierto? -exclamó el comandante.
-¡Es un milagro! -exclamó
Cándido.
-Pero, ¿sois vos? -dice el
comandante.
-No es posible -dice
Cándido. Comienzan a dar saltos de alegría y se abrazan llorando.
-¡Cómo! ¡No puede ser
posible, reverendo
padre! ¡Vos, el hermano de
la bella Cunegunda!
¡Vos, a quien los búlgaros
mataron! ¡Vos, el hijo del señor barón! ¡Vos, jesuita en Paraguay! Desde luego,
¡qué cosas más extrañas pasan en el mundo! ¡Oh, Pangloss! ¡Pangloss! ¡Qué feliz
seríais si no os hubiesen colgado!
El comandante despachó a los
esclavos negros y a los paraguayos que estaban sirviendo la bebida en copas de
cristal de roca. Daba una y mil veces gracias a Dios y a San Ignacio; abrazaba
a Cándido; lloraban los dos a mares.
-Estaríais más sorprendido,
emocionado y trastornado -dijo Cándido-, si supierais que vuestra hermana, la
señorita Cunegunda, a la que vos creéis reventada, está rebosante de salud.
-¿Dónde?
-Por aquí cerca, en casa del
señor gobernador de Buenos Aires; y yo venía para luchar contra vos.
A cada nueva palabra de su
larga conversación, la sorpresa iba en aumento. Su alma entera se manifestaba
en su lengua, en sus. oídos y en el brillo de sus ojos. Como eran alemanes, permanecieron
mucho tiempo de sobremesa, esperando al reverendo padre provincial; y el comandante
habló así a su querido Cándido.
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