21/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 12


CAPITULO XII
Continúan las desgracias de la vieja.



»Entre extrañada y encantada de oír la lengua de mi patria, y no menos sorprendida por las pa­labras de aquel hombre, le repliqué que había en el mundo mayores desgracias que aquélla de la que se quejaba. Le conté resumidamente los ho­rrores que había sufrido y me desmayé de nue­vo. Me trasladó hasta una casa cercana, hizo que me acostara, me dio de comer, me sirvió y me consoló, me dio ánimos, me dijo que no había visto ninguna belleza como la mía y que jamás antes había lamentado carecer de aquello que ya nadie podía devolverle. "Nací en Nápoles", me dijo, "en donde se suelen castrar dos o tres mil niños todos los años; unos mueren, otros ad­quieren una voz más modulada que la de las mu­jeres, otros llegan a gobernar estados. Á mí me operaron con gran éxito, y he sido músico de la capilla de la señora princesa de Palestrina." "¡De mi madre!", exclamé. "¡De vuestra madre!", ex­clamó él llorando. "¡Cómo! ¡Pero sois vos aque­lla princesita a quien yo crié hasta los seis años, y que prometía entonces ser tan bella como sois vos ahora!" "Yo soy ésa y mi madre se encuentra a cuatrocientos pasos de aquí, descuartizada bajo un montón de muertos..."
"Yo le conté todo lo que me había pasado, y él me contó también sus aventuras. Me dijo que una potencia cristiana le había enviado a la cor­te del rey de Marruecos para acordar con él un tratado en virtud del cual se le proporcionaría pólvora, cañones y barcos, con el fin de que aca­bara con el comercio de los otros países cristia­nos. "Yo he cumplido mi misión", dijo aquel hon­rado eunuco; "ahora voy a embarcar a Ceuta, y os devolveré otra vez a Italia. Ma che sciagura d'essere senza c...!" Se lo agradecí con lágrimas de ternura; pero no me condujo a Italia, sino a Argel, donde me vendió al príncipe de este país. Apenas fui vendida cuando se declaró con viru­lencia en Argel la peste que dio la vuelta a África, a Asia y a Europa.
-Vos habéis visto terremotos; mas, ¿habéis padecido alguna vez la peste?
-Nunca -contestó la baronesa.
-Si la hubieseis padecido -continuó la vie­ja-, confesaríais que es más potente que un te­rremoto. En África es muy frecuente; a mí me ata­có. Figuraos qué situación para la hija de un papa, con quince años, y que en tres meses ha­bía experimentado la pobreza, la esclavitud, que casi todos los días era violada, que había visto cómo descuartizaban a su madre, que había su­frido hambre y había contemplado la guerra, y para colmo moría apestada en Argel. Sin embar­go yo no me morí, mientras que mi eunuco, el príncipe y casi todo el harén de Argel perecieron.
»Una vez pasados los primeros estragos de aquella horrible peste, todos los esclavos del prín­cipe fueron vendidos. A mí me compró un mer­cader que me llevó a Túnez y me vendió a otro mercader que a su vez volvió a venderme en Trí­poli; después fui vendida en Alejandría, en Es­mirna y en Constantinopla. Al final pasé a perte­necer a un agá de janisarios, comandante de la infantería turca, al que enseguida le encargaron la defensa de Azof contra los rusos, que le habí­an puesto asedio.
»El agá, que era un hombre muy galante, se lle­vó consigo a todo el harén, y nos alojó en un pe­queño fuerte sobre el mar, custodiado por dos eu­nucos negros y veinte soldados. Mataron a innumerables rusos, pero ellos se desquitaron con creces. Atacaron Azof a sangre y fuego, sin tener en cuenta ni sexo ni edad; sólo quedaba nuestro pequeño fuerte; los enemigos decidieron que el hambre nos rindiera. Los veinte janisarios habían jurado no rendirse nunca. Cuando se vie­ron acuciados por el hambre, se comieron a nues­tros dos eunucos, de miedo a incumplir su jura­mento. A los pocos días decidieron comerse también a las mujeres.
»Había allí un imán muy devoto y compasivo, que mediante un emotivo sermón les persuadió de que no nos mataran del todo. "Id cortando", dijo, "solamente una nalga a cada una de estas damas, es una carne exquisita; así, si hay que ha­cerlo de nuevo, conseguiréis otras tantas dentro de unos días; el cielo sabrá agradeceros una ac­ción tan caritativa y os socorrerá."
»Era un hombre muy elocuente y les conven­ció. Nos hicieron aquella horrible operación. El imán nos aplicó el mismo bálsamo que se aplica a los niños recién circuncidados. Todas estuvimos a las puertas de la muerte.
»Apenas habían comido los janisarios nuestras nalgas, llegaron los rusos en lanchas: ni un solo janisario logró escapar. Los rusos no se preocu­paron en absoluto de nuestro estado. Sin embar­go, como por todas partes hay cirujanos france­ses, uno de ellos, muy habilidoso, se ocupó de nosotras, nos curó, y aún me acordaré toda mi vida de que, cuando mis llagas cicatrizaron com­pletamente, me hizo insinuaciones amorosas. Por lo demás nos aconsejó a todas que nos resigná­ramos, porque era ley de guerra, y nos aseguró que en otros asedios también habían ocurrido co­sas parecidas.
»En cuanto mis compañeras pudieron caminar, las enviaron a Moscú. Yo le toqué en suerte a un noble eslavo que me hizo cuidar su jardín y que me daba veinte latigazos diarios; pero a los dos años, como este hombre fue condenado a la rue­da junto con otros treinta nobles por alguna cons­piración en la corte, aproveché la ocasión y me fugué: atravesé Rusia de cabo a rabo, durante mu­cho tiempo serví en un cabaret en Riga, luego en Rostock, en Vismar, en Leipsick, en Cassel, en Utrecht, en Leyde, en La Haya, en Rotterdam; he envejecido entre la miseria y el deshonor, sin una nalga y recordando en todo momento que era la hija de un papa; quise suicidarme montones de veces, pero a pesar de todo amaba la vida. Qui­zás sea esta absurda debilidad una de nuestras pe­ores inclinaciones: porque ¿hay algo más estúpi­do que soportar un peso que en todo momento se quiere dejar en el suelo?, ¿odiar la existencia y al mismo tiempo aferrarse a ella?, y en fin, ¿aca­riciar la serpiente que nos devora hasta que nos haya comido el corazón?
»En los países a los que me ha llevado el azar y en las bodegas en las que he servido, he co­nocido a muchísimas personas que aborrecían su existencia; pero sólo he visto a doce que acaba­ran voluntariamente con su miseria: tres negros, cuatro ingleses, cuatro genoveses y un profesor alemán llamado Robeck. Acabé siendo criada en casa del judío don Isachar, que me puso a vues­tro cuidado, mi bella señorita; he unido mi des­tino al vuestro, me he preocupado más de vues­tra suerte que de la mía. Jamás os habría contado mis desgracias si no llega a ser porque vos me habéis empujado a ello, y porque, en un barco, suele ser costumbre contar historias para matar el aburrimiento. En fin, señorita, tengo experien­cia, conozco el mundo, concedeos un placer, in­vitad a cada pasajero a que os cuente su vida, y, si encontráis uno solo que no la haya maldecido a menudo y que no se haya creído el más des­graciado de los hombres, arrojadme de cabeza al mar.

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