CAPITULO XII
Continúan las desgracias de la vieja.
»Entre extrañada y encantada
de oír la lengua de mi patria, y no menos sorprendida por las palabras de
aquel hombre, le repliqué que había en el mundo mayores desgracias que aquélla
de la que se quejaba. Le conté resumidamente los horrores que había sufrido y
me desmayé de nuevo. Me trasladó hasta una casa cercana, hizo que me acostara,
me dio de comer, me sirvió y me consoló, me dio ánimos, me dijo que no había
visto ninguna belleza como la mía y que jamás antes había lamentado carecer de
aquello que ya nadie podía devolverle. "Nací en Nápoles", me dijo,
"en donde se suelen castrar dos o tres mil niños todos los años; unos
mueren, otros adquieren una voz más modulada que la de las mujeres, otros
llegan a gobernar estados. Á mí me operaron con gran éxito, y he sido músico de
la capilla de la señora princesa de Palestrina." "¡De mi
madre!", exclamé. "¡De vuestra madre!", exclamó él llorando.
"¡Cómo! ¡Pero sois vos aquella princesita a quien yo crié hasta los seis
años, y que prometía entonces ser tan bella como sois vos ahora!" "Yo
soy ésa y mi madre se encuentra a cuatrocientos pasos de aquí, descuartizada
bajo un montón de muertos..."
"Yo le conté todo lo
que me había pasado, y él me contó también sus aventuras. Me dijo que una
potencia cristiana le había enviado a la corte del rey de Marruecos para
acordar con él un tratado en virtud del cual se le proporcionaría pólvora,
cañones y barcos, con el fin de que acabara con el comercio de los otros
países cristianos. "Yo he cumplido mi misión", dijo aquel honrado
eunuco; "ahora voy a embarcar a Ceuta, y os devolveré otra vez a Italia.
Ma che sciagura d'essere senza c...!" Se lo agradecí con lágrimas de
ternura; pero no me condujo a Italia, sino a Argel, donde me vendió al príncipe
de este país. Apenas fui vendida cuando se declaró con virulencia en Argel la
peste que dio la vuelta a África, a Asia y a Europa.
-Vos habéis visto
terremotos; mas, ¿habéis padecido alguna vez la peste?
-Nunca -contestó la
baronesa.
-Si la hubieseis padecido
-continuó la vieja-, confesaríais que es más potente que un terremoto. En
África es muy frecuente; a mí me atacó. Figuraos qué situación para la hija de
un papa, con quince años, y que en tres meses había experimentado la pobreza,
la esclavitud, que casi todos los días era violada, que había visto cómo
descuartizaban a su madre, que había sufrido hambre y había contemplado la guerra,
y para colmo moría apestada en Argel. Sin embargo yo no me morí, mientras que
mi eunuco, el príncipe y casi todo el harén de Argel perecieron.
»Una vez pasados los
primeros estragos de aquella horrible peste, todos los esclavos del príncipe
fueron vendidos. A mí me compró un mercader que me llevó a Túnez y me vendió a
otro mercader que a su vez volvió a venderme en Trípoli; después fui vendida
en Alejandría, en Esmirna y en Constantinopla. Al final pasé a pertenecer a
un agá de janisarios, comandante de la infantería turca, al que enseguida le
encargaron la defensa de Azof contra los rusos, que le habían puesto asedio.
»El agá, que era un hombre
muy galante, se llevó consigo a todo el harén, y nos alojó en un pequeño
fuerte sobre el mar, custodiado por dos eunucos negros y veinte soldados.
Mataron a innumerables rusos, pero ellos se desquitaron con creces. Atacaron
Azof a sangre y fuego, sin tener en cuenta ni sexo ni edad; sólo quedaba
nuestro pequeño fuerte; los enemigos decidieron que el hambre nos rindiera. Los
veinte janisarios habían jurado no rendirse nunca. Cuando se vieron acuciados
por el hambre, se comieron a nuestros dos eunucos, de miedo a incumplir su
juramento. A los pocos días decidieron comerse también a las mujeres.
»Había allí un imán muy
devoto y compasivo, que mediante un emotivo sermón les persuadió de que no nos
mataran del todo. "Id cortando", dijo, "solamente una nalga a
cada una de estas damas, es una carne exquisita; así, si hay que hacerlo de
nuevo, conseguiréis otras tantas dentro de unos días; el cielo sabrá
agradeceros una acción tan caritativa y os socorrerá."
»Era un hombre muy elocuente
y les convenció. Nos hicieron aquella horrible operación. El imán nos aplicó
el mismo bálsamo que se aplica a los niños recién circuncidados. Todas
estuvimos a las puertas de la muerte.
»Apenas habían comido los
janisarios nuestras nalgas, llegaron los rusos en lanchas: ni un solo janisario
logró escapar. Los rusos no se preocuparon en absoluto de nuestro estado. Sin
embargo, como por todas partes hay cirujanos franceses, uno de ellos, muy
habilidoso, se ocupó de nosotras, nos curó, y aún me acordaré toda mi vida de
que, cuando mis llagas cicatrizaron completamente, me hizo insinuaciones
amorosas. Por lo demás nos aconsejó a todas que nos resignáramos, porque era
ley de guerra, y nos aseguró que en otros asedios también habían ocurrido cosas
parecidas.
»En cuanto mis compañeras
pudieron caminar, las enviaron a Moscú. Yo le toqué en suerte a un noble eslavo
que me hizo cuidar su jardín y que me daba veinte latigazos diarios; pero a los
dos años, como este hombre fue condenado a la rueda junto con otros treinta
nobles por alguna conspiración en la corte, aproveché la ocasión y me fugué:
atravesé Rusia de cabo a rabo, durante mucho tiempo serví en un cabaret en
Riga, luego en Rostock, en Vismar, en Leipsick, en Cassel, en Utrecht, en
Leyde, en La Haya, en Rotterdam; he envejecido entre la miseria y el deshonor,
sin una nalga y recordando en todo momento que era la hija de un papa; quise
suicidarme montones de veces, pero a pesar de todo amaba la vida. Quizás sea
esta absurda debilidad una de nuestras peores inclinaciones: porque ¿hay algo
más estúpido que soportar un peso que en todo momento se quiere dejar en el
suelo?, ¿odiar la existencia y al mismo tiempo aferrarse a ella?, y en fin,
¿acariciar la serpiente que nos devora hasta que nos haya comido el corazón?
»En los países a los que me ha llevado el azar y en las
bodegas en las que he servido, he conocido a muchísimas personas que
aborrecían su existencia; pero sólo he visto a doce que acabaran
voluntariamente con su miseria: tres negros, cuatro ingleses, cuatro genoveses
y un profesor alemán llamado Robeck. Acabé siendo criada en casa del judío don
Isachar, que me puso a vuestro cuidado, mi bella señorita; he unido mi destino
al vuestro, me he preocupado más de vuestra suerte que de la mía. Jamás os
habría contado mis desgracias si no llega a ser porque vos me habéis empujado a
ello, y porque, en un barco, suele ser costumbre contar historias para matar el
aburrimiento. En fin, señorita, tengo experiencia, conozco el mundo, concedeos
un placer, invitad a cada pasajero a que os cuente su vida, y, si encontráis
uno solo que no la haya maldecido a menudo y que no se haya creído el más desgraciado
de los hombres, arrojadme de cabeza al mar.
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