16/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 7


CAPÍTULO VII
Una anciana cuida a Cándido, y éste encuentra de nuevo a su amada.





Cándido no se animó en absoluto, pero siguió a la vieja hasta una casucha: ella le dio un tarro de pomada para que se untase con ella, le dejó comida y bebida; le señaló un camastro bastan­te limpio junto al cual había un traje completo.
-¡Comed, bebed y dormid -le dijo-, y que Nuestra Señora de Atocha, San Antonio de Padua y Santiago de Compostela os cuiden! Volveré ma­ñana.
Cándido, que aún estaba aturdido por todo lo que había visto, por todo lo que había sufrido, y sobre todo por la caridad de aquella vieja, quiso besarle la mano.
-No es mi mano lo que hay que besar -dijo la vieja-; volveré mañana. Untaos bien de po­mada, comed y dormid.
A pesar de tantas desgracias, Cándido comió y durmió. Al día siguiente, la vieja le lleva el de­sayuno, echa un vistazo a su espalda, ella misma le extiende otra pomada; más tarde le lleva la co­mida; regresa por la noche para llevarle la cena. El segundo día repitió las mismas idas y venidas.
-¿Quién sois? -le preguntaba Cándido cada vez-. ¿Quién os ha inspirado tanta bondad? ¿Cómo os lo puedo agradecer?
La buena mujer nunca contestaba nada; vol­vió por la noche, pero no trajo cena:
-Venid conmigo -le dijo-, y no digáis pa­labra.
Lo coge del brazo, y camina con él por el cam­po, aproximadamente un cuarto de milla: llegan a una casa aislada, rodeada de jardines y canales. La vieja llama a una puertecilla. Le abren; acompaña a Cándido por una escalera secreta hasta un apo­sento decorado en oro, le deja sobre un canapé de brocado, cierra la puerta y se va. Cándido cre­ía estar soñando, pero consideraba toda su vida pasada como un sueño funesto mientras que el momento presente era un sueño muy agradable.


La vieja regresó enseguida; sostenía con bas­tante dificultad a una mujer temblorosa, de ma­jestuosa estatura, adornada de piedras preciosas, y tapada con un velo.
-Retire ese velo -le dijo la vieja a Cándido.
El joven se acerca y lo levanta con timidez. ¡Qué momento! ¡Qué sorpresa! Cree que está viendo a la señorita Cunegunda; y en efecto la estaba viendo, era ella misma. No pudiendo pro­nunciar ni una sola palabra, al flaquearle las fuer­zas, cae a sus pies, mientras Cunegunda se des­maya a su vez sobre el canapé. La vieja les hace volver en sí dándoles agua y sales, se hablan; al principio lo hacen entrecortadamente, preguntas y respuestas que se cruzan, suspiros, lágrimas, ge­midos. La vieja les deja solos tras recomendarles que no hagan ruido.
-¡Cómo! Pero sois vos -le dice Cándido-; ¡estáis viva! ¡Y os encuentro en Portugal! ¿No os habían violado? ¿No os habían abierto el vientre, según me había asegurado el filósofo Pangloss?
-En efecto-asegura la bella Cunegunda-; pero no siempre esos dos accidentes ocasionan la muerte.
-¿Pero vuestro padre y a vuestra madre mu­rieron?
-Desgraciadamente es verdad -dice Cune­gunda llorando.
-¿Y vuestro hermano?
-También mi hermano murió.
-¿Y por qué estáis en Portugal? ¿Y cómo os habéis enterado de que también estaba yo aquí, y por qué extraña razón me habéis conducido hasta esta casa?
-Ya os lo explicaré todo -contestó la dama-; pero antes debéis contarme todo cuanto os ha ocurrido desde aquel inocente beso que me disteis y el puntapié que os dieron.
Cándido le obedeció con un profundo respe­to; y aunque estuviera atontado y aún le doliera un poco el espinazo, con voz débil y tembloro­sa le contó de la manera más sencilla todo lo que había padecido desde el momento de su separa­ción. Cunegunda alzaba los ojos al cielo: la muer­te del buen anabatista y de Pangloss le hicieron llorar; tras lo cual habló de la siguiente manera a Cándido, que no perdía ni una sola palabra y la devoraba con los ojos.

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