CAPÍTULO X
Pobreza de Cándido, Cunegunda y la vieja
basta llegar a Cádiz, donde embarcan.
-¿Quién me ha podido robar
mi dinero y mis joyas? -decía llorando Cunegunda-; ¿de qué vamos a vivir?,
¿cómo nos las vamos a apañar?, ¿dónde vamos a encontrar inquisidores y judíos
que me regalen otras?
-¡Ay! -dijo la vieja-,
seguramente aquel reverendo padre franciscano que se alojó ayer en la misma
posada que nosotros en Badajoz, ¡Dios me libre de pensar mal!, pero entró por
dos veces en nuestro cuarto, y partió mucho antes que nosotros.
-¡Ay! -dijo Cándido-, me
demostraba el buen Pangloss que todos los bienes de la tierra son comunes a
todos los hombres, y que todos tienen igual derecho sobre ellos, por lo tanto
ese franciscano, según estos principios, debería habernos dejado algo para
terminar el viaje. ¿Así que no nos queda absolutamente nada, mi bella
Cunegunda?
-Ni un maravedí -dijo.
-¿Qué decidimos? -dijo
Cándido. -Vendamos uno de los caballos -contestó la vieja-; montaré en la grupa
detrás de la señorita, aunque sólo pueda sentarme de un lado, y llegaremos a
Cádiz.
Un prior de benedictinos que
se hospedaba allí mismo compró el caballo por poco dinero. Cándido, Cunegunda y
la vieja pasaron por Lucena, por Chillas, por Lebrija, y llegaron por fin a
Cádiz. Aquí se estaba organizando una expedición, reuniendo tropas que
hicieran entrar en razón a los reverendos padres jesuitas de Paraguay, a los
que se les acusaba de haber incitado a la sublevación a una de sus hordas
contra los reyes de España y Portugal, cerca de la ciudad del Santo Sacramento.
Cándido, por haber servido ya a los búlgaros, ejecutó la instrucción búlgara
ante el general de aquel pequeño ejército con tanto estilo, rapidez, destreza,
elegancia y agilidad que le encargaron del mando de una compañía de infantería.
Ya es capitán, embarca con la señorita Cunegunda, la vieja, dos criados y los
dos caballos andaluces que habían pertenecido al inquisidor de Portugal.
Durante toda la travesía
razonaron mucho sobre la filosofía del pobre Pangloss.
-Nos dirigimos a un mundo
distinto -decía Cándido-; sin duda debe ser allí donde todo está bien. Porque
debemos reconocer que en el nuestro existen muchas cosas, en lo físico y en lo
moral, que nos pueden hacer llorar.
-Os amo con todo mi corazón
-decía Cunegunda-; pero mi alma aún está horrorizada por todo cuanto he visto
y sufrido.
-Todo irá bien -contestaba
Cándido-; el mar de este nuevo mundo ya es mejor que los de nuestra Europa, es
más tranquilo y los vientos más constantes. No cabe duda de que el nuevo
mundo es el mejor de los mundos posibles.
-¡Dios te oiga! -decía
Cunegunda-; pero he sido tan espantosamente desgraciada en el mío que mi
corazón casi no concibe ninguna esperanza.
-Os quejáis -les dice la
vieja-; ¡ay!, sin embargo vuestras desdichas no son como las mías.
Cunegunda se echó a reír
encontrando gracioso que aquella buena mujer pretendiera haber sido más
desgraciada que ella.
-¡Ay!-le dijo-, amiga mía, a
no ser que hayáis sido violada por dos búlgaros, que os hayan rajado el
vientre dos veces, que os hayan derribado dos castillos, que hayan degollado
ante vuestra presencia a dos madres y dos padres, y que hayáis visto a dos
amantes vuestros azotados en un auto de fe, no veo en qué podáis aventajarme;
y a eso debéis añadir que nací baronesa con setenta y dos linajes, y he
trabajado de cocinera.
-Señorita -contestó la
vieja-, desconocéis mi origen; y, si yo os enseñara mi culo, no hablaríais de
esa manera ni seguiríais opinando.
Este comentario despertó una
enorme curiosidad en el espíritu de Cunegunda y de Cándido. La vieja les habló
en estos términos.
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