18/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 9


CAPÍTULO IX
Qué sucede a Cunegunda, a Cándido, al gran
inquisidor y a un judío


Era Isachar el hebreo de peor genio que jamás haya existido en Israel desde el cautiverio en Ba­bilonia.
-¿Cómo -exclamó-, perra cristiana, es que el señor inquisidor no es suficiente? ¿También ten­go que compartirte con este canalla?
Mientras decía esto saca un largo puñal que llevaba siempre consigo, y como no pensaba que su rival tuviera armas, se lanza sobre Cándido, pero la vieja le había entregado a nuestro buen westfaliano, junto con el traje, una estupenda es­pada. La desenvaina, en contra de su carácter pa­cífico, y tumba al israelita, mortalmente tieso, a los pies de la bella Cunegunda.
-¡Virgen santísima! -exclamó ella-. ¿Qué será de nosotros? ¡Un hombre muerto en mi casa! Si viene la justicia, estamos perdidos.


-Si Pangloss no hubiera sido ahorcado -dijo Cándido-, nos aconsejaría cómo salir de este aprieto, porque era un gran filósofo, pero, como no está, vayamos a consultar a la vieja.
Era una vieja muy prudente, y empezaba a dar su parecer en el momento en que se abrió otra puertecilla. Era la una del día siguiente, el do­mingo, día del señor inquisidor, que entra y ve al azotado Cándido, con la espada en la mano, un muerto tendido en el suelo, a Cunegunda ho­rrorizada y a la vieja dando consejos.
Lo que Cándido sintió en aquel momento y lo que pasó por su cabeza fue esto:
"Si este buen hombre pide ayuda, me manda­rá quemar sin lugar a dudas y podrá hacer lo mis­mo con Cunegunda; ya mandó que me azotaran sin ningún atisbo de piedad; es mi rival; he ma­tado ya a un hombre; no hay elección."
Este razonamiento fue claro y rápido; y, sin darle tiempo al inquisidor a que se repusiera de su sorpresa, le atraviesa el cuerpo y lo echa al lado del judío.
-¡Otro más! -dice Cunegunda-, ¡ya no te­nemos remisión; estamos excomulgados, ya ha llegado nuestra última hora! ¿Cómo es posible que hayáis podido matar en dos segundos a un judío y a un eclesiástico, vos que tenéis un ca­rácter tan tranquilo?
-Mi hermosa señorita -contestó Cándi­do-, uno cambia mucho cuando está enamo­rado, celoso, y tras haber sido azotado por la In­quisición.
La vieja intervino en aquel preciso momento, y dijo:
-Hay tres caballos andaluces en el establo, con las sillas y las riendas: que el valeroso Cán­dido los prepare; la señora tiene dinero y joyas, montemos rápidamente a caballo, aunque yo sólo pueda sentarme de medio lado, y vayamos a Cádiz; hace muy buen tiempo, y es una delicia viajar con la fresca de la noche.
Enseguida Cándido ensilla los tres caballos. Cunegunda, la vieja y él recorren treinta millas de un tirón. Mientras se alejaban, llega la Santa Her­mandad a la casa, entierran al señor inquisidor en una magnífica iglesia en tanto que Isachar es arrojado a un basurero.
Cándido, Cunegunda y la vieja habían llegado ya a la pequeña ciudad de Avacena, en medio de las montañas de Sierra Morena; y hablaban así en una venta.

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