CAPÍTULO II
Cándido y los búlgaros.
Tras ser arrojado del
paraíso terrenal, Cándido anduvo mucho tiempo sin saber adónde ir, llorando y
alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más hermoso de los
castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin, se
durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día
siguiente, temblando de frío, llegó a rastras hasta la ciudad vecina, que se
llamaba Valdberghofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de hambre y de
cansancio. Se paró con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres
vestidos con uniforme azul repararon en él:
-Camarada-dijo uno de
ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura apropiada.
Se aproximaron a Cándido y
le invitaron a cenar muy educadamente.
-Señores -les contestó
Cándido con humildad aunque amablemente-, es un honor para mí, pero no puedo
pagar mi parte.
Ah, señor-respondió uno de
los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus virtudes nunca pagan
nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura?
-Sí, señores, ésa es mi
estatura -contestó con una inclinación.
-Ah, señor, sentaos a la
mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos a consentir que a un
hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben ayudarse entre sí.
-Tenéis razón -dijo
Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y ya veo que todo
es perfecto.
Le suplican que acepte unas
monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a cambio; ellos no lo aceptan
en absoluto y se sientan a comer.
-¿No siente usted afecto
por...?
-¡Oh!, sí -contesta-, estoy
muy enamorado de la señorita Cunegunda.
-No, no es eso -dice uno de
aquellos señores-, queremos decir si no siente un particular afecto por el
rey de los búlgaros.
-En absoluto -dice-, no lo
conozco.
-¡Cómo! Es el rey más
encantador, y hay que brindar por él.
-¡Eso con mucho gusto,
caballeros!
-Y bebe.
-Con esto basta -le dicen a
continuación
ahora ahora es usted el
apoyo, el protector, el defensor, el héroe de los búlgaros; su suerte está
echada, y su gloria asegurada.
Rápidamente le colocan grilletes
en los pies y se lo llevan al regimiento. Allí le hacen girar a la derecha, a
la izquierda, sacar la baqueta, envainarla, apuntar con la rodilla en tierra,
disparar, ir a paso doble, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente, hace
la instrucción un poco mejor, y tan sólo recibe veinte palos; al otro día no le
dan más que diez y sus compañeros le consideran un portento.
Cándido, sorprendido, no
entendía muy bien por qué era un héroe. Un espléndido día de primavera le
apeteció ir a pasear y fue caminando todo derecho, creyendo que el uso de las
piernas al antojo de cada uno era un privilegio tanto de la especie humana
como de la animal. No habría andado ni dos leguas cuando otros cuatro héroes de
seis pies le alcanzan, lo apresan y lo arrestan. Se le preguntó
reglamentariamente si prefería ser azotado treinta y seis veces por todo el
regimiento o recibir doce balas de plomo en la cabeza. Por más que alegara que
las voluntades son libres, y que no quería ni una cosa ni otra, tuvo que
elegir: en nombre de ese don de Dios llamado "libertad", se decidió
por pasar treinta y seis veces por los palos; y pasó dos veces. Como el
regimiento lo componían dos mil hombres, en total sumaban cuatro mil baquetazos
que, desde la nuca al culo, le dejaron completamente desollado. Cuando iban a
empezar la tercera carrera, Cándido, como no podía ya más, les suplicó que
tuvieran la bondad de romperle la cabeza y accedieron a ello. Le vendaron los
ojos; le hincaron de rodillas. En ese mismo momento acierta a pasar el rey de
los búlgaros, que se informa del delito del doliente y, como aquel rey era muy
inteligente, comprendió, por todo lo que dijeron de Cándido, que era un joven
metafísico que ignoraba las cosas de este mundo, y le otorgó su perdón con una
clemencia que será alabada por todos los periódicos y por todos los siglos. Un
buen cirujano curó a Cándido en tres semanas con los calmantes prescritos por
Discórido. Ya le había crecido un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey
de los búlgaros emprendió batalla contra el rey de los ábaros.
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