CAPITULO XVI
Aventuras de los dos viajeros con dos muchachas, dos monos y con unos salvajes apodados orejudos.
Cándido y su criado ya
habían atravesado las líneas defensivas y en el campamento aún nadie había
descubierto la muerte del jesuita alemán. Cacambo, que era muy previsor, había
llenado el zurrón de pan, chocolate, jamón, fruta y algunos cántaros de vino.
Se internaron con sus caballos andaluces en una tierra desconocida, en la que
no encontraron ningún camino. Por fin apareció ante ellos una espléndida
pradera surcada de arroyos. Nuestros viajeros dejan pastar a las cabalgaduras,
y mientras Cacambo propone a su amo comer comienza él mismo:
-¿Cómo quieres -decía
Cándido- que coma jamón, cuando he matado al hijo del señor barón, y cuando me
estoy condenando a no ver ya en toda mi vida a la bella Cunegunda? ¿Para qué
quiero alargar mis miserables días si debo vivirlos sin ella entre los
remordimientos y la de sesperación? ¿Y cuáles serán los comentarios del periódico
de los jesuitas de Trévoux?
Mientras hablaba, no paraba
de comer. Anochecía ya cuando los dos descaminados oyeron unos gritos agudos
que parecían propios de mujeres. No distinguían bien si eran gritos de dolor o
de alegría; pero se pusieron en pie precipitadamente con esa especie de
inquietud y de alarma que en un lugar desconocido provoca cualquier cosa.
Aquellos gritos provenían de dos muchachas completamente desnudas, que corrían
apresuradamente por un extremo de la pradera, mientras dos monos las
perseguían mordiéndoles las nalgas. Cándido se apiadó y, como los búlgaros le
habían enseñado a disparar, hubiera acertado a una avellana en el matorral sin
tocar las hojas. Coge su fusil, tira y mata a los dos monos.
-¡Dios sea alabado, mi
querido Cacambo! Acabo de salvar de un gran peligro a esas dos infelices criaturas:
si pequé por matar a un inquisidor y a un jesuita, lo acabo de enmendar con
largueza salvando la vida de estas dos muchachas. Quizás sean dos señoritas de
noble posición, y esta aventura nos pueda ser de utilidad en el país.
Iba a seguir hablando, pero
se quedó mudo al contemplar cómo aquellas muchachas abrazaban con ternura a
los dos monos, lloraban amargamente sobre sus cuerpos y chillaban con auténtico
dolor.
-Me sorprende tanta bondad
-le dijo al fin a Cacambo; el cual le replicó:
-¡Buena la habéis hecho, mi
amo! ¡Habéis matado a los dos amantes de estas señoritas!
-¿Sus amantes? ¿Pero es
posible? Me estáis tomando el pelo, Cacambo; ¿cómo va a ser verdad?
-Querido amo -contestó
Cacambo-, siempre os asombráis por todo; ¿por qué os parece tan raro que en
ciertos países haya monos a los que las damas conceden sus gracias? Son medio
hombres, como yo soy medio español.
-¡Lástima! -continuó
Cándido-, recuerdo haber oído decir a mi maestro Pangloss que en otros tiempos
ocurrían tales accidentes y que estas mezclas habían originado egipanes,
faunos y sátiros; que algunos personajes importantes de la antigüedad los
habían visto; pero yo creía que eran fábulas.
-Pues ahora debéis estar
seguro de que es verdad-dice Cacambo-, ya habéis podido ver el comportamiento
de las personas salvajes; lo que temo ahora es que a estas damas se les ocurra
hacemos alguna faena.
Estos comentarios tan
contundentes incitaron a Cándido a alejarse de la pradera, y a adentrarse en un
bosque. Allí cenaron ambos y, tras haber maldecido al inquisidor de Portugal,
al gobernador de Buenos Aires y al barón, se durmieron sobre la hierba. Cuando
despertaron, vieron que no podían moverse debido a que, durante la noche, los
orejudos, habitantes del país, a quienes las dos damas los habían denunciado,
los habían atado con cuerdas hechas con corteza de árbol. Les rodeaban unos
cincuenta salvajes completamente desnudos, armados con flechas, mazos y hachas
de piedra: unos ponían a hervir una gran caldera, otros preparaban los asadores
y todos gritaban:
-¡Es un jesuita! ¡Es un
jesuita! ¡Nos vengaremos y comeremos opíparamente; comamos jesuita, comamos
jesuita!
-Ya os lo había advertido
yo, querido amo -exclamó con tristeza Cacambo-, que esas dos muchachas nos iban
a hacer una mala jugada.
Cándido exclamó al ver la
caldera y los asadores:
-Con toda seguridad nos van
a asar o a hervir. ¡Ah ¿Qué diría ahora mi maestro Pangloss si viera de qué
está hecha la verdadera naturaleza? Todo está bien; lo admito, pero confieso
que es una crueldad perder a la señorita Cunegunda y ser asado por unos
orejudos.
Pero Cacambo nunca perdía la
cabeza.
-No debemos perder la
esperanza -le dijo al compungido Cándido-; comprendo un poco la jerga de esta
gente, voy a hablarles.
-Procurad convencerles -dijo
Cándido-de que cocer a los hombres es un acto espantosamente inhumano y muy
poco cristiano.
-Señores -dijo Cacambo-,
¿así que quieren comerse hoy a un jesuita? Eso está muy bien; no hay nada más
justo que tratar así a los enemigos. Efectivamente, el derecho natural nos
enseña a matar al prójimo, y así es como se hace en todo el mundo. Si nosotros
no hacemos uso del derecho a comerlo, será porque podemos comer muy bien otras
cosas; pero ustedes no disponen de los mismos recursos que nosotros y desde
luego es preferible comerse a los enemigos que ofrecer a los cuervos y cornejas
el fruto de la victoria. Pero, señores, ustedes no pretenderán comerse a sus
amigos. Ustedes piensan que van a asar a un jesuita, y resulta que van a asar
a su defensor, al enemigo de sus enemigos. Por lo que a mí respecta, yo nací
aquí, en su país; este señor que veis es mi amo, y no sólo no es jesuita sino
que acaba de matar a un jesuita, va vestido con sus ropas; ésta es la causa de
vuestra repulsa. Si quieren comprobar lo que les estoy diciendo, cojan su
sotana, llévenla a la frontera del reino de los padres y averiguen si mi amo ha
matado a un oficial jesuita. En poco tiempo estarán de vuelta y, si descubren
que les he mentido, todavía podrán comernos, pero, si les he dicho la verdad,
conocen muy bien los principios del derecho público, las costumbres y las
leyes como para no concedernos el perdón.
Los orejudos encontraron
este discurso muy razonable; nombraron a dos notables para que fueran
rápidamente a informarse de la verdad; los dos enviados actuaron con
inteligencia y regresaron enseguida con buenas noticias. Los orejudos
liberaron a los dos prisioneros, les trataron con todo esmero, les presentaron
muchachas, les ofrecieron refrescos y los condujeron hasta la frontera de su
país, gritando con alborozo:
-¡No es jesuita! ¡No es
jesuita!
Cándido no se cansaba en
absoluto de admirar el motivo de su liberación:
-¡Qué pueblo! -decía-, ¡qué gente!, ¡qué costumbres! Si no
llego a tener la suerte de darle una buena estocada al hermano de la señorita
Cunegunda, hubiera sido comido sin remedio. Pero, pensándolo bien, la verdadera
naturaleza es buena, puesto que estas gentes, en lugar de comerme, han sido
muy corteses al enterarse de que no era jesuita.
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