CAPÍTULO XV
Cándido mata al hermano de su querida
Cunegunda.
-Siempre retendré en mi
memoria el horrible día en que vi cómo asesinaban a mi padre y a mi madre y
violaban a mi hermana. Cuando los búlgaros se hubieron retirado, no se encontró
por ninguna parte a mi adorable hermana, y nos metieron a mi madre, a mi padre
y a mí, a dos criados y a tres niños degollados sobre una carreta en la que nos
llevaban a enterrar a una capilla de los jesuitas, a dos leguas del castillo
de mis padres. Un jesuita nos bendijo con agua bendita que estaba horriblemente
salada; algunas gotas me cayeron dentro de los ojos: el padre observó que movía
ligeramente los párpados y me puso la mano en el corazón, y vio que latía; me
socorrieron, y a las tres semanas estaba completamente restablecido.
»Sabéis, mi querido Cándido,
que yo era muy atractivo y aún me volví mucho más; entonces el reverendo padre
Croust, superior de la casa, me tomó mucho cariño y me concedió el hábito de
novicio; poco tiempo después fui enviado a Roma. El padre general necesitaba
reclutar a jóvenes jesuitas alemanes, ya que los soberanos del Paraguay reciben
al menor número posible de jesuitas españoles; prefieren a los extranjeros,
pues les dan mayor seguridad. El reverendo padre general consideró que yo era
persona idónea para venir a trabajar en esta viña del señor. Partimos un
polaco, un tirolés y yo. A mi llegada me distinguieron con el subdiaconado y
con el grado de teniente; hoy ya soy coronel y sacerdote. Luchamos
denodadamente contra las tropas del rey de España; os aseguro que serán excomulgadas
y vencidas. La Providencia os envía aquí para ayudarnos. ¿Pero de verdad que mi
querida hermana está aquí cerca, en casa del gobernador de Buenos Aires?
Cuando Cándido le juró que
todo eso era completamente cierto, de nuevo se puso a llorar
desconsoladamante.
El barón abrazaba una y otra
vez a Cándido; le llamaba hermano mío, mi libertador y le decía:
-¡Ay! Querido Cándido,
quizás podamos entrar victoriosos en la ciudad y rescatar a mi hermana
Cunegunda.
-Eso es lo que más deseo
-dijo Cándido
porque porque yo esperaba
casarme con ella y todavía lo espero.
-¡Vos, qué insolencia!
-contestó el barón-. ¡Os atreveríais a casaros con mi hermana, que tiene
setenta y dos linajes! ¡Sois muy audaz al hablarme de una propuesta tan descabellada!
Cándido, petrificado por tal
respuesta, le contestó:
-Reverendo padre, todos los
linajes del mundo no valen nada; he salvado a vuestra hermana de las garras de
un judío y de un inquisidor; me debe un gran favor y quiere casarse conmigo. El
maestro Pangloss siempre afirmaba que todos los hombres son iguales; y tened la
seguridad de que me casaré con ella.
-¡Eso está por ver, canalla
-dijo el jesuita barón de Thunder-ten-tronckh, mientras le daba un golpetazo en
la cara con la hoja de la espada. Al instante Cándido desenvaina la suya y la
mete hasta el puño en el vientre del barón jesuita; pero, al retirarla todavía
caliente, se echó a llorar:
-¡Qué desgracia, Dios mío!
-dice-. Acabo de matar a mi antiguo amo, a mi amigo, a mi cuñado; yo, que soy
el mejor hombre del mundo, llevo ya matados tres hombres y dos de ellos sacerdotes.
Enseguida acudió Cacambo, que
estaba haciendo la guardia en la entrada de la terraza.
-Ya no nos queda más que
defender nuestras vidas -le dijo su amo-; seguramente vendrán aquí; hay que
morir blandiendo las armas.
Cacambo, que ya se las había
visto en otras peores, no perdió la cabeza; cogió la sotana que llevaba
puesta el barón jesuita y se la puso a Cándido, le dio también el bonete del
muerto y le hizo subir al caballo. Todo en un abrir y cerrar de ojos.
-Galopemos, amo; todos
pensarán que sois un jesuita que va encargado de una misión y antes de que
puedan perseguirnos ya habremos atravesado la frontera.
Iba volando al mismo tiempo
que pronunciaba estas palabras y gritaba en español:
-¡Dejen paso, dejen paso al
reverendo padre coronel!
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