22/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 13


CAPÍTULO XIII

Obligan a Cándido a separarse de la bella
Cunegunda y de la vieja.



Después de escuchar la historia de la vieja, Cunegunda la cumplimentó como la persona de su rango y mérito se merecía. Aceptó la suge­rencia y propuso a todos los pasajeros, uno tras otro, que contaran sus aventuras. Tanto Cándi­do como ella tuvieron que admitir que la vieja tenía razón.
-Es una lástima -decía Cándido- que el sa­bio Pangloss fuera ahorcado en un auto de fe, en contra de la costumbre, porque nos diría co­sas admirables sobre el mal físico y sobre el mal moral que existen en el mundo, y yo me senti­ría con la suficiente fuerza como para atreverme a hacerle algunas objeciones con todos mis res­petos.
El barco avanzaba su camino mientras cada uno contaba su historia. Atracaron en Buenos Ai­res. Cunegunda, el capitán Cándido y la vieja fue­ron a casa del gobernador don Fernando Ibaraa y Figueroa y Mascarenes y Lampourdos y Souza. Este señor poseía una arrogancia acorde con tan­tos apellidos. Se dirigía a la gente con un desdén de lo más encopetado, levantando desmesura­damente la nariz, alzando tan despiadadamente la voz, en un tono tan engolado, afectando un an­dar tan altivo, que a todos los que le saludaban les entraban las ganas de pegarle. Le gustaban las mujeres con locura. Cunegunda le pareció lo más bello que jamás había contemplado. Lo primero que hizo fue preguntar si era la mujer del capi­tán. El tono de la pregunta alarmó a Cándido, pero no se atrevió a afirmar que era su mujer, porque realmente no lo era; ni se atrevió a decir que era su hermana, porque tampoco lo era; y aunque entre los antiguos era costumbre esa mentira e incluso pudiera ser de utilidad a los mo­dernos, su conciencia era demasiado pura para mentir.
-La señorita Cunegunda -dijo-, debe ha­cerme el honor de casarse conmigo y suplicamos a Vuestra Excelencia se digne autorizar nuestra boda.
Don Fernando de Ibaraa y Figueroa y Mascarenes y Lampourdos y Souza sonrió con amargura mientras se atusaba el bigote, y mandó al capi­tán Cándido que pasara revista a su compañía. Cándido obedeció y el gobernador permaneció con la señorita Cunegunda. Le declaró su pasión prometiéndole solemnemente que al día si­guiente se casaría con ella ante el altar o de cual­quier otra forma, como ella quisiera. Cunegunda le pidió un cuarto de hora para reflexionar, para consultar a la vieja y para decidirse.
La vieja dijo a Cunegunda:
-Señorita, tenéis setenta y dos linajes, pero ni un solo céntimo; únicamente vos podéis de­cidir ser la mujer del señor más importante de América meridional, que tiene un hermoso bigo­te. ¿Vais a presumir ahora de una fidelidad in­quebrantable? Habéis sido violada por los búlga­ros; un judío y un inquisidor han obtenido vuestros favores: las desgracias otorgan dere­chos. Si yo estuviera en vuestro lugar, no haría ascos a casarme con el señor gobernador, y al mismo tiempo conseguir la fortuna del señor ca­pitán Cándido.
Mientras la vieja hablaba con toda la sabidu­ría propia de la edad y la experiencia, se vio en­trar en el puerto un barquito que transportaba a un alcalde y varios alguaciles. Veamos qué había ocurrido.
La vieja había sospechado certeramente que aquel franciscano de mangas anchas era quien había robado el dinero y las joyas de Cunegunda en la ciudad de Badajoz, cuando huía a toda prisa con Cándido. Este monje intentó vender al­gunas de las piedras preciosas a un joyero. Éste reconoció que pertenecían al gran inquisidor. El franciscano, antes de ser colgado, confesó que las había robado e indicó a qué personas y la ruta que habían tomado. Se supo entonces que Cunegunda y Cándido habían huido. Los siguieron hasta Cádiz: sin pérdida de tiempo zarpó un bar­co tras ellos. El barco había llegado ya al puerto de Buenos Aires. Se corrió el rumor de que un alcalde iba a desembarcar, y de que iba persi­guiendo a los asesinos del señor inquisidor. Al punto, la astuta vieja vio lo que era conveniente hacer:
-Vos no debéis huir -le dijo a Cunegunda-,
porque no tenéis nada que temer; no sois vos quien ha matado al señor inquisidor, y por otra parte el gobernador, que os ama, no consentirá que seáis maltratada; quedaos.
Enseguida va a buscar a Cándido:
-Huid -le dice-, o dentro de una hora se­réis quemado en la hoguera.
No había tiempo que perder; pero ¿cómo se­pararse de Cunegunda y dónde refugiarse?

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