31/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 21


CAPÍTULO XXI

Cándido y Martín se acercan a las costas de
Francia y siguen razonando.



Por fin aparecían ante su vista las costas de Francia.
-¿Habéis estado alguna vez en Francia, señor Martín? -dijo Cándido.
-Sí -dijo Martín-, he visitado varias pro­vincias. En algunas la mitad de su gente está loca, en otras son muy maliciosos, en otras son bas­tante tranquilos y bastante estúpidos, en otras se las dan de graciosos; y, en todas, la principal ta­rea es el amor; la segunda, la maledicencia; y la tercera, decir bobadas.
-Pero, señor Martín, ¿conocéis París?
-Sí, he visto París; es una mezcla de todas esas especies; es un caos, es una muchedumbre en busca de placer que casi ninguno encuentra, al menos es la impresión que tengo. Paré poco tiempo; al llegar unos rateros me robaron todo cuanto llevaba en la feria de St. Germain; luego me confundieron con un ladrón y pasé ocho días en la cárcel; después tuve que trabajar de co­rrector de imprenta para ganar algo con lo que poder regresar andando a Holanda. Conocí a la canalla de escritores, a la canalla de conspirado­res y a la canalla de los devotos histéricos. Se dice que hay gente muy educada en esa ciudad: me gustaría creerlo.

-Pues yo no siento ninguna curiosidad por conocer Francia -dijo Cándido-; podréis com­prender fácilmente que, cuando se ha pasado un mes en Eldorado, ya no interesa ver ninguna otra cosa en el mundo excepto a la señorita Cunegunda: me voy a Venecia a esperarla, cruzaremos Francia para ir a Italia. ¿Queréis acompañarme?
-Encantado -dijo Martín-; se oye decir que Venecia sólo es buena para los nobles ve­necianos, pero que sin embargo son muy bien re­cibidos los extranjeros adinerados: yo no tengo, vos tenéis, os seguiré a todas partes.
-A propósito -dijo Cándido-, ¿creéis que originariamente el mar cubría toda la tierra como lo asegura aquel grueso volumen del capitán del barco?
-No me lo creo -dijo Martín-, como tam­poco todas esas fantasías que nos vienen con­tando últimamente.
-Pero, ¿para qué ha sido creado entonces este mundo? -dijo Cándido.
-Para hacernos rabiar -contestó Martín.
-¿No os causa extrañeza -continuó Cándi­do- el amor que aquellas dos muchachas de la tierra de los orejudos sentían por aquellos dos monos, aventura que ya os conté?
-En modo alguno -dijo Martín-; no veo nada raro en esa pasión: he visto ya tantas cosas extraordinarias que nada me resulta extraordinario.
-¿Creéis --lijo Cándido- que los hombres siempre se han matado unos a otros como hoy en día? ¿Que desde siempre han sido mentirosos, farsantes, malvados, desagradecidos, bribones débiles, inconstantes, cobardes, envidiosos, glo­tones, borrachos, avariciosos, ambiciosos, crue­les, calumniadores, viciosos, fanáticos, hipócritas e ineptos?
-¿Creéis -dijo Martín- que los gavilanes siempre han comido palomas cuando las han en­contrado?
-Sí, sin lugar a dudas -dijo Cándido.
-Pues bien -dijo Martín-, si los gavilanes han mantenido siempre el mismo carácter, ¿por qué pretendéis que los hombres cambien el suyo?
-¡Oh! -dijo Cándido-, no es lo mismo, pues el libre albedrío...
Y conversando de esta manera, llegaron a Bur­deos.

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