CAPÍTULO IV
Cándido encuentra a su antiguo maestro de filosofla, el doctor Pangloss, y lo que le ocurre con él.
Cándido, con más compasión
que horror, entregó a aquel horrible pordiosero los dos florines que había
recibido del honesto anabatista Jacobo. El fantasma le miró fijamente, empezó
a llorar y le rodeó el cuello con sus brazos. Cándido retrocedió aterrado.
-¡Ay! -dijo el miserable al
otro miserable-, ¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss?
-¿Qué oigo? ¡Vos, mi amado
maestro, vos en este horrible estado! ¿Qué desgracia os ha ocurrido? ¿Por qué
no estáis ya en el más bello de los castillos? ¿Qué ha sido de la señorita Cunegunda,
la perla de las muchachas, la obra maestra de la naturaleza?
-No puedo ni con mi alma
-dijo Pangloss.
Cándido lo llevó
inmediatamente al cobertizo del anabatista, donde le dio de comer un poco de
pan; y, cuando lo vio un poco recuperado, le preguntó:
-Bueno, ¿y la señorita
Cunegunda?
-Ha muerto -contestó el
otro. Al oír aquella respuesta Cándido se desmayó; su amigo le hizo volver en
sí con un poco de vinagre en mal estado que por fortuna había por allí. Cándido
abre de nuevo los ojos.
-¡Ha muerto Cunegunda! Ah,
¿dónde está el mejor de los mundos? ¿Pero de qué enfermedad ha muerto? ¿Acaso
fue porque me echaron a patadas del bello castillo de su señor padre?
-De ninguna manera -dijo
Pangloss-, los soldados búlgaros la destriparon tras haberla violado repetidas
veces; al señor barón, que quería defenderla, le saltaron los sesos de un
disparo; con la señora baronesa hicieron varios trozos; a mi pobre pupilo le
trataron igual que a su hermana; y del castillo, no ha quedado piedra sobre
piedra, ni una granja, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; ahora bien, los
ábaros nos han vengado, pues han hecho lo mismo en una baronía cercana que
pertenecía a un señor búlgaro.
Ante tal descripción,
Cándido se desmayó otra vez; pero, de nuevo en sí y tras decir todo cuanto
tenía que decir, trató de averiguar la causa y el efecto, y la razón suficiente
que habían llevado a Pangloss a tan lamentable estado.
-¡Ay! -contestó el otro-, ha
sido el amor: el amor, consuelo del género humano, el que mantiene el universo,
el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor.
-¡Lástima! -exclamó
Cándido-, yo también he conocido ese amor, ese dueño de los corazones, esa
alma gemela; y únicamente me proporcionó un beso y veinte patadas en el culo.
¿Cómo causa tan bella ha podido produciros a vos un efecto tan abominable?
Pangloss contestó de la
siguiente manera:
-Querido Cándido, vos
conocisteis a Paquita, aquella criada tan guapa de nuestra augusta baronesa;
gocé en sus brazos de los placeres del paraíso, que me ocasionan ahora estos
tormentos infernales; ella estaba completamente infectada y quizá haya muerto
ya a causa de ellos. A Paquita le había hecho tal regalo un fraile franciscano
muy sabio, que había investigado su origen, pues a él se lo había contagiado
una vieja condesa, que lo había recibido a su vez de un capitán de caballería,
que se lo debía a una marquesa, que lo había cogido de un paje, el cual lo
había recibido de un jesuita, quien, cuando era novicio, lo había adquirido
directamente de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. En cuanto a mí, yo
no se lo pegaré a nadie, porque me estoy muriendo.
-¡Oh Pangloss! -exclamó
Cándido-, ¡qué extraña genealogía! ¿No será cosa del diablo tal linaje?
-En absoluto -replicó aquel
gran hombre -era cosa indispensable en el mejor de los mundos, era un
ingrediente totalmente necesario: si Cristóbal Colón no hubiera cogido en una
isla de América esta enfermedad que envenena el origen de la vida, y que
incluso impide muchas veces la procreación, cosa que evidentemente es contraria
a los fines de la naturaleza, no conoceríamos ni el chocolate ni la cochinilla;
por otra parte debemos observar que, actualmente, en nuestro continente, esta
enfermedad, junto con la dialéctica, es una de nuestras características
propias. Turcos, indios, persas, chinos, siameses, japoneses aún no la conocen;
si bien hay una razón suficiente para que la conozcan a su vez dentro de unos
siglos. Mientras tanto se ha desarrollado prodigiosamente entre nosotros, y
especialmente entre los grandes ejércitos integrados por militares honrados y
bien educados, que deciden el destino de los países; se puede asegurar que,
cuando treinta mil soldados combaten en batalla campal contra tropas semejantes
en número, unos veinte mil hombres de cada bando mostrarán pústulas.
-Qué sorprendente es todo
eso -dice Cándido-; pero ahora os tenéis que curar.
-¿Y cómo podría hacerlo?
-dice Pangloss-, amigo mío, no tengo ni un céntimo, y en este mundo nadie puede
conseguir que le hagan una sangría o una lavativa sin pagar, o sin que alguien
pague por él.
Este último comentario
decidió a Cándido; fue a arrojarse a los pies de su caritativo anabatista
Jacobo, y le describió el estado en el que se encontraba su amigo de una manera
tan conmovedora que el buen hombre no dudó en socorrer al doctor Pangloss; lo
mandó curar a su costa. Pangloss tan sólo perdió en la cura un ojo y una oreja.
Como sabía escribir y conocía la aritmética a la perfección, el anabatista lo
nombró secretario suyo. Al cabo de dos meses, como tenía que ir a Lisboa por
asuntos de negocios, se llevó en su barco a los dos filósofos. Pangloss le explicó
cómo todo en el mundo era perfecto. Jacobo no compartía esa opinión:
-De alguna manera los
hombres han debido corromper algo la naturaleza, puesto que no han nacido lobos
y se han convertido en lobos. Dios no les ha dado ni cañones del veinticuatro,
ni bayonetas; y ellos han fabricado bayonetas y cañones para destruirse.
Podría añadirse también la bancarrota, y la justicia, que se apodera de los
bienes de los que quiebran sin dar nada a los acreedores.
-Todo eso era indispensable
-contestaba el sabio tuerto-, las desgracias particulares contribuyen al bien
general; de manera que a más desgracias particulares mejor va todo.
Mientras razonaba así, el cielo se oscureció, empezaron a
soplar los vientos de todos los lados y el barco se vio asaltado por la más
horrible tempestad, justo al avistar el puerto de Lisboa.
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