14/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 4


CAPÍTULO IV

Cándido encuentra a su antiguo maestro de filosofla, el doctor Pangloss, y lo que le ocurre con él.



Cándido, con más compasión que horror, en­tregó a aquel horrible pordiosero los dos florines que había recibido del honesto anabatista Jaco­bo. El fantasma le miró fijamente, empezó a llo­rar y le rodeó el cuello con sus brazos. Cándido retrocedió aterrado.
-¡Ay! -dijo el miserable al otro miserable-, ¿no reconocéis ya a vuestro querido Pangloss?
-¿Qué oigo? ¡Vos, mi amado maestro, vos en este horrible estado! ¿Qué desgracia os ha ocu­rrido? ¿Por qué no estáis ya en el más bello de los castillos? ¿Qué ha sido de la señorita Cune­gunda, la perla de las muchachas, la obra maes­tra de la naturaleza?
-No puedo ni con mi alma -dijo Pangloss.
Cándido lo llevó inmediatamente al cobertizo del anabatista, donde le dio de comer un poco de pan; y, cuando lo vio un poco recuperado, le preguntó:
-Bueno, ¿y la señorita Cunegunda?
-Ha muerto -contestó el otro. Al oír aquella respuesta Cándido se desmayó; su amigo le hizo volver en sí con un poco de vinagre en mal estado que por fortuna había por allí. Cándido abre de nuevo los ojos.
-¡Ha muerto Cunegunda! Ah, ¿dónde está el mejor de los mundos? ¿Pero de qué enfermedad ha muerto? ¿Acaso fue porque me echaron a pa­tadas del bello castillo de su señor padre?
-De ninguna manera -dijo Pangloss-, los soldados búlgaros la destriparon tras haberla vio­lado repetidas veces; al señor barón, que quería defenderla, le saltaron los sesos de un disparo; con la señora baronesa hicieron varios trozos; a mi pobre pupilo le trataron igual que a su her­mana; y del castillo, no ha quedado piedra sobre piedra, ni una granja, ni un cordero, ni un pato, ni un árbol; ahora bien, los ábaros nos han ven­gado, pues han hecho lo mismo en una baronía cercana que pertenecía a un señor búlgaro.
Ante tal descripción, Cándido se desmayó otra vez; pero, de nuevo en sí y tras decir todo cuan­to tenía que decir, trató de averiguar la causa y el efecto, y la razón suficiente que habían lleva­do a Pangloss a tan lamentable estado.
-¡Ay! -contestó el otro-, ha sido el amor: el amor, consuelo del género humano, el que mantiene el universo, el alma de todos los seres sensibles, el tierno amor.
-¡Lástima! -exclamó Cándido-, yo también he conocido ese amor, ese dueño de los corazo­nes, esa alma gemela; y únicamente me propor­cionó un beso y veinte patadas en el culo. ¿Cómo causa tan bella ha podido produciros a vos un efecto tan abominable?
Pangloss contestó de la siguiente manera:
-Querido Cándido, vos conocisteis a Paquita, aquella criada tan guapa de nuestra augusta baronesa; gocé en sus brazos de los placeres del paraíso, que me ocasionan ahora estos tormen­tos infernales; ella estaba completamente infec­tada y quizá haya muerto ya a causa de ellos. A Paquita le había hecho tal regalo un fraile fran­ciscano muy sabio, que había investigado su ori­gen, pues a él se lo había contagiado una vieja condesa, que lo había recibido a su vez de un ca­pitán de caballería, que se lo debía a una mar­quesa, que lo había cogido de un paje, el cual lo había recibido de un jesuita, quien, cuando era novicio, lo había adquirido directamente de uno de los compañeros de Cristóbal Colón. En cuan­to a mí, yo no se lo pegaré a nadie, porque me estoy muriendo.
-¡Oh Pangloss! -exclamó Cándido-, ¡qué extraña genealogía! ¿No será cosa del diablo tal linaje?
-En absoluto -replicó aquel gran hombre -era cosa indispensable en el mejor de los mun­dos, era un ingrediente totalmente necesario: si Cristóbal Colón no hubiera cogido en una isla de América esta enfermedad que envenena el origen de la vida, y que incluso impide muchas veces la procreación, cosa que evidentemente es contra­ria a los fines de la naturaleza, no conoceríamos ni el chocolate ni la cochinilla; por otra parte de­bemos observar que, actualmente, en nuestro continente, esta enfermedad, junto con la dialéc­tica, es una de nuestras características propias. Turcos, indios, persas, chinos, siameses, japoneses aún no la conocen; si bien hay una razón su­ficiente para que la conozcan a su vez dentro de unos siglos. Mientras tanto se ha desarrollado prodigiosamente entre nosotros, y especialmen­te entre los grandes ejércitos integrados por mi­litares honrados y bien educados, que deciden el destino de los países; se puede asegurar que, cuando treinta mil soldados combaten en batalla campal contra tropas semejantes en número, unos veinte mil hombres de cada bando mostra­rán pústulas.
-Qué sorprendente es todo eso -dice Cán­dido-; pero ahora os tenéis que curar.
-¿Y cómo podría hacerlo? -dice Pangloss-, amigo mío, no tengo ni un céntimo, y en este mundo nadie puede conseguir que le hagan una sangría o una lavativa sin pagar, o sin que alguien pague por él.
Este último comentario decidió a Cándido; fue a arrojarse a los pies de su caritativo anabatista Jacobo, y le describió el estado en el que se en­contraba su amigo de una manera tan conmove­dora que el buen hombre no dudó en socorrer al doctor Pangloss; lo mandó curar a su costa. Pangloss tan sólo perdió en la cura un ojo y una oreja. Como sabía escribir y conocía la aritméti­ca a la perfección, el anabatista lo nombró se­cretario suyo. Al cabo de dos meses, como tenía que ir a Lisboa por asuntos de negocios, se lle­vó en su barco a los dos filósofos. Pangloss le ex­plicó cómo todo en el mundo era perfecto. Ja­cobo no compartía esa opinión:
-De alguna manera los hombres han debido corromper algo la naturaleza, puesto que no han nacido lobos y se han convertido en lobos. Dios no les ha dado ni cañones del veinticuatro, ni ba­yonetas; y ellos han fabricado bayonetas y caño­nes para destruirse. Podría añadirse también la bancarrota, y la justicia, que se apodera de los bienes de los que quiebran sin dar nada a los acreedores.
-Todo eso era indispensable -contestaba el sabio tuerto-, las desgracias particulares contri­buyen al bien general; de manera que a más des­gracias particulares mejor va todo.
Mientras razonaba así, el cielo se oscureció, empezaron a soplar los vientos de todos los la­dos y el barco se vio asaltado por la más horri­ble tempestad, justo al avistar el puerto de Lisboa.

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