13/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 3


CAPÍTULO III

Cándido huye de los búlgaros, y lo que le
sucede después

 


No había nada en el mundo más bello, más ágil, más brillante, más bien organizado que aquellos dos ejércitos. Las trompetas, pífanos, oboes, tam­bores, cañones formaban tal armonía que ni en el infierno existiera cosa igual. En primer lugar la ar­tillería abatió casi seis mil hombres de cada ban­do; a continuación los arcabuceros hicieron desa­parecer del mejor de los mundos, cuya superficie infectaban, a unos nueve o diez mil bellacos. La bayoneta fue también causa suficiente de la muer­te de algunos miles de hombres. Entre todos su­marían unas treinta mil almas. Cándido, que tem­blaba como una hoja, se escondió como pudo durante esta heroica carnicería.
Al finalizar la contienda y mientras cada uno de los reyes mandaba cantar a los suyos unos Te Deum en acción de gracias, decidió partir hacia otro sitio en el que pudiera razonar sobre efec­tos y causas.. Saltó por encima de montones de muertos y moribundos, y se dirigió en primer lu­gar a un pueblo cercano que encontró reducido a cenizas: era un pueblo ábaro que había sido quemado por los búlgaros, de acuerdo con las le­yes del derecho público. Por aquí ancianos mal­trechos veían morir a sus mujeres degolladas, que apretaban a sus hijos contra sus pechos ensan­grentados; por allá muchachas con las tripas al aire, tras haber satisfecho las necesidades natu­rales de algunos héroes, exhalaban el último sus­piro; otras, a medio quemar, chillaban pidiendo que acabaran con ellas. Por el suelo estaban es­parcidos sesos mezclados con brazos y piernas amputados.
Cándido huyó a todo correr a otro pueblo: pertenecía a los búlgaros, y los héroes ábaros lo habían tratado de la misma manera. Cándido, avanzando también sobre miembros aún con vida, o a través de ruinas, llegó por fin a territo­rio sin guerra, con pocas provisiones en el zurrón; y sin olvidar a la señorita Cunegunda. Al llegar a Holanda, los alimentos se le habían acabado, pero, como había oído decir que allí todo el mun­do era rico y que además eran cristianos, pensó quesería tratado tan bien como en el castillo del señor barón, antes de que le echaran de él por culpa de los bellos ojos de la señorita Cunegun­da.
Pidió limosna a varios personajes importantes y todos le contestaron que, si continuaba ejer­ciendo aquel oficio, lo encerrarían en un correc­cional para que aprendiera a ganarse la vida.
A continuación se acercó a un hombre que ha­bía disertado sobre la caridad durante una hora seguida en una gran asamblea en la que nadie le había interrumpido. El orador le dice con mala cara:
-¿A qué viene aquí? ¿Está del lado de la bue­na causa?
-No hay efecto sin causa -contestó humil­demente Cándido-; todo está encadenado ne­cesariamente y dispuesto de la mejor manera po­sible. Ha sido necesario que me echaran del lado de la señorita Cunegunda, que me pegaran, y que tenga que pedir pan hasta que pueda ganárme­lo; necesariamente todo esto no podría haber sido de otra manera.
-Amigo -le replicó el orador-, ¿creéis que el papa es el Anticristo?
-Es la primera vez que lo oigo -contestó Cándido-; pero tanto si lo es como si no, yo no tengo ni un mendrugo de pan que comer.
-No mereces comerlo -dijo el otro-; vete de aquí, sinvergüenza; vete de aquí, miserable, y no te acerques a mí en toda tu vida.
La mujer del orador que se había asomado a la ventana, al ver a un hombre que dudaba de que el papa fuera el Anticristo, le arrojó a la ca­beza un cántaro de... ¡Oh cielos! ¡A qué excesos conduce a las mujeres el celo por la religión!
Un hombre aún sin bautizar, un buen anabatista, llamado Jacobo, que había contemplado aquella forma cruel e infame de tratar a uno de sus hermanos, un ser bípedo, sin plumas y con alma, se lo llevó a su casa, lo limpió, le dio pan y cerveza, le regaló dos florines, y hasta quiso en­señarle a trabajar en las manufacturas de telas de Persia que se fabrican en Holanda. Cándido, casi arrodillándose ante él, exclamaba:
-Qué razón tenía el maestro Pangloss cuan­do me decía que todo es óptimo en este mundo, porque más me conmueve vuestra enorme ge­nerosidad que la crueldad del señor vestido de negro y de su señora esposa.
Al día siguiente, cuando estaba dando un pa­seo, se topó con un mendigo todo lleno de pús­tulas, con los ojos apagados, la punta de la nariz roída, la boca torcida, los dientes negros, una voz gutural, acosado por violenta tos, y que, en cada esfuerzo que hacía al hablar, escupía un diente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario