30/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 20


CAPÍTULO XX
Aventuras de Cándido y Martín en el mar.



Así que el viejo sabio, que se llamaba Martín, embarcó hacia Burdeos con Cándido. Ambos ha­bían vivido y sufrido mucho; y aunque la nave hubiera navegado desde Surinam hasta el Japón pasando por el Cabo de Buena Esperanza, ha­brían tenido suficiente conversación acerca de los males físicos y morales como para no aburrirse en todo el viaje.
Cándido tenía una gran ventaja sobre Martín, y es que aún tenía la esperanza de volver a ver a la señorita Cunegunda, mientras que Martín no tenía ya esperanza alguna; y Cándido tenía tam­bién oro y diamantes, y aunque había perdido cien hermosos carneros rojos cargados con las más valiosas riquezas de la tierra y aunque seguía disgustado por la infamia del patrón holandés, a pesar de todo eso se sentía atraído por el siste­ma de Pangloss, cuando pensaba en lo que aún le quedaba en los bolsillos y cuando hablaba de Cunegunda, especialmente en las sobremesas.
-Y vos, señor Martín - e preguntó al sabio-, ¿qué pensáis de todo esto? ¿Qué opináis del mal moral y del mal físico?
-Señor -contestó Martín-, a mí se me ha acusado de ser sociniano; pero lo cierto es que soy maniqueo.

-Os burláis de mí -dijo Cándido-; no exis­ten maniqueos en el mundo.
-Yo lo soy -dijo Martín-, y no puedo re­mediarlo, no puedo pensar de manera diferente.
-Debéis tener el diablo en el cuerpo -dijo Cándido.
-Como fisga tanto en los asuntos terrenales -dijo Martín-, no me extrañaría que se hubie­se metido en mi cuerpo como se mete en todas partes; pero yo os aseguro que, si se echa un vis­tazo a este globo, o más bien a esta bolita, pien­so que Dios la ha dejado en manos de algún es­píritu perverso, si exceptuamos Eldorado. No hay ciudad que no desee la ruina de la ciudad veci­na, ni familia que no quiera exterminar a alguna otra. Por todas partes los débiles odian a los po­derosos, a cuyos pies, sin embargo, se arrastran mientras los poderosos los tratan como rebaños cuya lana y carne venden. Un millón de asesinos reclutados en ejércitos atraviesa Europa de un ex­tremo al otro, matando y robando de manera dis­ciplinada para ganarse el pan, porque no hay un oficio más honorable; y en las ciudades que pa­recen gozar de paz, y donde florecen las artes, de­voran a los hombres más envidia, preocupacio­nes y angustias que plagas puede soportar una ciudad asediada, pues las penas privadas son más duras que las miserias públicas. En conclusión, he visto y sufrido tanto que soy maniqueo.
-Sin embargo, existe el bien -replicaba Cán­dido.
-Quizás -decía Martín-; pero yo no lo co­nozco.
Así conversaban cuando se oyó un cañonazo y luego otro enseguida. Cogen ambos sus ante­ojos y divisan dos navíos que estaban comba­tiendo a unas tres millas: el viento los acercó tan­to al barco francés que desde éste se pudo contemplar cómodamente el combate. Al fin uno de los dos navíos disparó al otro una andanada justamente en la línea de flotación y lo hundió. Cándido y Martín pudieron apreciar a un cente­nar de hombres en la cubierta del barco que se hundía; todos alzaban las manos al cielo implo­rando auxilio, pero en un momento las aguas se lo tragaron todo.
-He aquí un ejemplo -dijo Martín-, de cómo se tratan los hombres unos a otros.
-Es verdad -dijo Cándido- que hay algo diabólico en este asunto.
Según estaban hablando, Cándido vio que algo de un color rojo brillante flotaba cerca del barco. Lanzaron el bote y fueron a comprobar qué era: resultó ser uno de sus carneros. La ale­gría que sintió Cándido al recuperar este carne­ro fue mayor que la pena producida por la pér­dida de aquellos cien repletos de grandes diamantes de Eldorado.
El capitán francés pronto se dio cuenta de que el capitán dé la nave victoriosa era español, y que el de la nave hundida era un pirata holandés; el mismo que había robado a Cándido. Las inmen­sas riquezas que aquel bribón había robado que­daron sepultadas con él en el mar y únicamente se salvó un carnero.
-¿Veis -le decía Cándido a Martín- cómo a veces el crimen recibe su justo castigo? Este pí­caro patrón holandés ha encontrado el fin que se merecía.
-Sí -dijo Martín-; ¿pero para eso hacía fal­ta que todos los demás también murieran? Dios ha castigado a un sinvergüenza, pero el diablo ha ahogado a todos los demás.
El barco francés y el español continuaron en­tretanto su ruta, y Cándido prosiguió sus con­versaciones con Martín. Siguieron intercambian­do opiniones durante quince días seguidos, y a los quince días no habían avanzado ni un paso. Pero al fin y al cabo hablaban, se comunicaban ideas, se consolaban. Cándido acariciaba a su car­nero.
-Si te he recuperado a ti -dijo-, también podré recuperar a Cunegunda.

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