31/3/13

Marx - El 18 brumario de Luis Bonaparte [capítulo 6]

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CAPÍTULO 6


La coalición con la Montaña y los republicanos puros, a que el partido del orden se veía condenado, en sus vanos esfuerzos para retener el poder militar y reconquistar la suprema dirección del poder ejecutivo, demostraba irrefutablemente que había perdido su mayoría parlamentaria propia. La mera fuerza del calendario, la manecilla del reloj, dio el 28 de mayo la señal para su completa desintegración. Con el 28 de mayo comienza el último año de vida de la Asamblea Nacional. Ésta tenía que decidirse ahora por seguir manteniendo intacta la Constitución o por revisarla. Pero la revisión constitucional no quería decir solamente dominación de la burguesía o de la democracia pequeñoburguesa, democracia o anarquía proletaria, república parlamentaria o Bonaparte, sino que quería decir también Orleans o Borbón. Con esto, se echó a rodar en el parlamento la manzana de la discordia, que por fuerza tenía que encender abiertamente el conflicto de intereses que dividían el partido del orden en fracciones enemigas. El partido del orden era una amalgama de sustancias sociales heterogéneas. El problema de la revisión creó la temperatura política que descompuso el producto en sus elementos originarios.

El interés de los bonapartistas por la revisión era sencillo. Para ellos, tratábase sobre todo de derogar el artículo 45 que prohibía la reelección de Bonaparte y la prórroga de sus poderes. No menos sencilla parecía la posición de los republicanos. Éstos rechazan incondicionalmente toda revisión, viendo en ella una conspiración urdida por todas partes contra la república. Y como disponía de más de la cuarta parte de los votos de la Asamblea Nacional y constitucionalmente eran necesarias las tres cuartas partes para contar válidamente la revisión y convocar la Asamblea encargada de llevarla a cabo, les bastaba con contar sus votos para estar seguros del triunfo. Y estaban seguros de triunfar.

Cándido de Voltaire - Capítulo 21


CAPÍTULO XXI

Cándido y Martín se acercan a las costas de
Francia y siguen razonando.



Por fin aparecían ante su vista las costas de Francia.
-¿Habéis estado alguna vez en Francia, señor Martín? -dijo Cándido.
-Sí -dijo Martín-, he visitado varias pro­vincias. En algunas la mitad de su gente está loca, en otras son muy maliciosos, en otras son bas­tante tranquilos y bastante estúpidos, en otras se las dan de graciosos; y, en todas, la principal ta­rea es el amor; la segunda, la maledicencia; y la tercera, decir bobadas.
-Pero, señor Martín, ¿conocéis París?
-Sí, he visto París; es una mezcla de todas esas especies; es un caos, es una muchedumbre en busca de placer que casi ninguno encuentra, al menos es la impresión que tengo. Paré poco tiempo; al llegar unos rateros me robaron todo cuanto llevaba en la feria de St. Germain; luego me confundieron con un ladrón y pasé ocho días en la cárcel; después tuve que trabajar de co­rrector de imprenta para ganar algo con lo que poder regresar andando a Holanda. Conocí a la canalla de escritores, a la canalla de conspirado­res y a la canalla de los devotos histéricos. Se dice que hay gente muy educada en esa ciudad: me gustaría creerlo.

30/3/13

Marx - El 18 brumario de Luis Bonaparte [capítulo 5]

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CAPÍTULO 5



Después de superarse la crisis revolucionaria y abolirse el sufragio universal, estalló inmediatamente una nueva lucha entre la Asamblea Nacional y Bonaparte.

La Constitución había fijado el sueldo de Bonaparte en 600.000 francos. No había pasado medio año desde su instalación, cuando consiguió elevar esta suma al doble. Odilon Barrot arrancó a la Asamblea Constituyente un suplemento anual de 600.000 francos para los llamados gastos de representación. Después del 13 de junio. Bonaparte había expresado otra demanda igual, sin que esta vez Barrot le escuchase. Ahora, después del 31 de mayo, se aprovechó inmediatamente del momento favorable e hizo que sus ministros propusiesen a la Asamblea Nacional una lista civil de tres millones. Una larga y aventurera vida de vagabundo les había dotado de los tentáculos más perfectos para tantear los momentos de la debilidad en que podía sacar dinero a sus burgueses. Era un chantaje en toda regla. La Asamblea Nacional había deshonrado la soberanía del pueblo con su ayuda y su connivencia. La amenazó con denunciar su delito ante el tribunal del pueblo si no aflojaba la bolsa y compraba su silencio con tres millones al año. La Asamblea Nacional había robado el voto a tres millones de franceses. Bonaparte exigía por cada francés políticamente desvalorizado un franco en moneda circulante, lo que hacía un total exacto de tres millones de francos. El elegido por seis millones de electores reclama una indemnización por los votos que le han estafado de su elección. La comisión de la Asamblea Nacional rechazó al importuno. La prensa bonapartista amenazó. ¿Podía la Asamblea Nacional romper con el presidente de la República, en un momento en que había roto fundamental y definitivamente con la masa de la nación? Por eso, aun denegando la lista civil anual, concedió por una sola vez un suplemento de 2.160.000 francos. Con ello, hacíase reo de una doble debilidad: la de conceder el dinero y la de revelar al mismo tiempo, con su irritación, que le concedía de mala gana. Más adelante veremos para qué necesitaba Bonaparte este dinero. Tras este molesto epílogo que siguió a la supresión del sufragio universal, pisándole los talones, y en el que Bonaparte cambió la humilde actitud que adoptara durante la crisis de marzo y abril por un retador cinismo frente al parlamento usurpador, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones por tres meses, desde el 11 de agosto hasta el 11 de noviembre. Dejó en su lugar una comisión permanente de 28 miembros, en la que no entraba ningún bonapartista, pero sí en cambio algunos republicanos moderados. En la comisión permanente de 1849 no había más que hombres de orden y bonapartistas. Pero entonces el partido del orden se declaraba permanentemente en contra de la revolución. Ahora, la república parlamentaria se declaraba permanentemente en contra del presidente. Después de la ley del 31 de mayo, el partido del orden ya no tenía enfrente más que este rival.

Cándido de Voltaire - Capítulo 20


CAPÍTULO XX
Aventuras de Cándido y Martín en el mar.



Así que el viejo sabio, que se llamaba Martín, embarcó hacia Burdeos con Cándido. Ambos ha­bían vivido y sufrido mucho; y aunque la nave hubiera navegado desde Surinam hasta el Japón pasando por el Cabo de Buena Esperanza, ha­brían tenido suficiente conversación acerca de los males físicos y morales como para no aburrirse en todo el viaje.
Cándido tenía una gran ventaja sobre Martín, y es que aún tenía la esperanza de volver a ver a la señorita Cunegunda, mientras que Martín no tenía ya esperanza alguna; y Cándido tenía tam­bién oro y diamantes, y aunque había perdido cien hermosos carneros rojos cargados con las más valiosas riquezas de la tierra y aunque seguía disgustado por la infamia del patrón holandés, a pesar de todo eso se sentía atraído por el siste­ma de Pangloss, cuando pensaba en lo que aún le quedaba en los bolsillos y cuando hablaba de Cunegunda, especialmente en las sobremesas.
-Y vos, señor Martín - e preguntó al sabio-, ¿qué pensáis de todo esto? ¿Qué opináis del mal moral y del mal físico?
-Señor -contestó Martín-, a mí se me ha acusado de ser sociniano; pero lo cierto es que soy maniqueo.

29/3/13

Marx - El 18 brumario de Luis Bonaparte [capítulo 4]

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CAPITULO 4



A mediados de octubre de 1849 reanudó sus sesiones la Asamblea Nacional. El 1 de noviembre, Bonaparte la sorprendió con un mensaje en el que le anunciaba la destitución del ministerio Barrot-Falloux y la formación de un nuevo ministerio. Jamás e ha arrojado a lacayos de su puesto con menos cumplidos que Bonaparte a sus ministros. Los puntapiés destinados a la Asamblea Nacional los recibían, por el momento, Barrot y Compañía.

El ministerio Barrot estaba compuesto, como hemos visto, por legitimistas y orleanistas, era un ministerio del partido del orden. Bonaparte había necesitado de él para disolver la Constituyente republicana, poner por obra la expedición contra Roma y destrozar el partido democrático. Él se había eclipsado aparentemente detrás de este ministerio, entregando el poder del Gobierno en manos del mismo partido del orden y poniéndose la careta de modestia que bajo Luis Felipe llevaba el gerente responsable de los periódicos, la careta del homme de paille. Ahora se quitó la máscara, que no era ya velo sutil detrás del que podía ocultar su fisonomía, sino la máscara de hierro que le impedía mostrar una fisonomía propia. Había constituido el ministerio Barrot para hacer saltar, en nombre del partido del orden, la Asamblea Nacional republicana, y lo destituyó para declarar a su propio nombre independiente de la Asamblea Nacional del partido del orden.

Cándido de Voltaire - Capítulo 19


CAPÍTULO XIX

Aventuras en Surinam. Cándido conoce a Martín.



La primera jornada de nuestros dos viajeros fue bastante agradable, animados al verse dueños de más riquezas de las que podían acumularse entre Asia, Europa y África. Cándido, eufórico, grababa el nombre de Cunegunda en los árbo­les. En la segunda jornada, las marismas se tra­garon a dos carneros con sus cargamentos; unos días más tarde otros dos carneros murieron de agotamiento; a continuación siete u ocho pere­cieron de hambre en el desierto; al cabo de unos días otros se despeñaron en los precipicios. Por último, después de cien días de caminata, sólo les quedaban dos carneros. Cándido dijo a Cacambo:
-Amigo mío, qué poco duran las riquezas de este mundo; no hay nada más sólido que la vir­tud y la dicha de volver a ver a la señorita Cunegunda.
-Estoy de acuerdo -dijo Cacambo-; pero aún nos quedan dos carneros con más riquezas de las que pueda tener nunca el rey de España; y allá a lo lejos veo una ciudad que debe de ser Surinam, territorio de los holandeses. Estamos lle­gando al término de nuestras desdichas y al co­mienzo de nuestra felicidad.
Cuando se acercaban a la ciudad, se toparon con un negro tumbado en el suelo, vestido con medio traje, es decir, con un calzón de tela azul, y al que le faltaban la pierna izquierda y la mano derecha.
-¡Eh! ¡Dios mío! -le habló Cándido en ho­landés-. ¿Qué haces ahí, amigo mío, en tan te­rrible estado?
-Estoy esperando a mi amo, al señor Vanderdendur, el famoso comerciante -contestó el negro.
-¿El señor Vanderdendur -dijo Cándido-, te ha tratado así?
-Sí, señor -dijo el negro-, eso es lo que se estila. Como única vestimenta nos dan un calzón de tela azul dos veces al año. Al que trabaja en las azucareras y la muela le pilla el dedo, se le corta la mano; al que huye se le corta la pierna: yo he vivido ambas situaciones. En Europa se come azúcar a ese precio. Sin embargo, cuando mi madre me vendió por diez escudos patagones en la costa de Guinea, me decía: "Querido hijo, bendice a nuestros ídolos, adóralos siempre, ha­rán que vivas feliz; tienes el honor de ser escla­vo de nuestros señores los blancos, y con ello procuras la felicidad de tu padre y de tu madre." ¡Qué lástima! No sé si conseguí hacerles felices, pero ellos no consiguieron que lo fuera yo. Los perros, los monos y los loros son mil veces me­nos desgraciados que nosotros; los curas holan­deses que me han convertido repiten todos los domingos que nosotros somos hijos de Adán, los blancos y los negros. No busco explicaciones ge­nealógicas; pero, si esos predicadores dicen la verdad, todos somos parientes. Sin embargo, de­beréis admitir que no se puede tratar de peor ma­nera a los parientes.
-¡Oh Pangloss! -exclamó Cándido-. Tú no habías sospechado semejante espanto; se ve que no tendré más remedio que renegar de tu opti­mismo.
-¿Qué es el optimismo? -preguntaba Cacambo.
-¡Qué dolor! -dijo Cándido-. "Es obstinar­se en defender con vehemencia que todo está bien cuando está mal."
Y lloraba al ver a su negro mientras entraban en Surinam.
Antes que nada se informan si hay disponible algún barco dispuesto a zarpar hacia Buenos Ai­res. Se dirigieron precisamente a uno cuyo patrón era un español, que se ofreció a cerrar un buen trato. Los citó en una fonda. Cándido y su fiel Cacambo le esperaron allí con sus dos carneros.
Cándido, que era muy sincero, le contó al es­pañol todas sus aventuras y le confesó su inten­ción de raptar a la señorita Cunegunda.
-No contéis conmigo para llevaros a Buenos Aires -le dice el patrón-; seguramente me co­gerían y a vos también; la bella Cunegunda es la favorita de monseñor.
Esas palabras fueron como un rayo para Cán­dido, lloró durante mucho tiempo, hasta que fi­nalmente llamó aparte a Cacambo y le dijo:
-Querido amigo, debes hacer lo siguiente:
Cada uno de nosotros disponemos de cinco o seis millones en diamantes; como tú eres más astuto que yo, vete a Buenos Aires y recupera a la se­ñorita Cunegunda. Si el gobernador pusiera algún obstáculo, entrégale un millón; si no lo acepta, ofrécele dos; como tú no has matado a ningún inquisidor, no desconfiarán de ti. Yo contrataré otro barco y te esperaré en Venecia: es un país libre, en el que no hay motivo para temer ni a los búlgaros, ni a los ábaros, ni a los judíos, ni a los inquisidores.
Cacambo aceptó una decisión tan sabia. Por una parte estaba triste por tener que separarse de un amo tan bueno, que había convertido en su amigo íntimo; pero, por otra, la alegría de ayu­darle era más fuerte que el dolor de la despedi­da. Se abrazaron llorando: Cándido le encargó que no se olvidara de la buena vieja. Cacambo partió aquel mismo día. ¡Cacambo era un hom­bre estupendo!
Cándido se quedó durante un tiempo en Su­rinam esperando que algún otro patrón quisiera trasladarle a Italia con los dos carneros que aún le quedaban. Contrató varios criados y compró todo lo necesario para una larga travesía; por fin, un tal señor Vanderdendur, dueño de un gran barco, se dirigió a él. Cándido le preguntó:
-¿Cuánto pedís por transportarme lo más de­recho posible a Venecia, a mí, a mis criados, mi equipaje, y a estos dos carneros?
El patrón acordó un precio de diez mil pias­tras; Cándido lo aceptó inmediatamente.
"¡Bueno!,-¡bueno!", decía para sus adentros el taimado Vanderdendur, "este extranjero acepta diez mil piastras sin regatear ¡Debe tener mucho dinero!" Así que, regresando a los pocos minu­tos, le dijo que no podía partir por menos de veinte mil.
-De acuerdo, trato hecho -dijo Cándido.
"Pues vaya", se dijo por lo bajinis el mercader, "este hombre acepta veinte mil piastras con la misma facilidad que diez mil."
Volvió otra vez y dijo que no podía llevarle a Venecia por menos de treinta mil piastras.
-Pues se os darán treinta mil -contestó Cán­dido.
"¡Vaya, vaya!", volvió a decirse el mercader ho­landés, "para este hombre treinta mil piastras no representan nada; esos dos carneros deben lle­var tesoros inmensos: no voy a insistir más; de momento que pague las treinta mil piastras y ya veremos luego."  
Cándido vendió dos diamantes pequeños, el menor de los cuales tenía más valor que todo lo que pedía el patrón. Le pagó por adelantado. Los dos carneros fueron embarcados en primer lugar, mientras Cándido iba detrás en un bote para reu­nirse con el barco en la ensenada; pero el patrón,  que esperaba el momento oportuno, echa las ve­las y leva anclas empujado por el viento. Cándi­do se queda pasmado y atónito perdiéndolo pronto de vista.
-¡Qué desgracia! -gritó-. Esta villanía es propia del viejo mundo.
Regresa a la orilla, profundamente dolorido, puesto que a fin de cuentas le habían robado el equivalente a la fortuna de veinte monarcas.
Va a casa de un juez holandés; y, como se en­contraba aún algo rabioso, golpea bruscamente la puerta; entra, expone su aventura y grita un poco más de la cuenta. El juez le pone primero una multa de diez mil piastras por el ruido que había metido; a continuación le escucha pacien­temente y le promete estudiar su caso en cuanto vuelva el patrón y le cobra otras diez mil piastras por las costas de la audiencia.
Aquello terminó con la paciencia de Cándido; realmente había soportado mil desgracias peores; pero la sangre fría del juez y la del patrón ladrón le encendieron la bilis y le sumieron en la más negra melancolía. Veía la horrorosa maldad de los hombres y sólo tenía pensamientos tristes. Al fin, como un barco francés iba a zarpar para Burde­os y como ya no tenía que embarcar los carne­ros cargados de diamantes, alquiló un camarote a buen precio y corrió la voz por la ciudad de que pagaría el pasaje y la comida y daría además dos mil piastras a aquel hombre honrado que le acompañara en el viaje, siempre y cuando ese hombre fuera el que sintiera más asco de su es­tado y se sintiera también el más desgraciado de la provincia.
Se presentaron tantos que ni una flota hu­biera bastado para acogerlos. Cándido, que que­ría elegir entre los más aparentes, seleccionó a unas veinte personas que le parecieron bastan­te sociables, todas merecían el puesto. Los reu­nió en la fonda y les dio de cenar, a condición de que cada uno jurara contar su verdadera his­toria, y les prometió elegir a aquél que parecie­ra más digno de compasión y que tuviera los motivos más justificados para estar descontento de su estado así como compensar de alguna ma­nera a los demás.
La sesión duró hasta las cuatro de la mañana. Mientras escuchaba Cándido todas aquellas aven­turas, recordaba lo que le había dicho la vieja cuando iban a Buenos Aires y la apuesta que ha­bía hecho, de que no había ni una sola persona en el barco a la que no le hubieran ocurrido enor­mes desgracias. A cada nueva historia que le na­rraban se acordaba de Pangloss: "El bueno de Pangloss", se decía, "tendría ahora muchos pro­blemas para demostrar su sistema. Me gustaría verlo aquí. El único sitio en que todo va bien es en Eldorado y no en el resto del mundo." Final­mente escogió a un pobre sabio que había tra­bajado durante diez años para los libreros de Amsterdam. Pensó que no había otro oficio en el mundo que pudiera producir más asco.
A este sabio, que era además un buen hom­bre, su mujer le había robado, le había pegado su hijo y había sido abandonado por una hija, que había procurado ser raptada por un portu­gués. Acababa de quedarse sin el modesto em­pleo con el que subsistía, y estaba sufriendo per­secución por parte de dos predicadores de Surinam que lo habían tomado por un sociniano. Desde luego todos los demás eran tan desgraciados como él, pero Cándido esperaba que aquel sabio le entretuviera en el viaje. Los otros rivales se quejaban de la injusticia que Cándido cometía con ellos, pero quedaron apaciguados al recibir cien piastras cada uno.

28/3/13

Marx - El 18 brumario de Luis Bonaparte [capítulo 3]

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CAPITULO 3



El 28 de mayo de 1849 se reunió al Asamblea Nacional Legislativa. El 2 de diciembre de 1851 fue disuelta por la fuerza. Este período abarca la vida de la república constitucional o parlamentaria.

En la primera revolución francesa, a la dominación de los constitucionales le sigue la dominación de los girondinos, y a la dominación de los girondinos, la de los jacobinos. Cada uno de estos partidos se apoya en el que se halla delante. Tan pronto como ha impulsado la revolución lo suficiente para no poder seguirla, y mucho menos poder encabezarla, es desplazado y enviado a la guillotina por el aliado, más intrépido, que está detrás de él. La revolución se mueve de este modo en un sentido ascensional.

En la revolución de 1848 es al revés. El partido proletario aparece como apéndice del pequeñoburgués-democrático. Éste le traiciona y contribuye a su derrota el 16 de abril, el 15 de mayo y en las jornadas de junio. A su vez, el partido democrático se apoya sobre los hombros del republicano-burgués. Apenas se consideran seguros, los republicanos burgueses se sacuden el molesto camarada y se apoyan, a su vez, sobre los hombros del partido del orden. El partido del orden levanta sus hombros, deja caer a los republicanos burgueses dando volteretas y salta, a su vez, a los hombros del poder armado. Y cuando cree que está todavía sentado sobre esos hombros, una buena mañana se encuentra con que los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces al que empuja hacia adelante y se apoya por delante en el partido que impulsa para atrás. No es extraño que, en esta ridícula postura, pierda el equilibrio y se venga a tierra entre extrañas cabriolas, después de hacer las muecas inevitables. De este modo, la revolución se mueve en sentido descendente. En este movimiento de retroceso se encuentra todavía antes de desmontarse la última barricada de febrero y de constituirse el primer órgano de autoridad revolucionaria.

El período que tenemos ante nosotros abarca la mezcolanza más abigarrada de clamorosas contradicciones constitucionales que conspiran abiertamente contra la Constitución, revolucionarios que confiesan abiertamente ser constitucionales, una Asamblea Nacional que quiere ser omnipotente y no deja de ser ni un solo momento parlamentaria; una Montaña que encuentra su misión en la resignación y para los golpes de sus derrotas presentes con la profecía de sus victorias futuras; realistas que son los patres conscripti de la república y se ven obligados por la situación a mantener en el extranjero las dinastías reales en pugna, de que son partidarios, y sostener en Francia la república, a la que odian; un poder ejecutivo que se encuentra en su misma debilidad su fuerza, y su respetabilidad en el desprecio que inspira; una república que no es más que la infamia combinada de dos monarquías, la de la Restauración y la de Julio, con una etiqueta imperial, alianzas cuya primera cláusula es la separación; luchas cuya primera ley es la indecisión; en nombre de la calma una agitación desenfrenada y vacua; en nombre de la revolución los más solemnes sermones en favor de la tranquilidad; pasiones sin verdad; verdades sin pasión; héroes sin hazañas heroicas; historia sin acontecimientos, un proceso cuya única fuerza propulsora parece ser el calendario, fatigoso por la sempiterna repetición de tensiones y relajamientos; antagonismos que sólo parecen exaltarse periódicamente para embotarse y decaer, sin poder resolverse; esfuerzos pretenciosamente ostentados y espantosos burgueses ante el peligro del fin del mundo y al mismo tiempo los salvadores de éste tejiendo las más mezquinas intrigas y comedias palaciegas, que en su laisser aller recuerdan más que el Juicio Final los tiempos de la Fronda; el genio colectivo oficial de Francia ultrajado por la estupidez ladina de un solo individuo; la voluntad colectiva de la nación, cuantas veces habla en el sufragio universal, busca su expresión adecuada en los enemigos empedernidos de los intereses de las masas, hasta que, por último, la encuentra en la voluntad obstinada de un filibustero. Si hay pasaje de la historia pintado en gris sobre fondo gris, es éste. Hombres y acontecimientos aparecen como un Schlemihl a la inversa, como sombras que han perdido sus cuerpos. La misma revolución paraliza a sus propios portadores y sólo dota de violencia pasional a sus adversarios. Y cuando, por fin, aparece el «espectro rojo», constantemente evocado y conjurado por los contrarrevolucionarios, no aparece tocado con el gorro frigio de la anarquía, sino vistiendo el uniforme del orden, con zaragüelles rojos.

Veíamos que el ministerio nombrado por Bonaparte el 20 de diciembre de 1848, el día de su ascensión, era un ministerio del partido del orden, de la coalición legitimista y orleanista. Este ministerio, Barrot-Falloux, había sobrevivido a la Constituyente republicana, cuya vida había acortado de un modo más o menos violento, y empuñaba todavía el timón. Changarnier, el general de los realistas coligados, seguía concentrando en su persona el alto mando de la primera división militar y de la Guardia Nacional de París. Finalmente, las elecciones generales habían asegurado al partido del orden la gran mayoría en la Asamblea Nacional. Aquí, los diputados y los pares de Luis Felipe se encontraron con un santo tropel de legitimistas para quienes numerosas papeletas electorales de la nación se habían trocado en las entradas para la escena política. Los diputados bonapartistas eran demasiados contados para poder formar un partido parlamentario independiente. Sólo aparecían como una mauvaise queue del partido del orden. Como vemos, el partido del orden tenía en sus manos el poder del Gobierno, el ejército y el cuerpo legislativo, en una palabra, todos los poderes del Estado, y hallábase fortalecido moralmente por las elecciones generales que hacían aparecer su dominación como voluntad del pueblo, y por la victoria simultánea de la contrarrevolución en todo el continente europeo.

Jamás un partido abrió la campaña con medios más abundantes ni bajo mejores auspicios.

Los republicanos puros naufragados se vieron reducidos en la Asamblea Nacional Legislativa a una pandilla de unos 50 hombres, y a su frente los generales africanos Cavaignac, Lamoricière y Bedeau. Pero el gran partido de oposición lo formaba la Montaña. Con este nombre parlamentario se había bautizado el partido socialdemócrata. Disponía de más de 200 de los 750 votos de la Asamblea Nacional y era, por lo menos, tan fuerte como cualquiera de las tres fracciones del partido del orden por separado. Su minoría relativa frente a toda la coalición realista parecía estar compensada por circunstancias especiales. No sólo porque las elecciones departamentales pusieron de manifiesto que este partido había ganado simpatías considerables entre la población del campo. Contaba además en sus filas con casi todos los diputados de París, el ejército había hecho una confesión de fe democrática mediante la elección de tres suboficiales, y el jefe de la Montaña, Ledru-Rollin, a diferencia de todos los representantes del partido del orden, fue elevado al rango de la nobleza parlamentaria por cinco departamentos que habían concentrado sus votos en él. Por tanto, el 28 de mayo de 1849, dados los inevitables choques intestinos de los realistas y los de todo el partido del orden con Bonaparte, la Montaña parecía contar con todas las probabilidades del éxito. Catorce días después lo había perdido todo, hasta el honor.

Antes de proseguir con la historia parlamentaria, son indispensables algunas observaciones, para evitar los errores corrientes acerca del carácter local de la época que nos ocupa. Según la manera de ver de los demócratas, durante el período de la Asamblea Nacional Legislativa el problema es el mismo que el del período de la Constituyente: la simple lucha entre republicanos y realistas. En cuanto al movimiento mismo lo encierran en un tópico: «reacción», la noche, en la que todos los gatos son pardos y que les permite salmodiar todos los habituales lugares comunes, dignos de su papel de sereno. Y, ciertamente, a primera vista el partido del orden parece un ovillo de diversas fracciones realistas, que no sólo intrigan unas contra otras para elevar cada cual al trono a su propio pretendiente y eliminar al del bando contrario, sino que, además, se unen todas en el odio común y en los ataques comunes contra la «república». Por su parte, la Montaña aparece como la representante de la «república» frente a esta conspiración realista. El partido del orden aparece constantemente ocupado en una «reacción» que, ni más ni menos que en Prusia, va contra la prensa, contra la asociación, etc., y se traduce, al igual que en Prusia, en brutales injerencias policíacas de la burocracia, de la gendarmería y de los tribunales. A su vez, la Montaña está constantemente ocupada con no menos celo en repeler estos ataques, defendiendo así «eternos derechos humanos», como todo partido sedicente popular lo viene haciendo más o menos desde hace siglo y medio. Sin embargo, examinando más de cerca la situación y los partidos, se esfuma esta apariencia superficial, que veía la lucha de clases y la peculiar fisonomía de este período.

Legitimistas y orleanistas formaban, como queda dicho, las dos grandes fracciones del partido del orden. ¿Qué era lo que hacía que estas fracciones se aferrasen a sus pretendientes y las mantenía mutuamente separadas? ¿Serían tan sólo las flores de lis y la bandera tricolor, la Casa de Borbón y la Casa de Orleans, diferentes matices del realismo o, en general, su profesión de fe realista? Bajo los Borbones había gobernado la gran propiedad territorial, con sus curas y sus lacayos; bajo los Orleans, la alta finanza, la gran industria, el gran comercio, es decir, el capital, con todo su séquito de abogados, profesores y retóricos. La monarquía legítima no era más que la expresión política de la dominación heredada de los señores de la tierra, del mismo modo que la monarquía de Julio no era más que la expresión política de la dominación usurpada de los advenedizos burgueses. Lo que, por tanto, separaba a estas fracciones no era eso que llaman principios, eran sus condiciones materiales de vida, dos especies distintas de propiedad; era el viejo antagonismo entre la ciudad y el campo, la rivalidad entre el capital y la propiedad del suelo. Que, al mismo tiempo, había viejos recuerdos, enemistades personales, temores y esperanzas, prejuicios e ilusiones, simpatías y antipatías, convicciones, artículos de fe y principios que los mantenían unidos a una u otra dinastía, ¿quién lo niega? Sobre las diversas formas de propiedad y sobre las condiciones sociales de existencia se levanta toda una superestructura de sentimientos, ilusiones, modos de pensar y concepciones de vida diversos y plasmados de un modo peculiar. La clase entera los crea y los forma derivándolos de sus bases materiales y de las relaciones sociales correspondientes. El individuo suelto, al que se le imbuye la tradición y la educación podrá creer que son los verdaderos móviles y el punto de partida de su conducta. Aunque los orleanistas y los legitimistas, aunque cada fracción se esforzase pro convencerse a sí misma y por convencer a la otra de que lo que las separaba era la lealtad a sus dos dinastías, los hechos demostraron más tarde que eran más bien sus intereses divididos lo que impedía que las dos dinastías se uniesen. Y así como en la vida privada se distingue entre lo que un hombre piensa y dice de sí mismo y lo que realmente es y hace, en las luchas históricas hay que distinguir todavía más entre las frases y las figuraciones de los partidos y su organismo efectivo y sus intereses efectivos, entre lo que se imaginan ser y lo que en realidad son. Orleanistas y legitimistas se encontraron en la república los unos junto a los otros y con idénticas pretensiones. Si cada parte quería imponer frente a la otra la restauración de su propia dinastía, esto sólo significaba una cosa: que cada uno de los dos grandes intereses en que se divide la burguesía -la propiedad del suelo y el capital- aspiraba a restaurar su propia supremacía y la subordinación del otro. Hablamos de dos intereses de la burguesía, pues la gran propiedad del suelo, pese a su coquetería feudal y a su orgullo de casta, estaba completamente aburguesada por el desarrollo de la sociedad moderna. También los tories en Inglaterra se hicieron durante mucho tiempo la ilusión de creer que se entusiasmaban con la monarquía, la Iglesia y las bellezas de la vieja Constitución inglesa, hasta que llegó el día del peligro y les arrancó la confesión de que sólo se entusiasmaban con la renta del suelo.

Los realistas coligados integraban unos contra otros en la prensa, en Ems, en Claremont fuera del parlamento. Entre bastidores, volvían a vestir sus viejas libreas orleanistas y legitimistas y reanudaban sus viejos torneos. Pero en la escena pública, en sus grandes representaciones cívicas, como gran partido parlamentario despachaban a sus respectivas dinastías con simples reverencias y aplazaban la restauración de la monarquía in infinitum. Cumplían con su verdadero oficio como partido del orden, es decir, bajo un título social y no bajo un título político, como representantes del régimen social burgués y no como caballeros de ninguna princesa peregrinante, como clase burguesa frente a otras clases y no como realistas frente a republicanos. Y, como partido del orden, ejerciendo una dominación más ilimitada y más dura sobre las demás clases de la sociedad que la que habían ejercido nunca bajo la Restauración o bajo la monarquía de Julio, como sólo era posible ejercerla bajo la forma de la república parlamentaria, pues sólo bajo esta forma podían unirse los dos grandes sectores de la burguesía francesa, y por tanto poner a la orden del día la dominación de su clase en vez del régimen de un sector privilegiado de ella. Si, a pesar de esto y también como partido del orden, insultaban a la república y manifestaban la repugnancia que sentían por ella, no era sólo por apego a sus recuerdos realistas. El instinto les enseñaba que, aunque la república había coronado su dominación política, al mismo tiempo socavaba su base social, ya que ahora se enfrentaban con las clases sojuzgadas y tenían que luchar con ellas sin ningún género de mediación, sin poder ocultarse detrás de la corona, sin poder desviar el interés de la nación mediante sus luchas subalternas intestinas y con la monarquía. Era un sentimiento de debilidad el que las hacía retroceder temblando ante las condiciones puras de su dominación de clase y suspirar por las formas más incompletas, menos desarrolladas y precisamente por ello menos peligrosas de su dominación. En cambio, cuantas veces los realistas coligados chocan con el pretendiente que tienen en frente, con Bonaparte, cuantas veces creen que el poder ejecutivo hace peligrar su omnipotencia parlamentaria, cuantas veces tienen que exhibir, por tanto, el título político de su dominación, actúan como republicanos y no como realistas. Desde el orleanista Thiers, quien advierte a la Asamblea Nacional que la república es lo que menos los separa, hasta el legitimista Berryer, que el 2 de diciembre d 1851, ceñido con la banda tricolor, arenga como tribuno, en nombre de la república, al pueblo congregado delante del edificio de la alcaldía del décimo arrondissement. Claro está que el eco burlón le contestaba con este grito: ¡Enrique V, Enrique V!

Frente a la burguesía coligada se había formado una coalición de pequeños burgueses y obreros, el llamado partido socialdemócrata. Los pequeños burgueses viéronse mal recompensados después de las jornadas de junio de 1848, vieron en peligro sus intereses materiales y puestas en tela de juicio por la contrarrevolución las garantías democráticas que habían de asegurarles la posibilidad de hacer valer esos intereses. Se acercaron, por tanto, a los obreros. De otra parte, su representación parlamentaria, la Montaña, puesta al margen durante la dictadura de los republicanos burgueses, había reconquistado durante la última mitad de la vida de la Constituyente su perdida popularidad con la lucha contra Bonaparte y los ministros realistas. Había concertado una alianza con los jefes socialistas. En febrero de 1849 se festejó con banquetes la reconciliación. Se esbozó un programa común, se crearon comités electorales comunes y se proclamaron candidatos comunes. A las reivindicaciones sociales del proletario se les limó la punta revolucionaria y se les dio un giro democrático; a las exigencias democráticas de la pequeña burguesía se les despojó de la forma meramente política y se afiló su punta socialista. Así nació la socialdemocracia. La nueva Montaña, fruto de esta combinación, contenía, prescindiendo de algunos figurantes de la clase obrera y de algunos sectarios socialistas, los mismos elementos que la vieja, sólo que más fuertes en número. Pero, en el transcurso del proceso, había cambiado, con la clase que representaba. El carácter peculiar de la socialdemocracia consiste en exigir instituciones democrático-republicanas, no para abolir a la par los dos extremos, capital y trabajo asalariado, sino para atenuar su antítesis y convertirla en armonía. Por mucho que difieran las medidas propuestas para alcanzar este fin, por mucho que se adorne con concepciones más o menos revolucionarias, el contenido es siempre el mismo. Este contenido es la transformación de la sociedad por la vía democrática, pero una transformación dentro del marco de la pequeña burguesía. No vaya nadie a formarse la idea limitada de que la pequeña burguesía quiere imponer, por principio, un interés egoísta de clase. Ella cree, por el contrario, que las condiciones especiales de su emancipación son las condiciones generales fuera de las cuales no puede ser salvada la sociedad moderna y evitarse la lucha de clases. Tampoco debe creerse que los representantes democráticos son todos shopkeepers o gentes que se entusiasman con ellos. Pueden estar a un mundo de distancia de ellos, por su cultura y su situación individual. Lo que les hace representantes de la pequeña burguesía es que no van más allá, en cuanto a mentalidad, de donde van los pequeños burgueses en modo de vida; que, por tanto, se ven teóricamente impulsados a los mismos problemas y a las mismas soluciones a que impulsan a aquéllos prácticamente, el interés material y la situación social. Tal es, en general, la relación que existe entre los representantes políticos y literarios de una clase y la clase por ellos representada.

Por todo lo expuesto se comprende de por sí que aunque la Montaña luchase constantemente con el partido del orden en torno a la república y a los llamados derechos del hombre, ni la república ni los derechos del hombre eran su fin último, del mismo modo que un ejército al que se quiere despojar de sus armas y que se apresta a la defensa, no se lanza al terreno de la lucha solamente para quedar en posesión de sus armas.

Inmediatamente después de reunirse la Asamblea Nacional, el partido del orden provocó a la Montaña. La burguesía sentía ahora la necesidad de acabar con los demócratas pequeñoburgueses, lo mismo que un año antes había comprendido la necesidad de acabar con el proletariado revolucionario. Pero la situación del adversario era distinta. La fuerza del partido proletario estaba en la calle, y la de los pequeños burgueses en la misma Asamblea Nacional. Tratábase, pues, de sacarlos de la Asamblea Nacional a la calle y hacer que ellos mismos destrozasen su fuerza parlamentaria antes de que tuviesen tiempo y ocasión para consolidarla. La Montaña corrió hacia la trampa a rienda suelta.

El cebo que le echaron fue el bombardeo de Roma por las tropas francesas. Este bombardeo infringía el artículo V de la Constitución, que prohibe a la República francesa emplear sus fuerzas armadas contra las libertades de otro pueblo. Además, el artículo 54 prohibía toda declaración de guerra por el poder ejecutivo sin la aprobación de la Asamblea Nacional, y la Constituyente había desautorizado la expedición a Roma, con su acuerdo de 8 de mayo. Basándose en estas razones, Ledru-Rollin presentó el 11 de junio de 1849 un acta de acusación contra Bonaparte y sus ministros. Azuzado por las picadas de avispa de Thiers, se dejó arrastrar incluso a la amenaza de que estaban dispuestos a defender la Constitución por todos los medios, hasta con las armas en la mano. La Montaña se levantó como un solo hombre y repitió este llamamiento a las armas. El 12 de junio, la Asamblea Nacional desechó el acta de acusación, y la Montaña abandonó el parlamento. Los acontecimientos del 13 de junio son conocidos: la proclama de una parte de la Montaña declarando «fuera de la Constitución» a Bonaparte y sus ministros; la procesión callejera de los guardias nacionales democráticos, que, desarmados como iban, se dispersaron a escape al encontrarse con las tropas de Changarnier, etc. Una parte de la Montaña huyó al extranjero, otra parte fue entregada al Tribunal Supremo de Bourges, y un reglamento parlamentario sometió al resto a la vigilancia del maestro de escuela del presidente de la Asamblea nacional. En París se declaró nuevamente el estado de sitio, y la parte democrática de su Guardia Nacional fue disuelta. Así se destrozaba la influencia de la Montaña en el parlamento y la fuerza de los pequeños burgueses de París.

En Lyon, donde el 13 de junio había dado señal para un sangriento levantamiento obrero, se declaró también el estado de sitio, que se hizo extensivo a los cinco departamentos circundantes, situación que dura hasta el momento actual.

El grueso de la Montaña dejó en la estacada su vanguardia, negándose a firmar la proclama de ésta. La prensa desertó, y sólo dos periódicos se atrevieron a publicar el pronunciamiento. Los pequeños burgueses traicionaron a sus representantes: los guardias nacionales no aparecieron, y donde aparecieron fue para impedir que se levantasen barricadas. Los representantes habían engañado a los pequeños burgueses, ya que a los pretendidos aliados del ejército no se les vio por ninguna parte. Finalmente, en vez de obtener un refuerzo de él, el partido democrático contagió al proletariado su propia debilidad, y, como suele ocurrir con las hazañas democráticas, los jefes tuvieron la satisfacción de poder acusar a su «pueblo» de deserción, y el pueblo la de poder acusar de engaño a sus jefes.

Rara vez se había anunciado una acción con más estrépito que la campaña inminente de la Montaña, rara vez se había trompeteado un acontecimiento con más seguridad ni con más anticipación que la victoria inevitable de la democracia. Indudablemente, los demócratas creen en las trompetas, cuyos toques habían derribado las murallas de Jericó. Y cuantas veces se enfrentan con las murallas del despotismo, intenta repetir el milagro. Si la Montaña quería vencer en el parlamento, no debió llamar a las armas. Y si llamaba a las armas en el parlamento, no debía comportarse en la calle parlamentariamente. Si la manifestación pacífica era un propósito serio, era necio no prever que se la habría de recibir belicosamente. Y si se pensaba en una lucha efectiva, era peregrino deponer las armas con las que esa lucha había de librarse. Pero las amenazas revolucionarias de los pequeños burgueses y de sus representantes democráticos no son más que intentos de intimidar al adversario. Y cuando se ven metidos en un atolladero, cuando se han comprometido ya lo bastante para verse obligados a ejecutar sus amenazas, lo hacen de un modo equívoco, evitando, sobre todo, los medios que llevan al fin propuesto y acechan todos los pretextos par sucumbir. Tan pronto como hay que romper el fuego, la estrepitosa obertura que anunció la lucha se pierde en un pusilánime refunfuñar, los actores dejan de tomar su papel au sérieux y la acción se derrumba lamentablemente, como un balón lleno de aire al que se le pincha con una aguja.

Ningún partido exagera más ante él mismo sus medios que el democrático, ninguno se engaña con más ligereza acerca de la situación. Porque una parte del ejército hubiese votado a su favor, la Montaña estaba ya convencida de que el ejército se sublevaría por ella. ¿Y con qué motivo? Con un motivo que, desde el punto de vista de las tropas, no tenía otro sentido que el que los revolucionarios se ponían al lado de los soldados romanos y en contra de los soldados franceses. De otra parte, estaba todavía demasiado fresco el recuerdo del mes de junio de 1848, para que el proletariado no sintiese una profunda repugnancia contra la Guardia Nacional, y los jefes de las sociedades secretas una desconfianza completa hacia los jefes democráticos. Para superar estas diferencias, harían falta grandes intereses comunes que estuviesen en juego. La infracción de un artículo constitucional abstracto no podía representar un tal interés. ¿Acaso no se había violado ya repetidas veces la Constitución, según aseguraban los propios demócratas? ¿Y acaso los periódicos más populares no habían estigmatizado esta Constitución como un amaño contrarrevolucionario? Pero el demócrata, como representa a la pequeña burguesía, es decir, a una clase de transición, en la que los intereses de dos clases se embotan el uno contra el otro, cree estar por encima del antagonismo de clases en general. Los demócratas reconocen que tienen que enfrente a una clase privilegiada, pero ello, con todo el resto de la nación que los circunda, forman el pueblo. Lo que ellos representan es el interés del pueblo. Por eso, cuando se prepara una lucha, no necesitan examinar los intereses y las oposiciones de las distintas clases. No necesitan ponderar con demasiada escrupulosidad sus propios medios. No tienen más que dar la señal, para que el pueblo, con todos sus recursos inagotables, caiga sobre los opresores. Y si, al poner en práctica la cosa, sus intereses resultan no interesar y su poder ser impotencia, la culpa la tienen los sofistas perniciosos, que escinden al pueblo indivisible en varios campos enemigos, o el ejército, demasiado embrutecido y cegado para ver en los fines puros de la democracia lo mejor para él, o bien ha fracasado por un detalle de ejecución, o ha surgido una casualidad imprevista que ha malogrado la partida por esta vez. En todo caso, el demócrata sale de la derrota más ignominiosa tan inmaculado como inocente entró en ella, con la convicción readquirida de que tiene necesariamente que vencer, no de que él mismo y su partido tienen que abandonar la vieja posición, sino de que, por el contrario, son las condiciones las que tienen que madurar para ponerse a tono con él.

Por eso no debemos formarnos una idea demasiado trágica de la Montaña diezmada, destrozada y humillada por el nuevo reglamento parlamentario. Si el 13 de junio eliminó a sus jefes, por otra parte abrió paso a capacidades de segundo rango, a quienes esta nueva posición halagaba. Si su impotencia en el parlamento ya no dejaba lugar a dudas, esto les daba ahora también derecho a limitar sus actos a estallidos de indignación moral y a estrepitosas declamaciones. Si el partido del orden aparentaba ver encarnados en ellos, como últimos representantes oficiales de la revolución, todos los horrores de la anarquía, esto les permitía comportarse en la práctica con tanta mayor trivialidad y humildad. Y del 13 de junio se consolaban con este giro profundo: «Pero, si se osa tocar el sufragio universal, ¡ah, entonces! ¡Entonces verán quienes somos nosotros!» Nous verrons!

Por lo que se refiere a los «montañeses» huidos al extranjero, basta observar que Ledru-Rollin, en vista de que había conseguido arruinar irremisiblemente en menos de dos semanas el potente partido a cuyo frente estaba, se creyó llamado a formar un gobierno francés in partibus; que a lo lejos, desgajada del campo de acción, su figura parecía ganar en talla a medida que bajaba el nivel de la revolución y las magnitudes oficiales de la Francia oficial iban haciéndose enanas; que pudo figurar como pretendiente republicano para 1852; que dirigía circulares periódicas a los valacos y a otros pueblos, en las que se amenazaba a los déspotas del continente con sus hazañas y a las de sus aliados. ¿Acaso les faltaba por completo la razón a Proudhon cuando gritó a estos señores: Vous n'êtes que des blagueurs?

El 13 de junio, el partido del orden no sólo había quebrantado la fuerza de la Montaña, sino que había impuesto el sometimiento de la Constitución a los acuerdos de la mayoría de la Asamblea Nacional. Y así entendía él la república, como el régimen en el que la burguesía dominaba bajo formas parlamentarias, sin encontrar un valladar como bajo la monarquía; en el veto del poder ejecutivo o en el derecho de disolver el parlamento. Esto era la república parlamentaria, como la llamaba Thiers. Pero, si el 13 de junio la burguesía aseguró su omnipotencia en el seno del parlamento, ¿no condenaba a éste a una debilidad incurable frente al poder ejecutivo y al pueblo, al repudiar a la parte más popular de la Asamblea? Al entregar a numerosos diputados, sin más ceremonias, a la requisición de los tribunales, anulaba su propia inmunidad parlamentaria. El reglamento humillante que impuso a la Montaña, elevaba el rango del presidente de la república en la misma proporción en que rebajaba el de cada uno de los representantes del pueblo. Al estigmatizar la insurrección en defensa del régimen constitucional, como anárquica, como un movimiento encaminado a subvertir la sociedad, la burguesía se cerraba a sí misma el camino del llamamiento a la insurrección, tan pronto como el poder ejecutivo violase la Constitución en contra de ella. Y la ironía de la historia quiso que el 2 de diciembre de 1851, el general que bombardeó Roma por orden de Bonaparte, dando así el motivo inmediato para el motín constitucional del 13 de junio, Oudinot, hubiera de ser propuesto al pueblo, en tono implorante y en vano, por el partido del orden, como el general de la Constitución frente a Bonaparte. Otro héroe del 13 de junio, Vieyra, que desde la tribuna de la Asamblea Nacional cosechó elogios por las brutalidades cometidas por él en los locales de los periódicos democráticos, al frente de una banda de guardias nacionales pertenecientes a la alta finanza, este mismo Vieyra estaba en el secreto de la conspiración de Bonaparte y contribuyó esencialmente a cortar a la Asamblea Nacional, en sus horas de agonía, todo apoyo por parte de la Guardia Nacional.

El 13 de junio tenía, además, otra significación. La Montaña había querido arrancar el que se entregase a Bonaparte a los tribunales. Por tanto, su derrota era una victoria directa para Bonaparte, el triunfo personal de éste sobre sus enemigos democráticos. El partido del orden había conseguido la victoria y Bonaparte no tenía que hacer más que embolsársela. Así lo hizo. El 14 de junio pudo leerse en los muros de París una proclama en la que el presidente, como sin participación suya, resistiéndose, obligado simplemente por la fuerza de los acontecimientos, sale de su recato claustral, se queja, como la virtud ofendida, de las calumnias de sus adversarios, y mientras parece identificar a su persona con la causa del orden, identifica la causa del orden con su persona. Además, la Asamblea Nacional había aprobado, aunque después de realizada, la expedición contra Roma, habiendo la iniciativa de la misma corrido a cargo de Bonaparte. Después de restituir en el Vaticano al pontífice Samuel, podía esperar entrar en las Tullerías como rey David. Se había ganado a los curas.

El motín del 13 de junio se limitó, como hemos visto, a una pacífica procesión callejera. Contra él no se podían, por tanto, ganar laureles guerreros. No obstante, en una época tan pobre en héroes y en acontecimientos, el partido del orden convirtió esta batalla incruenta en un segundo Austerlitz. La tribuna y la prensa ensalzaron el ejército, como poder del orden, en contraposición a las masas del pueblo, como la impotencia de la anarquía, y glorificaron a Changarnier, como el «baluarte de la sociedad». Un engaño en el que acabó creyendo hasta él mismo. Pero por debajo de cuerda, fueron desplazados de París los cuerpos que parecían dudosos, los regimientos en que las elecciones habían dado resultados más democráticos fueron desterrados de Francia a Argelia, las cabezas inquietas que había entre las tropas, enviadas a secciones de castigo, y, por último, sistemáticamente llevado a cabo el acordonamiento del cuartel contra la prensa y su aislamiento de la sociedad civil.

Llegamos aquí al viraje decisivo en la historia de la Guardia Nacional francesa. En 1830 había decidido la caída de la Restauración. Bajo Luis Felipe fracasaron todos los motines en que la Guardia Nacional estaba al lado de las tropas. Cuando en las jornadas de febrero de 1848, se mantuvo en actitud pasiva frente a la insurrección y equívoca frente a Luis Felipe, éste se dio por perdido, y lo estaba. Así fue arraigando la convicción de que la revolución no podía vencer sin la Guardia Nacional, ni el ejército podía vencer contra ella. Era la fe supersticiosa del ejército en la omnipotencia civil. Las jornadas de junio de 1848, en que toda la Guardia nacional, unida a las tropas de línea, sofocó al insurrección, habían reforzado esta fe supersticiosa. Después de haber subido Bonaparte a la presidencia, la posición de la Guardia Nacional descendió en cierto modo, por la fusión anticonstitucional de su mando con el mando de la primera división militar en la persona de Changarnier.

Como el mando sobre la Guardia Nacional aparecía aquí como un atributo del alto mando militar, la Guardia Nacional parecía quedar reducida a un apéndice de las tropas de línea. Por fin, el 13 de junio fue destrozada. Y no sólo por su disolución parcial, que desde aquel momento se repitió periódicamente en todos los puntos de Francia y sólo dejó en pie las ruinas de la Guardia Nacional. La manifestación del 13 de junio fue, sobre todo, una manifestación de los guardias nacionales democráticos. Es cierto que no opusieron al ejército sus armas, sino sólo sus uniformes, pero en este uniforme estaba precisamente el talismán. El ejército se convenció de que el tal uniforme era un trapo de lana como cualquiera. El encanto quedó roto. En las jornadas de junio de 1848, la burguesía, en calidad de Guardia Nacional, estuvieron unidas con el ejército contra el proletariado; el 13 de junio de 1849, la burguesía hizo que el ejército dispersase a la Guardia Nacional pequeñoburguesa; el 2 de diciembre de 1851, había desaparecido la Guardia Nacional de la propia burguesía, y Bonaparte se limitó a registrar este hecho al firmar, después de producido, el decreto de su disolución. Así fue cómo la burguesía rompió ella misma su última arma contra el ejército, pero no tenía más remedio que romperla desde el momento en que la pequeña burguesía no estaba ya detrás de ella como vasallo, sino delante de ella como rebelde, del mismo modo que tenía necesariamente que destruir en general, con sus propias manos, a partir del instante en que se hizo ella misma absolutista, todos sus medios de defensa contra el absolutismo.

Entretanto, el partido del orden festejaba la reconquista de un poder que en 1848 sólo parecía haber perdido para volver a encontrarlo libre de sus trabas en 1849, con invectivas contra la república y la Constitución, maldiciendo todas las revoluciones futuras, presentes y pasadas, incluyendo las hechas por los dirigentes de su mismo partido, y por medio de leyes que amordazaban a la prensa, destruían el derecho de asociación y sancionaban el estado de sitio como institución orgánica. Luego, la Asamblea Nacional suspendió sus sesiones desde mediados de agosto hasta mediados de octubre, después de haber nombrado una comisión permanente para el tiempo que durase su ausencia. Durante estas vacaciones, los legitimistas intrigaron con Ems, los orleanistas con Claremont, Bonaparte mediante tournées principescas, y los consejos departamentales en cabildeos sobre la revisión constitucional, casos que se repitiesen con regularidad durante las vacaciones periódicas de la Asamblea Nacional y en los que entraré tan pronto como se conviertan en acontecimientos. Aquí advertimos tan sólo que la Asamblea Nacional obró impolíticamente al desaparecer de la escena durante tan largo intervalo, dejando que sólo apareciese al frente de la república una figura, aunque lamentablemente: la de Luis Bonaparte, mientras el partido del orden, para escándalo del público, se descomponía en sus partes integrantes realistas y se dejaba llevar por sus apetitos de restauración en pugna. Tan pronto como enmudecía, durante estas vacaciones, el ruido ensordecedor del parlamento y su cuerpo se disolvía en la nación, nadie podía dejar de ver que sólo faltaba una cosa para consumar la verdadera faz de esta república: hacer permanentes las vacaciones parlamentarias y sustituir su lema de Liberté, égalité, fraternité, por estas palabras inequívocas: ¡Infantería, caballería, artillería!

Cándido de Voltaire - Capítulo 19


CAPÍTULO XIX

Aventuras en Surinam. Cándido conoce a Martín.



La primera jornada de nuestros dos viajeros fue bastante agradable, animados al verse dueños de más riquezas de las que podían acumularse entre Asia, Europa y África. Cándido, eufórico, grababa el nombre de Cunegunda en los árbo­les. En la segunda jornada, las marismas se tra­garon a dos carneros con sus cargamentos; unos días más tarde otros dos carneros murieron de agotamiento; a continuación siete u ocho pere­cieron de hambre en el desierto; al cabo de unos días otros se despeñaron en los precipicios. Por último, después de cien días de caminata, sólo les quedaban dos carneros. Cándido dijo a Cacambo:
-Amigo mío, qué poco duran las riquezas de este mundo; no hay nada más sólido que la vir­tud y la dicha de volver a ver a la señorita Cunegunda.
-Estoy de acuerdo -dijo Cacambo-; pero aún nos quedan dos carneros con más riquezas de las que pueda tener nunca el rey de España; y allá a lo lejos veo una ciudad que debe de ser Surinam, territorio de los holandeses. Estamos lle­gando al término de nuestras desdichas y al co­mienzo de nuestra felicidad.
Cuando se acercaban a la ciudad, se toparon con un negro tumbado en el suelo, vestido con medio traje, es decir, con un calzón de tela azul, y al que le faltaban la pierna izquierda y la mano derecha.
-¡Eh! ¡Dios mío! -le habló Cándido en ho­landés-. ¿Qué haces ahí, amigo mío, en tan te­rrible estado?
-Estoy esperando a mi amo, al señor Vanderdendur, el famoso comerciante -contestó el negro.
-¿El señor Vanderdendur -dijo Cándido-, te ha tratado así?
-Sí, señor -dijo el negro-, eso es lo que se estila. Como única vestimenta nos dan un calzón de tela azul dos veces al año. Al que trabaja en las azucareras y la muela le pilla el dedo, se le corta la mano; al que huye se le corta la pierna: yo he vivido ambas situaciones. En Europa se come azúcar a ese precio. Sin embargo, cuando mi madre me vendió por diez escudos patagones en la costa de Guinea, me decía: "Querido hijo, bendice a nuestros ídolos, adóralos siempre, ha­rán que vivas feliz; tienes el honor de ser escla­vo de nuestros señores los blancos, y con ello procuras la felicidad de tu padre y de tu madre." ¡Qué lástima! No sé si conseguí hacerles felices, pero ellos no consiguieron que lo fuera yo. Los perros, los monos y los loros son mil veces me­nos desgraciados que nosotros; los curas holan­deses que me han convertido repiten todos los domingos que nosotros somos hijos de Adán, los blancos y los negros. No busco explicaciones ge­nealógicas; pero, si esos predicadores dicen la verdad, todos somos parientes. Sin embargo, de­beréis admitir que no se puede tratar de peor ma­nera a los parientes.
-¡Oh Pangloss! -exclamó Cándido-. Tú no habías sospechado semejante espanto; se ve que no tendré más remedio que renegar de tu opti­mismo.
-¿Qué es el optimismo? -preguntaba Cacambo.
-¡Qué dolor! -dijo Cándido-. "Es obstinar­se en defender con vehemencia que todo está bien cuando está mal."
Y lloraba al ver a su negro mientras entraban en Surinam.
Antes que nada se informan si hay disponible algún barco dispuesto a zarpar hacia Buenos Ai­res. Se dirigieron precisamente a uno cuyo patrón era un español, que se ofreció a cerrar un buen trato. Los citó en una fonda. Cándido y su fiel Cacambo le esperaron allí con sus dos carneros.
Cándido, que era muy sincero, le contó al es­pañol todas sus aventuras y le confesó su inten­ción de raptar a la señorita Cunegunda.
-No contéis conmigo para llevaros a Buenos Aires -le dice el patrón-; seguramente me co­gerían y a vos también; la bella Cunegunda es la favorita de monseñor.
Esas palabras fueron como un rayo para Cán­dido, lloró durante mucho tiempo, hasta que fi­nalmente llamó aparte a Cacambo y le dijo:
-Querido amigo, debes hacer lo siguiente:
Cada uno de nosotros disponemos de cinco o seis millones en diamantes; como tú eres más astuto que yo, vete a Buenos Aires y recupera a la se­ñorita Cunegunda. Si el gobernador pusiera algún obstáculo, entrégale un millón; si no lo acepta, ofrécele dos; como tú no has matado a ningún inquisidor, no desconfiarán de ti. Yo contrataré otro barco y te esperaré en Venecia: es un país libre, en el que no hay motivo para temer ni a los búlgaros, ni a los ábaros, ni a los judíos, ni a los inquisidores.
Cacambo aceptó una decisión tan sabia. Por una parte estaba triste por tener que separarse de un amo tan bueno, que había convertido en su amigo íntimo; pero, por otra, la alegría de ayu­darle era más fuerte que el dolor de la despedi­da. Se abrazaron llorando: Cándido le encargó que no se olvidara de la buena vieja. Cacambo partió aquel mismo día. ¡Cacambo era un hom­bre estupendo!
Cándido se quedó durante un tiempo en Su­rinam esperando que algún otro patrón quisiera trasladarle a Italia con los dos carneros que aún le quedaban. Contrató varios criados y compró todo lo necesario para una larga travesía; por fin, un tal señor Vanderdendur, dueño de un gran barco, se dirigió a él. Cándido le preguntó:
-¿Cuánto pedís por transportarme lo más de­recho posible a Venecia, a mí, a mis criados, mi equipaje, y a estos dos carneros?
El patrón acordó un precio de diez mil pias­tras; Cándido lo aceptó inmediatamente.
"¡Bueno!,-¡bueno!", decía para sus adentros el taimado Vanderdendur, "este extranjero acepta diez mil piastras sin regatear ¡Debe tener mucho dinero!" Así que, regresando a los pocos minu­tos, le dijo que no podía partir por menos de veinte mil.
-De acuerdo, trato hecho -dijo Cándido.
"Pues vaya", se dijo por lo bajinis el mercader, "este hombre acepta veinte mil piastras con la misma facilidad que diez mil."
Volvió otra vez y dijo que no podía llevarle a Venecia por menos de treinta mil piastras.
-Pues se os darán treinta mil -contestó Cán­dido.
"¡Vaya, vaya!", volvió a decirse el mercader ho­landés, "para este hombre treinta mil piastras no representan nada; esos dos carneros deben lle­var tesoros inmensos: no voy a insistir más; de momento que pague las treinta mil piastras y ya veremos luego."  
Cándido vendió dos diamantes pequeños, el menor de los cuales tenía más valor que todo lo que pedía el patrón. Le pagó por adelantado. Los dos carneros fueron embarcados en primer lugar, mientras Cándido iba detrás en un bote para reu­nirse con el barco en la ensenada; pero el patrón,  que esperaba el momento oportuno, echa las ve­las y leva anclas empujado por el viento. Cándi­do se queda pasmado y atónito perdiéndolo pronto de vista.
-¡Qué desgracia! -gritó-. Esta villanía es propia del viejo mundo.
Regresa a la orilla, profundamente dolorido, puesto que a fin de cuentas le habían robado el equivalente a la fortuna de veinte monarcas.
Va a casa de un juez holandés; y, como se en­contraba aún algo rabioso, golpea bruscamente la puerta; entra, expone su aventura y grita un poco más de la cuenta. El juez le pone primero una multa de diez mil piastras por el ruido que había metido; a continuación le escucha pacien­temente y le promete estudiar su caso en cuanto vuelva el patrón y le cobra otras diez mil piastras por las costas de la audiencia.
Aquello terminó con la paciencia de Cándido; realmente había soportado mil desgracias peores; pero la sangre fría del juez y la del patrón ladrón le encendieron la bilis y le sumieron en la más negra melancolía. Veía la horrorosa maldad de los hombres y sólo tenía pensamientos tristes. Al fin, como un barco francés iba a zarpar para Burde­os y como ya no tenía que embarcar los carne­ros cargados de diamantes, alquiló un camarote a buen precio y corrió la voz por la ciudad de que pagaría el pasaje y la comida y daría además dos mil piastras a aquel hombre honrado que le acompañara en el viaje, siempre y cuando ese hombre fuera el que sintiera más asco de su es­tado y se sintiera también el más desgraciado de la provincia.
Se presentaron tantos que ni una flota hu­biera bastado para acogerlos. Cándido, que que­ría elegir entre los más aparentes, seleccionó a unas veinte personas que le parecieron bastan­te sociables, todas merecían el puesto. Los reu­nió en la fonda y les dio de cenar, a condición de que cada uno jurara contar su verdadera his­toria, y les prometió elegir a aquél que parecie­ra más digno de compasión y que tuviera los motivos más justificados para estar descontento de su estado así como compensar de alguna ma­nera a los demás.
La sesión duró hasta las cuatro de la mañana. Mientras escuchaba Cándido todas aquellas aven­turas, recordaba lo que le había dicho la vieja cuando iban a Buenos Aires y la apuesta que ha­bía hecho, de que no había ni una sola persona en el barco a la que no le hubieran ocurrido enor­mes desgracias. A cada nueva historia que le na­rraban se acordaba de Pangloss: "El bueno de Pangloss", se decía, "tendría ahora muchos pro­blemas para demostrar su sistema. Me gustaría verlo aquí. El único sitio en que todo va bien es en Eldorado y no en el resto del mundo." Final­mente escogió a un pobre sabio que había tra­bajado durante diez años para los libreros de Amsterdam. Pensó que no había otro oficio en el mundo que pudiera producir más asco.
A este sabio, que era además un buen hom­bre, su mujer le había robado, le había pegado su hijo y había sido abandonado por una hija, que había procurado ser raptada por un portu­gués. Acababa de quedarse sin el modesto em­pleo con el que subsistía, y estaba sufriendo per­secución por parte de dos predicadores de Surinam que lo habían tomado por un sociniano. Desde luego todos los demás eran tan desgraciados como él, pero Cándido esperaba que aquel sabio le entretuviera en el viaje. Los otros rivales se quejaban de la injusticia que Cándido cometía con ellos, pero quedaron apaciguados al recibir cien piastras cada uno.