30/5/13

Sobre la teoría de la relatividad - Einstein - 16. La teoría de la relatividad especial y la experiencia



16.   La teoría de la relatividad especial y la experiencia

La pregunta de hasta qué punto se ve apoyada la teoría de la relatividad especial por la experiencia no es fácil de responder, por un motivo que ya mencionamos al hablar del experimento fundamental de Fizeau. La teoría de la relatividad especial cristalizó a partir de la teoría de Maxwell-Lorentz de los fenómenos electro­magnéticos, por lo cual todos los hechos experimenta­les que apoyan esa teoría electromagnética apoyan también la teoría de la relatividad. Mencionaré aquí, por ser de especial importancia, que la teoría de la relatividad permite derivar, de manera extremada­mente simple y en consonancia con la experiencia, aquellas influencias que experimenta la luz de las estre­llas fijas debido al movimiento relativo de la Tierra respecto a ellas. Se trata del desplazamiento anual de la posición aparente de las estrellas fijas como consecuencia del movimiento terrestre alrededor del Sol (aberración) y el influjo que ejerce la componente ra­dial de los movimientos relativos de las estrellas fijas respecto a la Tierra sobre el color de la luz que llega hasta nosotros; este influjo se manifiesta en un pe­queño corrimiento de las rayas espectrales de la luz que nos llega desde una estrella fija, respecto a la posi­ción espectral de las mismas rayas espectrales obtenidas con una fuente luminosa terrestre (principio de Doppler). Los argumentos experimentales a favor de la teo­ría de Maxwell-Lorentz, que al mismo tiempo son ar­gumentos a favor de la teoría de la relatividad, son demasiado copiosos como para exponerlos aquí. De hecho, restringen hasta tal punto las posibilidades teó­ricas, que ninguna otra teoría distinta de la de Maxwell-Lorentz se ha podido imponer frente a la expe­riencia.

Sin embargo, hay dos clases de hechos experimenta­les constatados hasta ahora que la teoría de Maxwell-Lorentz sólo puede acomodar a base de recurrir a una hipótesis auxiliar que de suyo —es decir, sin utilizar la teoría de la relatividad—parece extraña.
Es sabido que los rayos catódicos y los así llamados rayos (3 emitidos por sustancias radiactivas constan de corpúsculos eléctricos negativos (electrones) de pe­queñísima inercia y gran velocidad. Investigando la desviación de estas radiaciones bajo la influencia de campos eléctricos y magnéticos se puede estudiar muy exactamente la ley del movimiento de estos corpúscu­los.
En el tratamiento teórico de estos electrones hay que luchar con la dificultad de que la Electrodinámica por sí sola no es capaz de explicar su naturaleza. Pues dado que las masas eléctricas de igual signo se repelen, las masas eléctricas negativas que constituyen el electrón deberían separarse unas de otras bajo la influencia de su interacción si no fuese por la acción de otras fuerzas cuya naturaleza nos resulta todavía oscura[1]. Si supo­nemos ahora que las distancias relativas de las masas eléctricas que constituyen el electrón permanecen constantes al moverse éste (unión rígida en el sentido de la Mecánica clásica), llegamos a una ley del movi­miento del electrón que no concuerda con la experien­cia. H. A. Lorentz, guiado por consideraciones pura­mente formales, fue el primero en introducir la hipóte­sis de que el cuerpo del electrón experimenta, en vir­tud del movimiento, una contracción proporcional a la expresión


 en la dirección del movimiento.

Esta hipótesis, que electrodinámicamente no se justi­fica en modo alguno, proporciona esa ley del movi­miento que se ha visto confirmada con gran precisión por la experiencia en los últimos años.
La teoría de la relatividad suministra la misma ley del movimiento sin necesidad de sentar hipótesis especia­les sobre la estructura y el comportamiento del elec­trón. Algo análogo ocurría, como hemos visto en §13, con el experimento de Fizeau, cuyo resultado lo expli­caba la teoría de la relatividad sin tener que hacer hipó­tesis sobre la naturaleza física del fluido.
La segunda clase de hechos que hemos señalado se refiere a la cuestión de si el movimiento terrestre en el espacio se puede detectar o no en experimentos efec­tuados en la Tierra. Ya indicamos en §5 que todos los intentos realizados en este sentido dieron resultado negativo. Con anterioridad a la teoría relativista, la ciencia no podía explicar fácilmente este resultado ne­gativo, pues la situación era la siguiente. Los viejos prejuicios sobre el espacio y el tiempo no permitían ninguna duda acerca de que la transformación de Galileo era la que regía el paso de un cuerpo de referencia a otro. Suponiendo entonces que las ecuaciones de Maxwell-Lorentz sean válidas para un cuerpo de refe­rencia K, resulta que no valen para otro cuerpo de referencia K' que se mueva uniformemente respecto a K si se acepta que entre las coordenadas de K y K' rigen las relaciones de la transformación de Galileo. Esto parece indicar que de entre todos los sistemas de coordenadas de Galileo se destaca físicamente uno (K) que posee un determinado estado de movimiento. Físi­camente se interpretaba este resultado diciendo que K está en reposo respecto a un hipotético éter luminí­fero, mientras que todos los sistemas de coordenadas K' en movimiento respecto a K estarían también en movimiento respecto al éter. A este movimiento de K' respecto al éter («viento del éter» en relación a K') se le atribuían las complicadas leyes que supuestamente valían respecto a K'. Para ser consecuentes, había que postular también un viento del éter semejante con re­lación a la Tierra, y los físicos pusieron durante mucho tiempo todo su empeño en probar su existencia.
Michelson halló con este propósito un camino que parecía infalible. Imaginemos dos espejos montados sobre un cuerpo rígido, con las caras reflectantes mi­rándose de frente. Si todo este sistema se halla en re­poso respecto al éter luminífero, cualquier rayo de luz necesita un tiempo muy determinado T para ir de un espejo al otro y volver. Por el contrario, el tiempo (calculado) para ese proceso es algo diferente (T ‘)cuando el cuerpo, junto con los espejos, se mueve res­pecto al éter. ¡Es más! Los cálculos predicen que, para una determinada velocidad v respecto al éter, ese tiempo T ‘ es distinto cuando el cuerpo se mueve perpendicularmente al plano de los espejos que cuando lo hace paralelamente. Aun siendo ínfima la diferencia calculada entre estos dos intervalos temporales, Michelson y Morley realizaron un experimento de interferencias en el que esa discrepancia tendría que haberse puesto claramente de manifiesto. El resultado del experimento fue, no obstante, negativo, para gran des­concierto de los físicos. Lorentz y FitzGerarld sacaron a la teoría de este desconcierto, suponiendo que el mo­vimiento del cuerpo respecto al éter determinaba una contracción de aquél en la dirección del movimiento y que dicha contracción compensaba justamente esa diferencia de tiempos. La comparación con las considera­ciones de §12 demuestra que esta solución era también la correcta desde el punto de vista de la teoría de la relatividad. Pero la interpretación de la situación según esta última es incomparablemente más satisfactoria. De acuerdo con ella, no existe ningún sistema de coorde­nadas privilegiado que dé pie a introducir la idea del éter, ni tampoco ningún viento del éter ni experimento alguno que lo ponga de manifiesto. La contracción de los cuerpos en movimiento se sigue aquí, sin hipótesis especiales, de los dos principios básicos de la teoría; y lo decisivo para esta contracción no es el movimiento en sí, al que no podemos atribuir ningún sentido, sino el movimiento respecto al cuerpo de referencia elegido en cada caso. Así pues, el cuerpo que sostiene los espe­jos en el experimento de Michelson y Morley no se acorta respecto a un sistema de referencia solidario con la Tierra, pero sí respecto a un sistema que se halle en reposo en relación al Sol.


[1] La teoría de la relatividad general propone la idea de que las masas eléctricas de un electrón se mantienen unidas por fuerzas gravitacionales.


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