3/6/13

Sobre la teoría de la relatividad - Einstein - 24. El continuo euclídeo y el no euclídeo



24.   El continuo euclídeo y el no euclídeo

Delante de mí tengo la superficie de una mesa de mármol. Desde cualquier punto de ella puedo llegar hasta cualquier otro a base de pasar un número (grande) de veces hasta un punto «vecino», o dicho de otro modo, yendo de un punto a otro sin dar «saltos». El lector (siempre que no sea demasiado exigente) per­cibirá sin duda con suficiente precisión lo que se en­tiende aquí por «vecino» y «saltos». Esto lo expresa­mos diciendo que la superficie es un continuo.

Imaginemos ahora que fabricamos un gran número de varillas cuyo tamaño sea pequeño comparado con las medidas de la mesa, y todas ellas igual de largas. Por esto último se entiende que se pueden enrasar los ex­tremos de cada dos de ellas. Colocamos ahora cuatro de estas varillas sobre la superficie de la mesa, de modo que sus extremos formen un cuadrilátero cuyas diago­nales sean iguales (cuadrado). Para conseguir la igual­dad de las diagonales nos servimos de una varilla de prueba. Pegados a este cuadrado construimos otros iguales que tengan en común con él una varilla; junto a estos últimos otros tantos, etc. Finalmente tenemos todo el tablero cubierto de cuadrados, de tal manera que cada lado interior pertenece a dos cuadrados y cada vértice interior, a cuatro.
El que se pueda llevar a cabo esta operación sin tro­pezar con grandísimas dificultades es un verdadero mi­lagro. Basta con pensar en lo siguiente. Cuando en un vértice convergen tres cuadrados, están ya colocados dos lados del cuarto, lo cual determina totalmente la colocación de los dos lados restantes de éste. Pero ahora ya no puedo retocar el cuadrilátero para igualar sus diagonales. Si lo son de por sí, será en virtud de un favor especial de la mesa y de las varillas, ante el cual me tendré que mostrar maravillado y agradecido. Y para que la construcción se logre, tenemos que asistir a muchos milagros parecidos.
Si todo ha ido realmente sobre ruedas, entonces digo que los puntos del tablero forman un continuo euclidiano respecto a la varilla utilizada como segmento. Si destaco uno de los vértices de la malla en calidad de «punto de origen», cualquier otro podré caracterizarlo, respecto al punto de origen, mediante dos números. Me basta con especificar cuántas varillas hacia «la dere­cha» y cuántas luego hacia «arriba» tengo que recorrer a partir del origen para llegar al vértice en cuestión. Estos dos números son entonces «las coordenadas car­tesianas» de ese vértice con respecto al «sistema de coordenadas» determinado por las varillas colocadas.
La siguiente modificación del experimento mental demuestra que también hay casos en los que fracasa esta tentativa. Supongamos que las varillas «se dilatan» con la temperatura y que se calienta el tablero en el centro pero no en los bordes. Sigue siendo posible enrasar dos de las varillas en cualquier lugar de la mesa, pero nuestra construcción de cuadrados quedará ahora irremisiblemente desbaratada, porque las varillas de la parte interior de la masa se dilatan, mientras que las de la parte exterior, no.
Respecto a nuestras varillas —definidas como seg­mentos unidad— la mesa ya no es un continuo euclidiano, y tampoco estamos ya en condiciones de definir directamente con su ayuda unas coordenadas cartesia­nas, porque no podemos realizar la construcción anterior. Sin embargo, como existen otros objetos sobre los cuales la temperatura de la mesa no influye de la misma manera que sobre las varillas (o sobre los cuales no influye ni siquiera), es posible, sin forzar las cosas, mantener aun así la idea de que la mesa es un «conti­nuo euclidiano», y es posible hacerlo de modo satisfac­torio mediante una constatación más sutil acerca de la medición o comparación de segmentos.
Ahora bien, si todas las varillas, de cualquier clase o material, mostraran idéntico comportamiento termosensible sobre la mesa irregularmente temperada, y si no tuviéramos otro medio de percibir la acción de la tem­peratura que el comportamiento geométrico de las va­rillas en experimentos análogos al antes descrito, en­tonces podría ser conveniente adscribir a dos puntos de la mesa la distancia 1 cuando fuese posible enrasar con ellos los extremos de una de nuestras varillas; porque ¿cómo definir si no el segmento, sin caer en la más crasa de las arbitrariedades? En ese caso hay que aban­donar, sin embargo, el método de las coordenadas car­tesianas y sustituirlo por otro que no presuponga la validez de la geometría euclidiana[1]. El lector advertirá que la situación aquí descrita se corresponde con aque­lla que ha traído consigo el postulado de la relatividad general (§23).


[1] Nuestro problema se les planteó a los matemáticos de la siguiente manera. Dada una superficie —por ejemplo, la de un elip­soide— en el espacio de medida tridimensional euclidiano, existe sobre ella una geometría bidimensional, exactamente igual que en el plano. Gauss se planteó el problema de tratar teóricamente esta geometría bidimensional sin utilizar el hecho de que la superficie pertenece a un continuo euclidiano de tres dimensiones. Si imagi­namos que en la superficie (igual que antes sobre la mesa) realizamos construcciones con varillas rígidas, las leyes que valen para ellas son distintas de las de la geometría euclidiana del plano. La superficie no es, respecto a las varillas, un continuo euclidiano, ni tampoco se pueden definir coordenadas cartesianas en la superficie. Gauss mostró los principios con arreglo a los cuales se pueden tratar las condiciones geométricas en la superficie, señalando así el camino hacia el tratamiento riemanniano de continuos no euclidianos multidimensionales. De ahí que los matemáticos tengan resueltos desde hace mucho los problemas formales a que conduce el postulado de la relatividad general.


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