6/4/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 27


CAPÍTULO XXVII
Viaje de Cándido a Constantinopla



El fiel Cacambo había convencido al patrón turco, que iba a llevar de regreso al sultán Achmet hasta Constantinopla, que permitiera via­jar a bordo a Cándido y a Martín. Ambos fue­ron allí tras rendir pleitesía ante su miserable Alteza. Cándido, yendo de camino, le decía a Martín:
-¡Es extraordinario que hayamos cenado con seis reyes destronados y sobre todo que hayamos dado limosna a uno de ellos! Puede que existan otros muchos príncipes aún con menos fortuna. Bien mirado, yo sólo he perdido cien carneros y corro a los brazos de Cunegunda. Mi querido Martín, una vez más Pangloss tenía razón y todo está perfecto.
-No deseo otra cosa -dijo Martín. Añadió Cándido:
-Esta aventura que nos acaba de ocurrir en Venecia tiene pocos visos de realidad. No es nor­mal que seis reyes destronados cenen juntos en una posada.
-Sin embargo, no es un hecho mucho más extraordinario que la mayoría de los cosas que nos han pasado. Es bastante frecuente que los re­yes sean destronados; y en lo que respecta a nuestra cena compartida es una tontería que no merece nuestra atención.
En cuanto subió Cándido a bordo fue ense­guida a abrazar a su antiguo criado, su amigo Cacambo.
-¿Y qué?-le dijo-, ¿qué es de Cunegunda? ¿Sigue siendo una belleza prodigiosa? ¿Me sigue amando? ¿Cómo se encuentra? Seguramente le has comprado un palacio en Constantinopla.
-Mi querido amo -contestó Cacambo-, Cunegunda se dedica a fregar platos en las ori­llas del Propóntide en casa de un príncipe que apenas posee vajilla, es esclava en casa de un an­tiguo rey, llamado Ragotski, a quien el Gran Tur­co entrega tres escudos diarios de pensión; pero lo más triste de todo es que ha perdido la belle­za, y ahora está feísima.
-¡Ah!, bella o fea -dijo Cándido-, yo soy todo un hombre y debo amarla siempre. Pero, ¿cómo puede haber llegado a un estado tan la­mentable si tú le llevaste cinco o seis millones?
-Bueno -dijo Cacambo-, fue preciso dar dos millones al señor don Fernando de Ibaraa y Figueroa y Mascarenes y Lampourdos y Souza, gobernador de Buenos Aires, como resca­te de la señorita Cunegunda. El resto nos lo robó un pirata que nos llevó al cabo Matapan, a Milo, a Nicaria, a Samos, a Petra, a Darda­nelos, a Marmora, a Escutari. Cunegunda y la vieja sirven en casa de ese príncipe que he mencionado antes y yo soy esclavo del sultán destronado.
-¡Qué cadena de espantosas calamidades! -dijo Cándido-. Pero, aun con todo, me quedan todavía algunos diamantes con los que liberaré fácilmente a Cunegunda. Es una pena que esté ahora tan fea.
Luego, volviéndose hacia Martín le dijo:
-¿Quién creéis que es el más digno de lásti­ma, el emperador Achmet, el emperador Iván, el rey Carlos-Eduardo o yo?
-No lo sé -dijo Martín-; tendría que estar dentro de vosotros para saberlo.
-¡Ah! -dijo Cándido-, Pangloss lo sabría y nos lo diría si estuviera aquí.
-No sé -dijo Martín-, cómo podría pe­sar vuestro Pangloss las desgracias de los hombres y medir sus dolores. A mí me pare­ce que hay millones de hombres en la tierra mil veces más dignos de compasión que el rey Carlos-Eduardo, el emperador Iván y el sultán Achmet.
-Quizás tengas razón -dijo Cándido.
A los pocos días llegaron al canal del Mar Ne­gro. Cándido pagó un costoso rescate por Cacambo y, sin perder tiempo, se metió en una ga­lera junto a sus compañeros para alcanzar la orilla del Propóntide y buscar a Cunegunda, por muy fea que pudiera estar.
Entre los galeotes había dos que remaban muy mal, por lo que eran castigados con algu­nos latigazos que el jefe levantino les sacudía de vez en cuando en los hombros desnudos; Cán­dido, impulsado por su naturaleza, se fijó en ellos con mayor atención y se aproximó com­pasivamente. Sus desfigurados rostros mostra­ban algunos trazos que le recordaron a Pangloss y a aquel desgraciado jesuita, el barón, el her­mano de la señorita Cunegunda. Ante esta idea se emocionó y se puso triste. Los observó más detenidamente.
-Verdaderamente -dijo a Cacambo-, si no hubiera visto ahorcado al maestro Pangloss, y si no hubiera matado al barón, juraría que son es­tos dos los que reman en esta galera.
Al oír el nombre del barón y de Pangloss, los dos galeotes lanzaron un grito, pararon el movi­miento del banco y dejaron caer los remos. El jefe levantino corrió presto hacia ellos redoblando los latigazos.
-¡Pare! ¡Pare!, señor -exclamó Cándido-, le daré el dinero que me pida.
-¡Cómo! ¡Es Cándido! -decía uno de los ga­leotes.
-¡Cómo! ¡Es Cándido! -decía el otro.
-¿Estoy soñando? -dijo Cándido-; ¿o es­toy despierto? ¿Estoy de verdad en esta galera? ¿Es éste el señor barón a quien yo maté? ¿Es éste el maestro Pangloss a quien yo he visto ahorcar?
-Somos nosotros, somos nosotros -contes­taban.
-¡Cómo! ¿Con que éste es el gran filósofo? -decía Martín.
-¡Eh, señor jefe levantino! -dijo Cándido­
¿cuánto ¿cuánto dinero pide por el rescate del señor de Thunder-ten-tronckh, uno de los primeros baro­nes del imperio, y por el del señor Pangloss, el más penetrante metafísico de Alemania?
-Perro cristiano -contestó el jefe levantino-, siendo estos dos galeotes perros cristianos, barones y metafísicos, algo sin duda de gran no­bleza en su país, me darás por ellos cincuenta mil cequíes.
-Se los daré, señor; llevadme como un rayo a Constantinopla y será pagado en el acto. Me­jor, no; llevadme hasta la señorita Cunegunda.
El jefe levantino, que había puesto ya rumbo a la ciudad a la primera oferta de Cándido, les ha­cía remar más rápido que el vuelo de los pájaros.
Cándido abrazaba una y mil veces al barón y a Pangloss.
-¿Y cómo es posible que yo no os matara, mi querido barón, y cómo es posible, mi querido Pangloss, que sigáis con vida habiendo sido ahor­cado? ¿Y por qué estáis ambos en galeras en Tur­quía?
-¿De verdad que mi querida hermana se en­cuentra aquí, en este país? -preguntaba el ba­rón.
-Sí-contestaba Cacambo.
-¡Qué alegría veros de nuevo, mi querido Cándido! -exclamaba Pangloss.
Cándido les presentó a Martín y a Cacambo. Todos se abrazaron; todos hablaban al mismo tiempo. La galera volaba y pronto llegaron a puerto. Buscaron a un judío que pagó a Cándi­do cincuenta mil cequíes por un diamante que valía cien mil y que le juró por Abraham que no podía dar más. Al momento pagó el importe del rescate del barón y de Pangloss, que se arrojó a los píes de su liberador llorando; el otro hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y prome­tió devolverle el dinero en la primera ocasión.
-¿Pero es verdad que mi hermana está en Turquía? -dijo.
-No hay nada tan cierto -replicó Cacambo-, está fregando platos en casa de un prínci­pe de Transilvania.
Enseguida fueron a buscar a dos judíos a los que Cándido también vendió diamantes, y todos embarcaron en otra galera para ir a liberar a Cunegunda.

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