26/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 17


CAPÍTULO XVII

Cándido y su criado llegan al país de Eldorado.



Cuando llegaron a la frontera de los orejudos, le dice Cacambo a Cándido:
-Habéis podido comprobar que este hemis­ferio no es mucho mejor que el otro; creedme, regresemos a Europa por la ruta más corta.
-¿Cómo vamos a volver allí? -dice Cándi­do-; y ¿adónde vamos a ir? Si regreso a mi país, los búlgaros y los ábaros deguellan todo lo que se les pone por delante; si vuelvo a Portugal, me espera la hoguera; si permanecemos aquí, nos arriesgamos a ser asados en cualquier momento. Pero, ¿cómo voy a dejar la parte del mundo en la que habita la señorita Cunegunda?
-Podemos dirigirnos hacia Cayena -dice Cacambo-, allí encontraremos franceses, que viajan por todo el mundo y podrán ayudamos. Y quizás Dios se apiade de nosotros.
No era fácil ir a Cayena; conocían aproxima­damente el rumbo que debían tomar; pero por todas partes existían terribles obstáculos: monta­ñas, ríos, precipicios, bandidos, salvajes. Los ca­ballos murieron agotados; se acabaron las provi­siones; durante un mes se alimentaron solamente de frutas silvestres y por fin llegaron junto a un arroyo rodeado de cocoteros, que mantuvieron sus vidas y sus esperanzas.
Cacambo, que aconsejaba siempre tan bien como la vieja, le dijo a Cándido:
-Ya no podemos más, hemos andado mucho; hay una canoa vacía en la orilla, llenémosla de cocos, montemos en ella y dejémonos arrastrar por la corriente; un río siempre conduce hasta al­gún lugar habitado. Si no encontramos cosas agradables, al menos encontraremos cosas nue­vas.
-Vámonos -dice Cándido-, que la Provi­dencia nos ampare.
A lo largo de varias leguas viajaron entre ri­beras, unas con flores, otras áridas; unas llanas, otras escarpadas. El río iba ensanchándose para perderse finalmente bajo una bóveda de impre­sionantes rocas que subían hasta el cielo. Los dos atrevidos viajeros se dejaron llevar por la co­rriente bajo aquella bóveda. El río, que se estre­chaba en aquel lugar, los arrastró con una velo­cidad y un estruendo horrorosos. Al cabo de veinticuatro horas vieron de nuevo la luz, pero la canoa se había roto contra los escollos; durante una legua tuvieron que arrastrarse de roca en roca; por fin divisaron un inmenso horizonte ro­deado de montanas inaccesibles. En aquel país tenían cabida tanto la belleza como la utilidad; en todas partes lo útil era agradable. Los caminos es­taban cubiertos o, mejor dicho, adornados con carruajes de una forma y de un material brillan­te, que transportaban a hombres y mujeres de una belleza espectacular, tirados a gran velocidad por unos grandes carneros rojos, que eran mu­cho más rápidos que los más hermosos caballos de Andalucía, de Tetuán o de Mequínez.
-Este país -dijo Cándido- es mejor que Westfalia.
Descendieron a tierra en el primer pueblo que encontraron. Algunos niños con vestidos con brocados de oro hechos jirones jugaban al tejo a la entrada del pueblo; nuestros dos hombres del otro mundo se divertían mirándolos: los tejos eran unas grandes piezas redondas, amarillas, ro­jas, verdes, que despedían unos destellos muy particulares. Los viajeros tuvieron ganas de coger algunos; era oro, esmeraldas y rubíes, el menor de los cuales hubiera sido el mayor adorno del trono del Mogol.
-Seguramente -dijo Cacambo-, estos niños son los hijos del rey de este país, jugando al tejo.
En ese mismo momento apareció el maestro y les hizo entrar en la escuela.
-Éste debe de ser -dijo Cándido -el pre­ceptor de la familia real.
Los pobrecillos niños pararon al instante de ju­gar, dejando por el suelo los tejos y todo aque­llo con lo que habían jugado. Cándido los reco­ge, corre en busca del preceptor y se los devuelve con humildad, comunicándole por señas que sus altezas reales habían olvidado el oro y las piedras preciosas. El maestro del pueblo, con una gran sonrisa, los arrojó al suelo, miró un momento el rostro de Cándido con aire de sorpresa y siguió su marcha.
Los viajeros no dejaron de recoger el oro, los rubíes y las esmeraldas.
-¿Dónde estamos? -exclamó Cándido-. El desprecio por el oro y las piedras preciosas in­dican la buena educación de los hijos de los re­yes de este país.
Cacambo estaba tan sorprendido como Cán­dido. Luego se aproximaron a la primera casa del pueblo; estaba construida como un palacio eu­ropeo. Un enorme gentío se amontonaba en la puerta, y aún había más dentro; se escuchaba una música muy agradable, y se olía un delicioso olor a cocina. Cacambo se acercó a la puerta, y oyó que hablaban peruano; era su lengua materna; porque todo el mundo sabe ya que Cacambo ha­bía nacido en Tucumán, en un pueblecito en el que sólo se hablaba aquella lengua.
-Yo haré de intérprete -le dijo a Cándido-; entremos, es una fonda.
Al instante dos camareros y dos camareras de la fonda, con vestidos dorados y el pelo adorna­do con cintas, les invitaron a sentarse en la mesa del dueño. Se sirvieron cuatro potajes, cada uno de ellos con una guarnición formada por dos lo­ros, un cóndor cocido que pesaba doscientas li­bras, dos suculentos monos asados, trescientos colibríes en una gran fuente y seiscientos pája­ros-mosca en otra; guisos de carne exquisitos, de­liciosos postres; presentado todo en fuentes como de cristal de roca. Los camareros y las ca­mareras servían diferentes licores elaborados con caña de azúcar.
La mayor parte de los convidados eran mer­caderes y arrieros, todos de una amabilidad ex­quisita; preguntaron a Cacambo algunas cuestio­nes con prudencia y discreción, y contestaron a las suyas satisfactoriamente. Cuando terminó la comida, Cacambo y Cándido pensaron que de­bían pagar su parte y echaron sobre la mesa del dueño dos de aquellas piezas de oro que habían recogido del suelo; el dueño y la dueña empezaron a reír a carcajadas, muriéndose de risa du­rante largo rato. Al fin lograron calmarse.
-Señores -les dijo el dueño-, ya vemos que son ustedes extranjeros y no tenemos costumbre de verlos. Perdonadnos por habernos reído cuan­do han pretendido pagar con las piedras de nuestros caminos. Seguro que no poseen mone­da del país, pero para comer aquí no se necesi­ta. El gobierno financia todas las fondas cons­truidas para facilitar el comercio. Aquí no habrán comido muy bien, porque es un pobre pueblo; pero dondequiera que vayan serán recibidos como se merecen.
Cacambo le traducía a Cándido todas las ex­plicaciones del dueño, y Cándido las escuchaba con la misma extrañeza y asombro con que su amigo Cacambo se las contaba.
-¿Qué país es éste -se decían uno a otro-, desconocido para el resto del mundo y donde la naturaleza es tan distinta a la nuestra? Debe ser el país donde todo es perfecto, porque es abso­lutamente necesario que exista uno así. Y, a pe­sar de que lo decía el maestro Pangloss, a me­nudo yo notaba que las cosas iban mal en Westfalia.

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