12/3/13

Cándido de Voltaire - Capítulo 2


CAPÍTULO II
Cándido y los búlgaros.



Tras ser arrojado del paraíso terrenal, Cándi­do anduvo mucho tiempo sin saber adónde ir, llo­rando y alzando los ojos al cielo, volviéndolos a menudo hacia el más hermoso de los castillos, que albergaba a la más hermosa de las baronesitas; por fin, se durmió sin cenar en un surco en medio del campo; nevaba copiosamente. Al día siguiente, temblando de frío, llegó a rastras has­ta la ciudad vecina, que se llamaba Valdberg­hofftrarbk-dikdorff, sin dinero, muerto de ham­bre y de cansancio. Se paró con tristeza ante la puerta de una taberna. Dos hombres vestidos con uniforme azul repararon en él:
-Camarada-dijo uno de ellos-, he aquí un joven bien parecido y con la estatura apropia­da.
Se aproximaron a Cándido y le invitaron a ce­nar muy educadamente.
-Señores -les contestó Cándido con humil­dad aunque amablemente-, es un honor para mí, pero no puedo pagar mi parte.
Ah, señor-respondió uno de los de azul-, las personas que tienen su aspecto y sus virtudes nunca pagan nada: ¿no mide usted cinco pies con cinco pulgadas de altura?
-Sí, señores, ésa es mi estatura -contestó con una inclinación.
-Ah, señor, sentaos a la mesa; no solamente le vamos a invitar, sino que no vamos a consen­tir que a un hombre como usted le falte dinero; todos los hombres deben ayudarse entre sí.
-Tenéis razón -dijo Cándido-; eso es lo que siempre afirmaba el señor Pangloss, y ya veo que todo es perfecto.
Le suplican que acepte unas monedas, las coge y quiere extenderles un recibo a cambio; ellos no lo aceptan en absoluto y se sientan a co­mer.
-¿No siente usted afecto por...?
-¡Oh!, sí -contesta-, estoy muy enamora­do de la señorita Cunegunda.
-No, no es eso -dice uno de aquellos se­ñores-, queremos decir si no siente un particu­lar afecto por el rey de los búlgaros.
-En absoluto -dice-, no lo conozco.
-¡Cómo! Es el rey más encantador, y hay que brindar por él.
-¡Eso con mucho gusto, caballeros!
-Y bebe.
-Con esto basta -le dicen a continuación­
ahora ahora es usted el apoyo, el protector, el defen­sor, el héroe de los búlgaros; su suerte está echa­da, y su gloria asegurada.
Rápidamente le colocan grilletes en los pies y se lo llevan al regimiento. Allí le hacen girar a la derecha, a la izquierda, sacar la baqueta, envai­narla, apuntar con la rodilla en tierra, disparar, ir a paso doble, y le dan treinta bastonazos; al día siguiente, hace la instrucción un poco mejor, y tan sólo recibe veinte palos; al otro día no le dan más que diez y sus compañeros le consideran un portento.
Cándido, sorprendido, no entendía muy bien por qué era un héroe. Un espléndido día de pri­mavera le apeteció ir a pasear y fue caminando todo derecho, creyendo que el uso de las pier­nas al antojo de cada uno era un privilegio tan­to de la especie humana como de la animal. No habría andado ni dos leguas cuando otros cuatro héroes de seis pies le alcanzan, lo apresan y lo arrestan. Se le preguntó reglamentariamente si prefería ser azotado treinta y seis veces por todo el regimiento o recibir doce balas de plomo en la cabeza. Por más que alegara que las volunta­des son libres, y que no quería ni una cosa ni otra, tuvo que elegir: en nombre de ese don de Dios llamado "libertad", se decidió por pasar treinta y seis veces por los palos; y pasó dos ve­ces. Como el regimiento lo componían dos mil hombres, en total sumaban cuatro mil baqueta­zos que, desde la nuca al culo, le dejaron com­pletamente desollado. Cuando iban a empezar la tercera carrera, Cándido, como no podía ya más, les suplicó que tuvieran la bondad de romperle la cabeza y accedieron a ello. Le vendaron los ojos; le hincaron de rodillas. En ese mismo mo­mento acierta a pasar el rey de los búlgaros, que se informa del delito del doliente y, como aquel rey era muy inteligente, comprendió, por todo lo que dijeron de Cándido, que era un joven meta­físico que ignoraba las cosas de este mundo, y le otorgó su perdón con una clemencia que será alabada por todos los periódicos y por todos los si­glos. Un buen cirujano curó a Cándido en tres se­manas con los calmantes prescritos por Discórido. Ya le había crecido un poco de piel, y podía caminar, cuando el rey de los búlgaros empren­dió batalla contra el rey de los ábaros.

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